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Podcast - Juan José Becerra sobre Juan Manuel Abal Medina
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Podcast - Juan José Becerra sobre Juan Manuel Abal Medina

#8 | Sobre "Conocer a Perón", de Juan Manuel Abal Medina

Juan Manuel Abal Medina fue un personaje muy particular dentro de la historia política de la década del 70. Hermano de Fernando —fundador de Montoneros—, inmerso en el nacionalismo católico, se ganó la confianza de Perón en los años de la disputa con su vuelta con la dictadura militar 1966-1973. Abal Medina fue un artífice de esa vuelta, pero a pesar de sus esfuerzos por institucionalizar las relaciones entre los diferentes grupos que conformaban el peronismo, no pudo evitar el caos y la violencia que desembocaron en la Dictadura que derrocó en 1976 a Isabel Perón.

Su libro de memorias de ese período, Conocer a Perón, hace escuchar una voz distinta a todas: calmo, metódico, prolijo, tolerante, reacio a la violencia, terminó rompiendo relaciones con la organización armada fundada por su hermano cuando ejecutaron a su amigo José Ignacio Rucci, el sindicalista más cercano a Perón. La lectura de Conocer a Perón abre una nueva ventana sobre la década del 70, con un nuevo ángulo, y al mismo tiempo, hace conocer a uno de los personajes más centrales y al mismo tiempo más atípicos.

Conversé con Juan José Becerra, novelista y ensayista, editor de este libro de memorias para Planeta, el último jueves 12 de junio. El lunes 16 supimos que el personaje del cual habíamos hablado con admiración y en el caso particular de Becerra, cariño personal, había muerto. Queda esta charla como un homenaje a su figura elusiva y silenciosa.

Vamos a seguir con estas conversaciones con lectores atentos, lectores calificados. Uno de los libros que más me interesó en los últimos tiempos son las memorias de Juan Manuel Abal Medina: Conocer a Perón, Destierro y Regreso, un libro editado por Planeta, dentro de la colección Espejo de la Argentina, que reúne textos sobre temas históricos del país, especialmente del siglo XX. Me impactó mucho el personaje. Siempre me había atraído, pero no lograba encasillarlo. Y al leer el libro encontré que justamente ese es su atractivo: no se lo puede encasillar. Vamos a hablar con Juan José Becerra, novelista, amigo de la casa y también editor de este libro para Planeta. Lo invité a conversar sobre Perón y sobre Abal Medina. Gracias, Juan, por estar acá. ¿Cómo te va?
Hola, Gustavo. No, por nada. Encantado.

Contame qué idea tenías de Abal Medina antes de empezar este trabajo. ¿Qué proceso hiciste y si se puede comparar con el mío?
Para mí fue un descubrimiento. Su nombre y su participación en el regreso de Perón eran, no sé, casi como una superstición. Incluso, desde el punto de vista de la percepción de su figura, parecía estar al borde de lo inverosímil. Porque ser, con esa edad —20 y pico de años—, protagonista en ese momento de la historia argentina era como entrar en una composición mitológica. Lo conocí para hacer el libro, por pedido del sello que lo contrató. Y automáticamente quedé fascinado por él, por sus características personales, su amabilidad, una especie de sabiduría reservada, sin alardes, y con una paciencia notable. Esa paciencia es algo que hoy escasea. Vivimos acelerados y decimos cosas que parecen reflexivas pero son apenas reflejos del lenguaje, impulsos. En cambio, él esperó 50 años para hablar de un episodio histórico en el que participó, y eso me pareció encantador.

¿Qué edad y estado de salud tenía Abad Medina cuando lo contactaste?
Ahora tiene 80, y cuando lo conocí tenía unos 75. Estaba cuidado, pero en perfecto estado para hablar y relacionarse. Y daba la impresión de haberse preparado toda la vida para ese momento. No como alguien que se entrena explícitamente, sino como si el tiempo lo hubiera llevado a encontrar el momento justo para hablar, con distancia, incluso poniendo en duda ideas que él mismo había tenido de joven. Sobre el tema de la lucha armada, me da la sensación de que llegó a una posición que le permitió ver todo con otra perspectiva. El libro, como sabés, es un recorte que va de la ejecución de Aramburu a la muerte de Perón, un período de apenas cuatro años.

Sí, no hay nada de lo que vino después del golpe. Termina con su relación con Perón.
Exacto. Creo que decidió limitarse a ese período porque para él el proceso termina ahí. En realidad, según se desprende del libro, el verdadero punto final es la muerte de Rucci. Para él, eso es un golpe a Perón, un desconocimiento de unas elecciones ganadas con más del 60 % de los votos. No se podía entender que sucediera algo así. Él, como encargado de vincular al peronismo histórico y a Perón con los grupos armados —a los que Perón le pedía controlar—, al ver ese escenario decide no seguir con esa misión y rompe con esos grupos, con los que tenía contacto.

Ahí se vuelve verdaderamente peronista, ¿no?
Sí, hay un movimiento retráctil: vuelve a Perón y a sus textos. Él dice que hubo una confusión por parte de las organizaciones armadas, que se fueron izquierdizando, influenciadas por los marxistas y trotskistas presos. Por ósmosis, en los diálogos carcelarios, esos presos inocularon a los peronistas —que no habían leído a Perón— la idea de que el peronismo era una fuerza de izquierda. Para él, eso es un invento.

Es interesante porque una de las particularidades de la figura es que su relación con los grupos armados, en particular Montoneros, además de una cercanía a lo largo de la resistencia, tiene una cuestión de sangre en todo sentido. Porque su hermano es Fernando, fundador de Montoneros y muy probablemente autor material de la muerte de Aramburu... aunque ése es un secreto que se llevaron a la tumba. Pero lo que Juan Manuel relata sobre su hermano Fernando da una idea de eso: no solo la posibilidad de morir, sino la necesidad de matar, que para este grupo de gente, además profundamente católico, pone todo en cuestión.
Sí, yo creo que eso es un hecho. No sé si recordás, hay una escena en la que a Juan lo llaman por teléfono a una casa que no era la de él. ¿Viste cómo se iban desplazando los puntos de encuentro? Los lugares donde recibían las llamadas eran zonas muy vigiladas. El hermano había desaparecido, y él tenía la intuición de que estaba en algo, pero seguía siendo un secreto. Fernando reaparece a través de una llamada que lo convoca al mismo lugar donde se vieron por última vez —si no me equivoco, y corregime si me equivoco—, creo que fue en la casa de Marechal o en la manzana de la casa de Marechal. Ahí lo suben a un auto y está Fernando. En ese viaje, Fernando le cuenta lo horrible que es la experiencia de matar.

Ese momento es tremendo, parece una escena de teatro, de cine. Está muy bien contada en el libro, es estremecedora.
Sí, totalmente. Y eso me interesó mucho.

Yo leí Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, y me impactó muchísimo. Después me quedó pendiente lo otro. Pero hay una relación entre Fernando Abal Medina, Marechal y la novela que publica después de morir —si no me equivoco, Megafón o la guerra— que es muy significativa.
Sí, es una obra apasionante, aunque no la tengo estudiada en profundidad. Lo más loco es que el libro aún no estaba publicado, eran pruebas de galera. Pero ellos tenían mucha confianza con Marechal. Supongo que eso tenía que ver con los vínculos entre el peronismo y el catolicismo. Había un ambiente difícil de imaginar hoy, una deriva conocida: la de los grupos católicos hacia el peronismo, especialmente hacia su dimensión iniciática ligada a la lucha armada. Fernando Abal Medina y sus compañeros —ahora no recuerdo los nombres— habían leído esas pruebas, donde hay una escena en la que se secuestra y ejecuta a un militar. Para Juan, eso fue una inspiración. La curiosidad por las montoneras también lo fue. Ellos veían ahí una forma de restauración. Querían restaurar esas agrupaciones que funcionaban como patrullas justicieras, para compensar lo que consideraban un desequilibrio de fuerzas en la historia argentina. Yo recordaba el libro de María O’Donnell, no sé si lo leíste, sobre el secuestro de Born. Hay un momento en el que aparece Firmenich. No quiero hablar de indiscreciones, pero me parece que no fue un lector feliz del libro de Juan Abal Medina.

Ah, mirá.
No quedó contento.

Me parece bastante razonable que no haya quedado contento...
Sí, es bastante lógico. En el libro de María, ella cuenta que va a Barcelona a encontrarse con Firmenich, y él no la recibe. Medio que la hace dar vueltas. Finalmente se encuentran por intermedio de la esposa de él, en un restaurante de la Barceloneta. De esos lugares a los que nunca hay que ir, que te cobran una fortuna por una porción de rabas. Bueno, ahí se encuentran y él le da una explicación que yo asocio mucho con lo que pasó en los 70. Le dice: “Cuando estudiábamos historia, estudiábamos el fusilamiento de Dorrego. Bueno, ahora van a estudiar el fusilamiento de Aramburu”. Esa escena, esa lógica de contraprestación, de equilibrio entre hechos violentos de la historia argentina, ayuda a entender —aunque de manera muy sintética— lo que pasaba por la cabeza de quienes protagonizaron esos hechos.

¿Cómo armás tu justificación para un hecho tan terrible? Una cosa muy interesante es que Juan Manuel llega a un lugar —no te digo de influencia— pero sí de relación muy importante con Perón, con Galimberti, con Rucci. Es un lugar central, siendo muy jovencito y no siendo peronista, porque él no se reconoce como peronista, como decís vos, hasta muy tardíamente. Eso es revelador de la personalidad de Abal Medina, y un poco también de la de Perón, ¿no?
Sí. Yo creo que lo que lo es el apellido. Era un apellido fantasmático, con ciertas resonancias. Por las relaciones que tenía Abal Medina, por su formación en el Ejército y su contacto con el poder militar, introducir ese nombre era como una marca. Permitía activar ciertas vibraciones, no solo por la ejecución de Aramburu, sino por lo que implicaba simbólicamente. Creo que fue una jugada de Perón, casi literaria: poner en el lugar de las negociaciones con los militares a alguien que era hermano de uno de los supuestos ejecutores de Aramburu. Eso generaba respeto, o al menos una pausa.

Y hay una anécdota que cuenta Juan en el libro, muy buena, sobre su odio a López Rega.
Sí, eso es una constante del libro. Es una obsesión. Lo detestaba, más allá de lo criminal, por lo pusilánime que era. No podía entender cómo una persona podía ser tan arrastrada. Hay un episodio que cuenta: Gelbard intenta organizar un acercamiento entre López Rega y Abal Medina. Y a Abal Medina, según cuenta, lo miraba de una manera extraña. Después alguien le dijo que López Rega pensaba que él era una especie de príncipe, una reencarnación. Y durante ese almuerzo en el Ministerio de Economía, López Rega pensó todo el tiempo que Abal Medina lo iba a tirar por la ventana. Que lo iba a matar. ¡Fijate el nivel de esoterismo y de delirio! Enfermería y violencia paramilitar combinadas. Eso pasó en la política argentina. Tres elementos: lo esotérico, lo paramilitar y el hecho de que López Rega era quien le suministraba las pastillas a Perón, que tenía cáncer de próstata. A veces se las daba y a veces no. Administraba su salud, su cuerpo. Y ahí entra Isabel, que Juan no critica directamente, pero uno puede deducir que, si no fue capaz de bloquear esa relación tan íntima entre Perón y quien debía custodiarlo, delegó algo que le correspondía a ella. Esa delegación es clave.

Cada vez que aparece López Rega en el libro, hay un desdén total. Era como entrar en un mundo sin razón, donde decía cosas delirantes. Juan hablaba con Gelbard, con Rucci, con gente con responsabilidades, y de pronto entraba López Rega con alguna estupidez. Siempre desesperado por tener que hablar con él.
Sí, es que López Rega era una presencia casi inmaterial. Estaba ahí, como un fantasma. Pero algo tenía, por algo estaba. Todo lo que ocurre a su alrededor es insólito. Yo pienso en la frase de Daniel Guebel sobre el peronismo, que dice que es "nuestro cuento oriental". Por cosas como estas. Como cuando en ese almuerzo con Gelbard y Abal Medina, López Rega dice: “Perón está muerto”. ¡Y faltaba como un año para que muriera! Pero lo afirmaba en esos términos oscurantistas, como si fuera una verdad mística. Y ese delirio después tenía consecuencias reales.


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Sí, tenía consecuencias reales, muy impresionantes. Y hay otra cosa notable: conocer a Abal Medina, con todo ese peso simbólico de ser el hermano del fundador de Montoneros —del fundador casi material, si se piensa en el acto sacrificial de Aramburu—, y ver que su vínculo más fuerte, empático y cariñoso era con Rucci. Vos sos más joven, pero yo viví esa época, y el enfrentamiento entre Montoneros y Rucci era incluso más brutal que con los militares. Ese lazo entre Abal Medina y Rucci es fascinante.
Sí, le decía "el Petiso". En el libro Juan cuenta que Perón tenía dos debilidades filiales: Galimberti y Rucci. Cuando lo matan a Rucci, no matan solo al secretario general de la CGT, matan a alguien a quien Perón quería como a un hijo. El daño que le hicieron no fue solo político, fue emocional. Cuando Abal Medina va a Olivos, Perón le dice: “Me mataron a un hijo”. Ese es el tipo de cosas que pasan en el peronismo. Todo puede ocurrir. Es como una pan-literatura.

Totalmente.
Y sobre la importancia de Rucci y su relación con Abal Medina: el regreso material de Perón tiene mucho que ver con el apoyo de Rucci. No hay que ser un genio para deducir que, durante el exilio, Perón vivió en gran parte gracias al apoyo económico de los gremios. Esa vida sin apremios materiales fue posible gracias a eso. Y ahí también hay una discusión sobre quiénes crean las condiciones para su regreso. Si ves el espinel del libro, Juan es muy delicado, muy admirable. En vez de cargar las tintas en los momentos en los que podría hacerlo, se retira. Y dice algo clave: que la política argentina necesitaba sincerarse. ¿Cómo podía ser que la fuerza popular más grande estuviera proscripta tantos años? Había una tensión reprimida, que terminó explotando en la ejecución de Aramburu. El nunca dice que justifica esa violencia política, pero deja claro que lo que había que hacer era parar esa dinámica y lograr que Perón volviera, que fuera elegido democráticamente, que el peronismo regresara. A la distancia se ve que era un Perón más conservador, pero seguía siendo Perón.

Aprovecho para contarte que, por ejemplo, yo estuve en la plaza cuando se fueron los Montoneros. Creo que fue el primero de mayo del ’74. Yo era de la Fede. Pero viste, cuando pasaba algo político interesante, íbamos a la plaza. Estuve y lo vi todo. Me impresiona un poco, porque es como haber estado en un episodio histórico, como el desembarco de Normandía, ¿viste? Esos momentos importantes en los que uno quisiera estar.
A mí me hubiese gustado estar también. En ese, al menos, no como los que dicen que estuvieron y no estuvieron. Conozco —esto no tiene nada que ver— a un mozo que atendía en Miramar, el restaurante de la avenida San Juan. Siempre contaba alguna anécdota histórica. Decía: “Yo estuve el día que Casildo Herrera dijo ‘yo me borro’”. Y decía también que el día que Perón echó a los Montoneros de la plaza, la vio a Cristina. Le preguntamos cómo la reconoció, y respondió algo increíble: "La reconocí por el pelo".

¡Pelo que no iba a ser famoso hasta 30 años más tarde! (Risas) Pero yo estuve en la plaza, eso te lo garantizo. Y estoy muy contento de haber ido. Nadie más alejado del peronismo que yo, pero me pareció extraordinario haber estado en ese episodio. Fue un momento increíble. No es que estaba sin entender lo que pasaba: me daba cuenta perfectamente. De hecho, cuando empezó la confrontación verbal entre Perón y los Montoneros, dijimos “vámonos, porque acá se va a armar un quilombo terrible”. Y nos fuimos por Diagonal Norte, cuando de repente vimos una estampida. Nos dimos vuelta y venían todos corriendo. Hubo conatos de pelea, no fue solo una retirada; hubo tole tole con los sindicatos que estaban al frente.
En el libro de Juan, él también destaca la relación de los Montoneros con Perón y con Cámpora. Abal Medina es un institucionalista. Ve muchas desprolijidades en todo eso. Hay un hecho que me enteré por él: el día que asume Cámpora, casi no había policías en las calles. Es un hecho histórico, pero que del que no se habla mucho porque había una especie de voluntad de convertir la fiesta popular de la asunción de Cámpora en una zona franca y ese día hay tres muertos. Según Juan Manuel, Cámpora no estaba ni enterado porque en ese momento no había teléfonos. Las comunicaciones eran otra cosa. No digo que te avisaban con un chasqui, pero casi.

También lo de la liberación de los presos. Para mucha literatura de izquierda de los '70, esa fue una noche de triunfo, de liberación. Pero Abal Medina dice: “no fue una noche feliz para mí”. Ver a los del ERP saliendo con el puño en alto le dio desesperación.
Le pega fuerte a Righi, que era ministro del Interior de Cámpora. Dice que no tenía nada de peronista, porque las decisiones peronistas son decisiones de Estado, no informales. Juan es muy formalista, además de un gran lector de esos momentos. Es raro lo que pasa con él, porque él fue testigo y protagonista. Podría haberse autocelebrado, pero tiene un talento especial para mirarse a la distancia, restándose importancia. Me impresionó conocerlo, dialogar con él. Nunca se sube a ningún caballo. Cuando hacíamos el libro, al principio charlábamos para ver cómo organizarlo, y de repente se largó a escribir frenéticamente. Es muy bueno escribiendo. Tiene economía de escritura. Sabe qué sobra y qué no puede faltar. Y no es alguien que haya dedicado su vida a escribir. Lo hizo como un maestro. Lo recuerdo con su café de filtro, toneladas de chocolate negro de Rapanui, hablando. Y lo más impresionante: no estaba. No en el sentido literal, sino que no protagonizaba. Desde su punto de vista, lo que vivió fue un incidente. Alguien tenía que cumplir la misión de ser vínculo entre Perón y la Argentina, Perón y los militares, Perón y los gremios. Le tocó a él. Pero no se jacta de nada. Era como un Lollapalooza con veinte escenarios simultáneos, y él pendiente de que no se le desborde ninguno. Muy increíble su figura. Y muy entrañable también.

En la última parte del libro se nota que quiere salir de ese lugar. Es protagonista, pero no quiere serlo. Como en El Padrino, cuando Al Pacino dice: “cuando pensé que ya estaba fuera, me arrastraron de nuevo”.
Le pasa eso. Y se angustia. Tiene una personalidad de autoborramiento. Yo creo que recién empezó a escribir el libro cuando entendió algo. No todo. Pero algo. Pudo haber hablado durante todos esos años, porque fue protagonista, pero no lo hizo. Eso me encanta de él. Esa figura misteriosa. Él se encontró con los materiales que quedaron de su experiencia y que uno, digamos, sospecha que son los más importantes. Porque yo cuando lo vi por primera vez dije, "Abal Medina", porque te imaginás ese nombre... El hermano, el hermano del hermano. Y toda la idea que yo tenía de él no sé si yo podía haber tenido una idea más más lejana de aquello con lo que me encontré cuando lo conocí. Y mientras lo sigo conociendo porque establecí una relación de mucho cariño Y cuando nos vemos, siempre espero el momento que diga algo, porque sé que lo que vaya a decir, no importa de qué, va a ser interesante. Capaz que de la actualidad argentina, va a decir algo que vale la pena, que vale mucho más la pena de lo que uno pudo haber pensado. Ya te digo, porque funciona a otra velocidad. Funciona la velocidad de la sabiduría. Eso es por los años y también por carácter. Porque creo que a los 25 ya era así. Ese momento como de lucidez de decir, "bueno, yo no sé nada de nada. Ignoro casi la totalidad hasta de lo que me ocurrió a mí, pero hay una cosa que me parece que puedo decir algo, sobre la que puedo decir algo". Yo creo que eso es lo que le pasó.

No sé si participaste en la elección de la tapa que tiene el libro, pero es una foto extraordinaria. Es un momento histórico muy conocido. Está Rucci sosteniendo el paraguas en la primera vuelta de Perón. Está Cámpora en el costado izquierdo, pasando medio distraído, y se lo ve a Abal Medina con la mano en la pera, estando y no estando, siendo protagonista y testigo, reflexionando sobre el tema, mirando a otro lado porque está controlando que las cosas no salgan mal. Es una foto extraordinaria que, de alguna manera, simboliza muy bien el libro.
Alguna vez él dijo; "Estaba pensando en Fernando...". Pero, otra vez hablando conmigo y con Paula Pérez Alonso, la otra editora del libro, dijo que estaba pensando en eso que decís. "Esto puede terminar en un quilombo infernal". Estaría pensando: “Estoy al lado del avión y alrededor hay millones de personas. ¿Cómo se controla esto?” ¿No?

Abajo de la lluvia, además, con todos los elementos dramáticos que metió el guionista, ¿no?
Ese fue verdaderamente un momento de la historia... no sé si comparable. Bueno, capaz que en la guerra civil pasó algo así, pero algo parecido con tanta intensidad durante tanto tiempo… En esa unidad de tiempo de cuatro años pasó de todo.

Me quedó una sola cosa para preguntarte, Juan. Hay un personaje que me llamó mucho la atención, bastante fantasmal, con un cariño de Perón muy marcado y una relación de intermediación muy fuerte: Norma Arrostito. Ella aparece al principio del libro. Juan la va a ver mientras ella está en la clandestinidad y tiene una dimensión mítica, fantasmática, muy relevante. Lo que me llamó la atención es que Perón preguntaba expresamente por ella.
Yo creo que Juan tuvo una relación de cariño con ella. Como lector del libro, lo que intuyo —teniendo en cuenta la juventud de Fernando— es que Arrostito era varios años mayor. Había sido novia de un revolucionario, a quien dejó por Fernando porque se fascinaron mutuamente. Fue ella quien lo llevó a Cuba. A mí me gusta mucho el melodrama, y pienso: ¿por qué no introducir una gota de Puig en la historia de la violencia política argentina? ¿Y si el enamoramiento de Fernando Vaca Narvaja por Arrostito fue una de las razones por las cuales se entregó a esa especie de holocausto? Nos olvidamos de que después lo mataron. Es decir, después de que él mató, lo mataron. Ese cliché del western que dice “matar o morir” acá es “matar y morir”.



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