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Podcast - Diego Vecino
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Podcast - Diego Vecino

#3 | Diego Vecino sobre "Hillbilly Elegy", de J. D. Vance.

Como les prometimos, además de conversar con autores de libros, en este espacio vamos a charlar con lectores especializados sobre obras que nos resulten especialmente interesantes. En este caso vamos a conversar con Diego Vecino, sociólogo de origen peronista, pero que, en los últimos tiempos, está haciendo una lectura de la era Milei más original y menos adocenada que las que se leen habitualmente. Diego aparece en la redes como “Contrarreforma” y está impulsando una revista digital llamada “Dólar barato”.

Con Diego estuvimos hablando sobre el libro publicado en 2016 por J. D. Vance, el vicepresidente de los EE.UU, contando de manera autobiográfica sus orígenes en una ciudad pequeña de Ohio, su adscripción a la cultura rural de la zona, conocida como “hillbilly”, los problemas sociales y personales derivados de la decadencia de la zona, y su impensado camino de superación, que incluye a los marines y un doctorado en Yale. El libro se llama Hillbilly Elegy y tiene una adaptación en Netflix que no le hace justicia. Vance hizo su aparición internacional sentado junto a Trump, ladrándole a Zelensky, en un episodio tan lamentable como memorable, pero que no debería oscurecer esta historia apasionante y a un personaje realmente poco común.

Disponen del audio y acá les compartimos una transcripción ligeramente editada para evitar repeticiones pero que intenta respetar el aire coloquial.

Hoy vamos a arrancar el ciclo de conversaciones sobre libros con "lectores calificados". Tenemos muchas entrevistas con autores de libros, pero me parece que hay obras muy interesantes cuyos autores, por algún motivo, no son accesibles. Sin embargo, existen lectores muy calificados con los que se puede conversar. Hoy vamos a hablar con Diego Vecino. Diego nos habla desde Colombia, donde está trabajando. Es sociólogo, está en las redes sociales como Contrarreforma y escribió una serie de artículos sobre política muy atractivos, divertidos y punzantes. Primero los escribió en solitario y ahora lo hace en el contexto de una plataforma-revista llamada Dólar Barato. En una de esas notas, Diego hablaba mucho del libro del vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance, Hillbilly: una elegía rural. Yo había visto la película basada en el libro, con Glenn Close y Amy Adams, y me pareció una típica historia de superación personal, sin nada extraordinario. Sin embargo, los escritos de Diego me entusiasmaron, leí el libro y me pareció una obra central para entender la política de Estados Unidos en los últimos años. Eso me dio ganas de charlar con Diego sobre esto. Así que, primero, contame, ¿cómo te acercaste a Hillbilly?
Lo leí en 2016, cuando salió. Tengo cierto fanatismo por la cultura rural norteamericana, digamos. Me gusta mucho el género del gótico sureño en literatura; soy bastante lector de eso. De hecho, mi biblioteca tiene muchos volúmenes de ese tipo: leo mucho a Faulkner, a Flannery O’Connor, ese género. También soy muy consumidor de música country, del género en general. Entonces, cuando salen cosas relacionadas con eso, las leo, las consumo. Cuando salió el libro de Vance, se vendió como una especie de lectura sobre la cultura hillbilly, que es la cultura rural de los Montes Apalaches, en el estado de Kentucky y esa zona. Pero también se presentó como un ajuste de cuentas o una reflexión sobre la cultura declinante de la clase blanca en los estados que, durante las décadas del 40, 50 y 60, habían tenido una industria pujante —acerera, automovilística, etcétera— y que, en el momento de la publicación del libro, en 2016, se encontraban en un estado asolado por las drogas, los opiáceos. Eran estados donde Trump tenía un apoyo fuerte. El libro salió a mediados de 2016, si no recuerdo mal, justo cuando estaba culminando la interna del Partido Republicano y ya se veía que Trump iba a ganar de forma insólita. Los republicanos lo leyeron con simpatía, pero también los demócratas, porque de alguna manera anticipaba el resultado de esa interna y, meses después, se leyó como una anticipación del triunfo de Trump.

Es muy paradójico, porque tengo entendido que en ese momento Vance estaba más cercano al Partido Demócrata que al Republicano. Por lo menos, en lo que cuenta en el libro, su abuela, un personaje esencial en su vida —prácticamente la persona que lo salva de la miseria de esa zona—, era básicamente demócrata.
Sí, de hecho, el libro empieza contando que él nació en 1984, el mismo año en que nací yo. Él dice que en ese año su abuelo, que había votado toda su vida a los candidatos demócratas, votó por primera vez a un republicano: Reagan, porque “odiaba al hijo de puta de Mondale”. Ahí él narra esa especie de transformación o degradación de las identidades tradicionales demócratas, que de alguna manera acompañan la promesa fallida —o la realización de que esa promesa de la sociedad industrial, la sociedad salarial, que había sido el gran proyecto demócrata durante las décadas del 40 y 50, empezaba a fallar—. Para mí, el libro tiene una gran virtud: se puede leer literariamente y se inserta en cierta tradición literaria norteamericana. En los 80 y 90, la literatura norteamericana empieza a pensar qué salió mal con el American Dream. Tenés, por ejemplo, Pastoral americana de Philip Roth o Pánico en Las Vegas. Los grandes novelistas norteamericanos empiezan a preguntarse por qué se fue todo a la mierda, por qué se rompió la sociedad que habíamos construido y que parecía prometer inclusión y consumo sin fin. El libro de Vance, me parece, se inserta en esa tradición, porque narra esa promesa rota de la sociedad industrial, pero también le da una vuelta de tuerca al narrar la crisis del orden que se construyó sobre esa promesa rota: el orden neoliberal, que es lo que le sucedió. Vance escribe 30 o 40 años después de esa primera ruptura. Escribe en 2016 y cuenta cómo la sociedad industrial no fue capaz de integrar a sus abuelos —o rompió la promesa de integración—, pero también cómo el orden neoliberal le soltó la mano a su madre o a su padre. Narra esa doble promesa rota. Él es hijo de esas dos rupturas, digamos. Le rompen el contrato dos veces.

Glenn Close, como la abuela de Vance y Amy Adams, como su madre, en la adaptación hecha por Netflix.

Contemos un poco la historia.
Vance nace en Middletown, Ohio. Sus abuelos nacen en Jackson, Kentucky, un pueblo en el corazón de los Montes Apalaches. Ellos migran al estado de Ohio, a Middletown. De hecho, él constantemente hace el chiste de que es el pueblo que está “en medio de las cosas”, que no es nada. No hay nada, exacto, y representa la identidad tradicional de la Norteamérica normal. Esa migración que narra tiene nombre y apellido: son sus abuelos quienes migran. Muchos hillbillies migraron durante los años 40 a los estados del Rust Belt, sobre todo a Ohio, donde estaba la industria acerera fuerte, porque demandaba mano de obra.

A buscar trabajo.
Exacto. Entonces, ellos hacen ese proceso migratorio. La madre de J. D. Vance nace en Kentucky, pero él ya nace en Ohio. Sin embargo, todos los veranos vuelven a Kentucky y pasan las vacaciones allí. Así, él representa esos dos espacios, que son dos espacios de identidad importantes, con su propia tradición: el espacio rural y montañoso de Kentucky y el espacio fabril e industrial de Ohio. Eso es un poco lo que cuenta todo el tiempo.

Y ahí aparece un personaje muy importante: la droga. Es una zona muy azotada, sobre todo por la crisis de los opiáceos. En su momento, me vi todas las miniseries documentales y leí un par de libros sobre la crisis de los opiáceos porque me parece un fenómeno increíble: es una crisis de drogas que viene de recetas legales. La industria farmacéutica es protagonista absoluta de ese episodio. Lo que se veía en esas miniseries era que en esta zona de los Apalaches la gente tenía trabajos muy duros —en minas, fábricas, siderurgia— y sufría muchos dolores por la actividad física. Iban al médico, y este, influido por la industria farmacéutica, les recetaba un opioide nuevo “que no creaba adicción”. Así se generó todo esto. Esto se encarna particularmente en la madre de J. D. Vance, que es una drogadicta perdida. Es absolutamente incapaz de mantener una pareja estable, cambia de padre sistemáticamente, y su único referente familiar fuerte son los abuelos.
Sí, es muy sintomático lo que contás. La madre era enfermera, y así tuvo contacto con este tipo de drogas. Empieza con drogas más blandas y termina adicta a la heroína, haciendo ese recorrido. Ahí te das cuenta de que ese mundo laboral fabril e industrial, que portaba cierta promesa de integración, se va retirando. Entre el principio del libro y el momento clave —la muerte del abuelo, cuando todo se va a la mierda familiarmente— hay un proceso de degradación del tejido social en el pueblo de Ohio donde vivía. Ese proceso está acompañado, muy literariamente —un poco estilizado, pero muy bien narrado—, por la degradación física y, en algún punto, moral de la madre. El libro de Vance hace todo el tiempo una especie de llamada moral: la madre se vuelve cada vez más violenta, más promiscua y más adicta a las drogas. Cuando muere el abuelo, la sociedad de Ohio ya está totalmente degradada, las fábricas empiezan a cerrar. Hay un momento en que la fábrica de Armco, donde trabajaban —una gran acerera—, cierra definitivamente, entre los 80 y los 90, y muda parte de las operaciones a algún lugar indeterminado de Asia (no sé si el libro lo aclara). La comunidad se degrada, él se queda sin el abuelo y pierden los puestos de trabajo. Ahí es cuando decide unirse a los Marines.

Es la salvación. La historia de superación personal está siempre guiada por la única roca en la que puede afirmarse: su abuela. Resumiendo una historia larga, tiene una experiencia en los Marines y está en Irak, aunque no en combate, sino en un rol de comunicación.
Sí, se encarga de las comunicaciones de los Marines en la operación de Irak, siempre desde una posición más bien intelectual.

Después toma decisiones muy virtuosas. Unirse a los Marines le da un espacio de contención y comunidad que, en esa zona, solo la iglesia puede ofrecer. Él menciona bastante el tema de la iglesia, no en términos morales, sino como comunidad, lo único que puede salvarte en ese Titanic que es la sociedad.
Sí, totalmente. Su padre biológico lo abandona rápidamente y no lo reencuentra hasta que tiene 9 o 10 años. En ese momento, el padre vuelve. Era un desastre: alcohólico, drogadicto, etcétera. Pero ¿qué lo salva? Su conversión a una especie de pentecostalismo o evangelismo milenarista muy duro, que predica que el mundo se creó hace 6.000 años, que está a punto de destruirse y que exige un tipo de vida moral estrictísima: no solo está prohibido el alcohol, sino también escuchar música rock o coleccionar tarjetas de béisbol. Sin embargo, eso le permite al padre encontrar cierta redención, volver a formar una familia, tener hijos y ofrecer algo de estabilidad. Vance también pasa por una especie de conversión. En un momento se da cuenta de que ese camino no le termina de cerrar. Dice algo como: “Bueno, claramente hay aquí un camino de redención y salvación, pero no es lo que estoy buscando”. Más tarde, se convierte al catolicismo, algo que en Estados Unidos, especialmente en la zona de los Montes Apalaches —el llamado Bible Belt—, es raro, bastante extraño. Pero él termina descubriendo el catolicismo, se convierte en 2019 y escribe un artículo titulado “How I Joined the Resistance” (“Cómo me uní a la resistencia”), publicado en 2020. Nosotros lo traducimos y publicamos en Dólar Barato. Ese artículo me parece una especie de continuación de Hillbilly Elegy, porque retoma su coqueteo con el pentecostalismo y, luego, en Yale, con el ateísmo cool, el nuevo ateísmo de Hitchens y Dawkins. Su descubrimiento del catolicismo, que ya está pincelado de forma inconsciente en el libro, me parece un vector importante en su relación con la religión, como mencionabas. Pero el protestantismo no le da lo que busca.

Ahí aparece otra trayectoria anómala en la biografía de Vance: su incursión universitaria, primero en la Universidad de Ohio y después en Yale. Hay un dato que yo desconocía por completo: por el sistema de becas, es más barato intentar entrar a una universidad de la Ivy League que a una estatal. Él prueba fortuna en Yale, entra, se gradúa y se convierte en un típico abogado de la costa este. Hay una anécdota extraordinaria: cuando ya se ha recibido en Yale, trabaja en eso y está en otra liga —ya salió de su mundo original—, vuelve a Ohio, se detiene en una estación de servicio a cargar combustible y la empleada lleva un buzo de Yale. Él le pregunta: “¿Fuiste a Yale?”. “No, me lo regalaron. ¿Vos fuiste?”, le responde ella. Y él lo niega. Vance dice: “No, no, un primo mío fue”. Dentro de su estrato social original, le da vergüenza admitir que fue a Yale. Es una anécdota excelente.
Sí, está muy bueno que la hayas recordado; ya me la había olvidado, pero es verdad, es genial. Él explica que, si vienes de un medio socialmente “desafiante”, digámoslo así, Yale y este tipo de universidades te ofrecen muchas facilidades de financiación y becas. Es más barato que si vienes de estratos altos. Él logra acceder, obviamente con mucho esfuerzo, y cuenta esa historia de autosuperación. La película de Netflix, como decías al principio, se centró en esa pequeña historia como si fuera de autoayuda, lo que, para mí, desmerece mucho el libro. Él relata constantemente que, en esa última etapa, mientras estudia, empieza a sentirse incómodo en los dos lugares. En Yale se siente fuera de su medio, con escenas que lo reflejan todo el tiempo.

Incluso desconoce códigos sociales ajenos, ¿no?
Totalmente. Por ejemplo, los cubiertos en esas cenas agresivas donde se buscan oportunidades laborales. Hay una escena en la que cuenta que le ofrecen vino durante una de esas cenas. Él se sentía orgulloso porque sabía que existían el vino tinto y el blanco; ese era todo su conocimiento. Le preguntan qué vino quiere y dice “tinto”. Cuando le preguntan qué cepa, no sabe qué responder, le rompe la cabeza y se siente un idiota. Hay muchas anécdotas así. Pero también, cuando vuelve a Ohio o a Kentucky, se siente extranjero ahí. Llega un momento en que se siente extranjero en ambos lugares.

Esa anécdota de la estación de servicio lo demuestra bien: ya no puede mostrarse tal como es, no puede revelar su verdadero ser, que está en los dos lados, y tiene que ocultar una parte. Eso es muy atractivo.
Sí, totalmente. Me parece que es lo mejor del libro y una de las cosas que lo hace interesante. Él pivotea constantemente en esa cualidad de ser extranjero en ambos mundos. Esto también lo cuenta en el artículo sobre su conversión al catolicismo: dice que, cuando piensa en el problema de la clase blanca obrera de los hillbillies, lee a los conservadores tradicionales y encuentra un discurso que patologiza esa cultura, que pone demasiado énfasis en los defectos personales y sostiene que cada uno debe levantarse por sus propios medios y trabajar. “Ese discurso me parece bien, es cierto —dice—, pero en algún punto lo siento alejado o demasiado cruel”. Por otro lado, ve el discurso progresista o liberal demócrata, que es más compasivo pero pretende resolver todo con dinero, recursos, planes, welfare. “Si bien los recursos son bienvenidos y necesarios —agrega—, muchas veces veo que ciertos defectos proliferan en ese medio; cuando financiás ese tipo de cultura o defectos culturales, estos se propagan”. No puede elegir ninguno de los dos. “No me sirven —dice—, los dos están equivocados”. El libro, en cierto modo, va en contra de ambos y busca un camino intermedio. Cuando se convierte al catolicismo, afirma: “Encuentro en el catolicismo una cosmovisión que suple los defectos de ambas posturas: una mirada compasiva sobre la pobreza, pero que también se hace cargo de los defectos individuales y le pide al individuo que sea mejor”.

Claro, que no lo desresponsabiliza.
Eso marca una gran diferencia. Creo que es lo que hace a Hillbilly tan interesante y lo que, de alguna manera, anticipa el trumpismo: la derrota del discurso conservador tradicional y del discurso demócrata o liberal tradicional, que permite la emergencia de Trump. También ese lugar de extrañeza desde el que escribe J. D. Vance y desde donde habla Hillbilly Elegy lo construye como figura política, porque antes del libro no era nadie.

No, eso es muy impresionante. Provocativamente, pensaba si desde Mi lucha de Hitler algún otro libro había tenido un efecto político tan grande.
Fue un best-seller y, entre otras cosas, lo reposicionó. Terminó llamando la atención de Trump, quien lo eligió como vicepresidente, ¿no? Totalmente. Construyó su carrera política. De hecho, estuve viendo que tiene dos reseñas en el New York Times, lo cual es un logro en sí mismo. Para el medio académico, que te lean dos veces y publiquen dos reseñas completas es muchísimo. Fue best-seller, tuvo unas 15 reediciones, la película de Netflix… Todo eso catapultó a Vance desde no ser nadie a convertirse en senador por Ohio y, hoy, en vicepresidente de Trump. No se me ocurre otro libro que haya logrado algo así. No solo construyó su carrera política, sino que lo convirtió en una figura intelectual. Escribe artículos, pequeños ensayos, interviene de manera intelectual y lo catalogan como “el vicepresidente escritor” o “el vicepresidente intelectual”. Creo que no ha habido una figura política así en Estados Unidos, al menos desde Reagan hasta ahora, porque generalmente los libros son posteriores.

Son parte de su trabajo, digamos. Ahí el libro es consecuencia, no causa. En este caso, es la causa. Le sacás el libro a Vance y es solo un abogado de Yale con una historia particular y pintoresca, nada más. Ponés el libro y entra en escena. Es muy impresionante.
De hecho, hay un podcast que me gusta escuchar, hiperprogresista, vinculado al ala más izquierdista del Partido Demócrata, llamado Know Your Enemy. Se dedica a diseccionar figuras del movimiento conservador, desarrollando sus biografías en episodios de dos horas. Analizan a Peter Thiel, Trump, Elon Musk, Curtis Yarvin, etcétera. Está muy bueno. En el capítulo sobre J. D. Vance, el periodista que lo conduce narra su historia y dice: “Yo tengo la misma historia. También salí de Kentucky, me crié en un medio rural pobre. Mis abuelos también se mudaron a Ohio. Tuve el mismo derrotero por la América industrial. También me convertí al catolicismo”. Contaba exactamente lo mismo, paso a paso, pero con cierta amargura y envidia agrega: “Bueno, pero yo no soy vicepresidente de Estados Unidos. Soy una figura pública, un ensayista, pero no soy J. D. Vance. ¿Cuál es la diferencia?”. Llega a la conclusión de que la diferencia es Hillbilly Elegy. Es el libro que capturó la imaginación, los sentimientos o lo que flotaba en ese momento puntual de la historia norteamericana, 2016, y que narra o captura la transformación entre la crisis del neoliberalismo y el posneoliberalismo, o trumpismo, o como quieras llamarlo. Ahí hay un punto importante.


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Sí, la verdad es que leyendo el libro ahora, retrospectivamente, uno piensa: “¿Cómo no iba a ganar Trump?”. Porque se siente el nivel de postergación en esos estados. Siempre pienso en los Late Night Shows, que me atraen y me repelen a la vez. Todo lo que sea cultura del entretenimiento norteamericano me fascina, pero esos tipos me generan un gran rechazo. Entiendo que un hillbilly probablemente ni los conozca. Hay un salto cultural enorme, un desprecio por el redneck en los Late Night Shows —desde los mejores hasta los peores, desde los progresistas hasta los conservadores—. Hay un desdén por el norteamericano que no es de las grandes ciudades, que de alguna manera les llega y les provoca un rechazo enorme. Ahora te dejo hablar, pero antes quiero mencionar un par de cosas que recorté del libro y me gustaron mucho. Una tiene que ver con Obama. Dice algo como: “Mucha gente cree que es musulmán, que no nació en Estados Unidos, pero todo eso son pavadas”. Y cito textualmente: “A la gente de Middletown, el presidente le parece un marciano por razones que no tienen nada que ver con el color de su piel”. Explica que Obama es un abogado millonario, que todo lo que toca se convierte en oro, que se viste con trajes carísimos; o sea, es de otra clase, da igual si es negro, amarillo o azul. Después hay algo que me pareció excelente sobre Michelle Obama, y cito de nuevo textualmente: “Para el trabajo, [Obama] viste trajes, mientras que nosotros llevamos monos, eso si tenemos la suerte de tener un trabajo. Su mujer nos dice que no deberíamos darles a nuestros hijos determinados alimentos y nosotros la odiamos por eso, no porque creamos que está equivocada, sino porque sabemos que tiene razón”. Eso me parece extraordinario. Hay algo patronizing en la cultura de las grandes ciudades, que te dice: “No, no comas comida chatarra, no comas hamburguesas, alimentate bien”. Y el hillbilly piensa: “La puta madre, tiene razón, la odio”.
Esa cita es espectacular, sí, totalmente. Me parece muy buena. Hay un momento clave para mí, no de la campaña presidencial, sino un poco antes. No recuerdo exactamente el año, pero todos los años el presidente norteamericano da una cena en la Casa Blanca para los periodistas. Es un evento de gala total. Suelen hacer un stand-up, contar chistes. Trump estaba invitado y ya había expresado sus intenciones de competir en la interna, o quizás ya estaba en carrera. La cuestión es que Obama hace un stand-up y dedica todo su discurso a denigrar a Trump, lo toma de punto. Si escuchás ese stand-up, es perfecto, excelente. A mí me hace reír mucho porque es muy bueno, está superbien escrito. Pero es la voz del establishment político y económico norteamericano: Obama, elegante, carismático, impecable, un tipo educado para gobernar el mundo, formado en las mejores universidades, con el mejor traje, rosteando a Trump con chistes escritos a la perfección por un equipo de guionistas de primera. Termina con el último chiste, todos se ríen —vos te reís, uno se ríe— porque son muy buenos, hace un drop mic. Y Trump está ahí solo, recibiendo todo ese hate. Para mí, en ese momento algo cambió. Ves eso y te das cuenta de que Trump es millonario —porque no deja de serlo—, protestante, neoyorquino, de origen holandés, con todas las marcas del éxito. Pero en ese medio, en ese instante, rodeado de esa élite intelectual y cultural, es un outsider.

Es casi un hillbilly. ¿No te recuerda un poco al famoso debate Massa-Milei, cuando Massa lo pasa por arriba, lo rostea, como decís vos? Todo el mundo considera que ganó el debate y, cinco días después, el pobrecito Milei lo arrasa en el ballotage.
No sé si es muy parecido, pero hay ciertas similitudes, definitivamente. Massa, de alguna manera, concentra en su persona las marcas del establishment político y económico. De hecho, me acuerdo de una reflexión durante la campaña —no recuerdo quién la hizo—, pero un comunicador del espectro kirchnerista decía: “Para mí, no había manera de que perdiéramos esta elección. Massa tiene el apoyo de todas las cámaras empresarias, de los periodistas, del campo amplio democrático; tenemos el apoyo incluso de Horacio Rodríguez Larreta, después de quedar fuera del ballotage, hasta el implícito de Myriam Bregman. Tenemos a la Sociedad Rural, a la CGT, todo”. Sí, todo. Pero eso, de alguna manera, no es positivo. En el mundo político de hoy, como está configurada la política actual, esos apoyos no denotan identidades políticas; al contrario, expresan intereses corporativos. Es un poco lo que hablábamos recién: Obama, en ese discurso, encarna eso mismo —hipercoacheado, preparado, perfecto—. A Massa le pasó igual en ese debate, proyectando todas las marcas culturales y corporales del político hiperprofesional. Milei, en cambio, representa lo opuesto: el tipo que no está preparado, que viene a sanear todo eso, a oponerse a esas instituciones y esos intereses corporativos, al menos desde lo cultural y lo simbólico. Claro.

Cuando el estado de ánimo de la sociedad es de frustración, ese monobloque de poder que describiste detrás de Massa no puede más que irritarte, ¿no? Porque, digo, si no son ellos los responsables de esa frustración, ¿quiénes son?
Totalmente. Además, en ese debate, Massa era la culminación de 40 años de decadencia económica, política y cultural en la Argentina. Hace cuarenta años que el país viene rompiendo la promesa de integración de su pueblo y, de repente, veías a Massa: absolutamente preparado, perfecto, respondiendo todas las preguntas, humillando a su rival. Y pensabas: “Este es un hijo de puta, este tipo no puede estar gobernando”. Hoy lo volvés a ver: Massa reaparece en escena, en un escenario circular perfecto, con toda la gente a su alrededor ordenada. Es lo mismo que pasa con el kirchnerismo: vuelven a hacer esos actos bien organizados, impecables, con el escenario circular, la gente bien puesta, el video en cámara lenta con banderas, todos coacheados, el discurso le sale excelente. Y vos decís: “Esto es la encarnación de todo lo que ha gobernado la Argentina durante años sin darnos respuestas; al contrario, es como construir un consenso para que en diez años estemos un poco peor que hoy”. En cambio, cuando ves los actos de Milei, es todo lo contrario.




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