En noviembre de 2018, un joven norteamericano, John Allen Chau, desembarcó en la Isla Sentinel del Norte y fue asesinado a flechazos por los aborígenes. La noticia recorrió el mundo y tuvo un gran impacto, aunque hoy no todos recuerden el episodio. El elemento más interesante de la historia era que los habitantes de la Sentinel del Norte eran conocidos por su aislamiento total. Su recibimiento al imprudente joven estaba dentro de los parámetros habituales de su conducta. Esa agresividad y rechazo a lo desconocido convirtieron a la isla en, quizás, el último reducto del planeta no alcanzado por la civilización. Allí vivían y viven, un centenar de hombres y mujeres totalmente aislados del mundo exterior. Las únicas imágenes que tenemos de los nativos fueron tomadas en 1974 por una expedición de la National Geographic: allí se los ve amenazando con arcos y flechas a un helicóptero y recortándose sobre el fondo de la arena de la playa como siluetas misteriosas e incomprensibles.
La Sentinel del Norte forma parte de un archipiélago, dependiente del gobierno de la India, y ubicada en el Golfo de Bengala, entre ese país y Birmania. Las otras islas están habitadas y, aunque en sus selvas viven aborígenes parientes de los sentineles, son menos agresivos y conviven en relativa armonía con el mundo occidental que domina el archipiélago.
El otro elemento de interés de la historia era el motivo por el cual John Chau había tomado la determinación de desembarcar en el lugar más peligroso del mundo. No fue por aventurero ni por error. Chau era un misionero y sabía perfectamente las características de los moradores de la isla. Quería contactarse con ellos y exponerlos a las verdades absolutas del Evangelio.
Me reencontré con la historia, que me había causado profunda impresión en su momento, viendo un documental –lamentablemente no está en plataformas– llamado The Mission, que se mete en profundidad con los avatares de la vida de John Allen Chau. Pensé en un primer momento que para una historia que terminaba de manera tan abrupta –idea, desembarco, muerte– la película debería estar estirada con testimonios irrelevantes y desvíos argumentales. Sin embargo, me encontré con algo mucho más interesante: además de narrar las circunstancias que llevaron al brutal episodio, el documental también reflexiona sobre la idea de evangelización.
Chau pertenecía a una rama del evangelismo misionero que uno podría llamar “radical”. Increíblemente, hay una racionalidad dentro de su locura, una vez que se aceptan las premisas. Y las premisas tienen su base en la Biblia.
Uno de los problemas de los católicos es que se suponía que la Segunda Venida del Mesías, es decir, la resurrección del Señor y el Juicio Final, iban a suceder en vida de los cristianos primitivos. No pasó, transcurrieron dos milenios y una de las justificaciones que se encontró a esta frustrante demora era que no iba a suceder hasta que todos los habitantes del planeta hubieran sido expuestos al Evangelio. Ahí, todos tendrían la posibilidad de aceptarlo –y salvarse– o rechazarlo y vivir en el Infierno por la eternidad. Como si fueran las reglas de un juego de mesa, se pensó que la tarea de los misioneros era completar la Historia y provocar la parusía al llevar la palabra del Señor hasta el último rincón de la Tierra. Una vez que cada habitante del planeta tuviera la oportunidad de elegir o no el catolicismo, allí se produciría la nueva llegada del Mesías y la separación de justos y pecadores para su beneficio o condena eterna.
La mayoría de los convencidos lo son hasta cierto punto. Cuando la creencia llega a un extremo en donde se hace difícil desafiar el consenso circundante o se pone en riesgo la propia vida, las convicciones ceden. La diferencia de John Allen Chau con sus compañeros misioneros, muchos de los cuales testimonian en The Mission, es que él fue consecuente hasta el mismo final. Sintió que tenía que cumplir con su misión evangelizadora incluso, y especialmente, hasta aquel punto en donde era más difícil y riesgoso hacerlo. Era la consecuencia lógica de sus creencias.
En la película hay un testimonio fascinante, el de Daniel Everett, un exmisionero que vivió décadas en el Amazonas, tratando de hacerles entender a los aborígenes sobre la Trinidad y sobre el hijo de Dios que se hizo hombre para expiar los pecados del mundo. Son conceptos culturales muy complejos, que incluso para los teólogos son difíciles de definir y explicar. Para lograrlo, Everett, lingüista y con una facilidad asombrosa para los idiomas, finalmente logró dominar a la perfección el pirahã, la lengua de los aborígenes con quienes convivía, junto a su familia, en la selva amazónica.
El misionero finalmente, después de años y años viviendo en la selva con su familia, de lidiar la bonhomía y la indiferencia de los indios amazónicos, de avanzar primero a ciegas en lenguas extrañas, tropezando una y otra vez durante decenas de años, se dio cuenta de que todo su esfuerzo, el sentido mismo de su vida, era absurdo, estéril y probablemente falso. Entró en una crisis de fe, abandonó la vida en la selva, dejó a su familia –que siguió creyendo y lo repudió– y se convirtió en un experto en la psicología del misionero y también de sus pretendidos evangelizados.
Preguntado sobre la experiencia de John Allen Chau en Sentinel del Norte, Everett contestó con una lógica abrumadora: “El misionero llega con regalos que los nativos no necesitan ya que obviamente son autosuficientes para conseguir su alimentación diaria. Y saben que lo que trae un extraño a la isla probablemente sea enfermedad y muerte, cuando no el secuestro de alguno de sus miembros. Lo más lógico es que intenten eliminarlo lo antes posible”. Los “salvajes”, en definitiva, según su idea, están protegiéndose, como si fueran el sistema inmunitario que trata de neutralizar cualquier objeto extraño en el cuerpo.
Chau llevaba un diario en el cual desplegaba sus pensamientos más íntimos. Gracias a ese registro y al testimonio de los marineros que –violando leyes indias– lo acercaron a la costa de Sentinel del Norte, donde desembarcó solo en una chalupa, sabemos cuáles fueron sus últimas dudas y su convicción final.
Entre el 15 y el 17 de noviembre, Chau desembarcó tres veces, encontrando en las dos primeras reacciones de rechazo entre los nativos, rechazo expresado, entre otros gestos, por un flechazo que fue detenido a centímetros de su pecho por la Biblia que sostenía. Chau era tan ingenuo que trató de comunicarse en la lengua de unos nativos de Sudáfrica, con los cuales los sentineles no tenían la menor relación.
Entre un desembarco y otro, Chau, contrariado por no haber sido recibido como quien era, el portador de la Verdad absoluta, escribió con letra temblorosa en su diario: “is this island Satan's last stronghold, where none have heard or even had a chance to hear your name?”. ¿Es esta isla la última fortaleza de Satanás, en donde nadie tuvo la oportunidad de escuchar tu nombre?
Luego del tercer desembarco, Chau ya no retornó al pesquero que lo había acercado. A la mañana siguiente, los pescadores pudieron ver a la distancia que en la playa los nativos arrastraban un cuerpo y lo enterraban. El cuerpo del misionero nunca pudo ser rescatado y no hubo más contactos entre los sentineles y las autoridades de la India.
The Mission te hace pensar que, incluso si uno acepta las premisas más extrañas de la teología cristiana, el sacrificio de Chau fue ridículamente vano. Si hubiera sido mejor recibido por los nativos y se hubiera afincado, quizás habría corrido, luego de algunas décadas, de la misma suerte de Daniel Everett, es decir, frustración, desolación, descreimiento. El mismo Everett dice que probablemente es mejor encontrarse con la muerte inmediatamente que entregar decenas de años de tu vida a un esfuerzo inútil.
Chau siempre estuvo consciente del riesgo que corría y dejó escrita su voluntad de que, en caso de morir en la isla, dejar su cuerpo allí y no molestar a los nativos. No pensó en que la desproporción entre sus escasas posibilidades de éxito y la tragedia de tronchar una vida joven y llena de futuro, hiciera menos deseable su destino. Tenía una misión. Qué peligrosas son las misiones.
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tu post me hace acordar a la otra misión, la de De Niro.
así como soy un nostálgico de la vieja izquierda culta intelectual de los años 30, también lo soy respecto de la actividad de las misiones jesuíticas absurdamente expulsados del nuestro territorio.
Todo esto por cierto sin entrar a considerar la fundamentación misionera que sin perjuicio de su dogmatismo tan romántico como absurdo suena en estos tiempos, llevaron adelante una increible actividad.
Recuerdo haber leído que el primero que bajaba de un bote al descubrir y conquistar nuevas tierras se dirigía a los aborígenes (en lengua incomprensible para ellos por cierto) y les ofrecía la palabra de Dios, si se negaban (lo cual era obvio xq ni siquiera entendían que catzo decían) estaban autorizados a masacrarlos. Era como leerles sus derechos :)
Fascinante historia y, como siempre, impecablemente escrita. Un gusto leerlos.