El último sábado, en la Agenda personalísima, recomendé muy calurosamente la miniserie No digas nada, que trata sobre el conflicto en Irlanda entre católicos y protestantes y la acción terrorista del IRA. Como contaba, la miniserie discurre entre dos historias: la de Dolores Price y su hermana Marian, activas militantes de la guerrilla católica irlandesa, por un lado, y la de Jean McConville, una mujer, viuda y madre de diez hijos, que fue secuestrada, ejecutada y luego desaparecido su cuerpo por el IRA por sospecharla —sin muchos fundamentos— de colaborar con los ingleses. Todo esto sucedía durante los tempranos 70, en el período convulsivo de la historia de Irlanda conocido como "The Troubles". Eran épocas revolucionarias en todo el mundo: en España, el ETA luchaba contra la dictadura de Franco y por la independencia del País Vasco poniendo bombas y asesinando vecinos que no querían colaborar con la organización, la OLP secuestraba y asesinaba deportistas israelíes en los Juegos Olímpicos, los Montoneros se presentaban en sociedad fusilando a un exgeneral maniatado y muchos otros revolucionarios elegían un camino de violencia que iba a terminar derrotado.
No digas nada encara la revisión de ese pasado violento a través del testimonio de sus protagonistas. Algunos de ellos se muestran arrepentidos y llevan el dolor de lo irreparable a sus propias tumbas. Otros, como Gerry Adams, se reconvirtieron como políticos respetables y niegan abiertamente su evidente participación en los hechos. Lo que no se discute en la miniserie es la gravedad del uso de la violencia como arma política. La historia de los movimientos revolucionarios demuestra que una vez que se arranca ese camino con un "ajusticiamento" se termina irremediablemente matando incluso a los propios. Lo hizo el IRA, lo hizo la ETA, Montoneros, el ERP y la revolución cubana. Una vez que se rompe el tabú de "No matarás" las cosas irremediablemente se salen de control. En la muerte del general Aramburu está configurada la pastilla de cianuro y las sentencias a los compañeros porque son sospechosos de haber dado información o por faltas disciplinarias como, por ejemplo, serle infiel a su pareja.
La extraordinaria polémica desatada en los 90 en Argentina sobre la violencia revolucionaria se conoció justamente como "No matar", en donde el filósofo cordobés, Oscar del Barco, decía que el problema de abrazar la lucha armada no era la del riesgo de morir sino tener que tomar la decisión de matar. El origen de la discusión fue el relato hecho por un sobreviviente de la primera guerrilla argentina: el Ejército Guerrillero del Pueblo, que intentó instalarse en el monte salteño en 1963 y que, como único resultado de sus acciones, fusiló a dos de sus propios miembros antes de caer en manos del ejército. Como en el caso de No digas nada, los cuestionamientos éticos arrancaron cuando los asesinatos alcanzaron a la propia tropa, no en el momento inicial de decidir matar a una persona, sea miembro de las fuerzas de seguridad o un civil. Está bien, pero no tan bien.
Así como en la serie irlandesa ponía el foco en la violencia en ese país, otras ficciones intentaron representar los dolores causados en diferentes conflictos. Patria, la novela de Fernando Aramburu —y también la miniserie basada en esa novela—, retrataba los pesares causados por la ETA y su guerra independentista. Aramburu, a diferencia de la seca y concreta No digas nada, reviste su saga con los ropajes de la telenovela, y cubre el testimonio histórico con ganchos narrativos, como enfermedades, muertes y romances. Más allá de esa elección estética, que a mi juicio le hace perder eficacia, la novela logra hacer sentir la experiencia de la vida en un pueblo del País Vasco bajo la amenaza del terrorismo.
En ambos casos, hay una narrativa que no duda en llamar a las cosas por su nombre. Los guerrilleros de IRA y de ETA mataban civiles a sangre fría, por decisión política. Ambas organizaciones terminaron derrotadas militarmente para convertirse en movimientos políticos de mucha menor relevancia. Las dos miniseries muestran a los ejércitos regulares violando derechos, torturando prisioneros o sometiéndolos a abusos. En el mismo universo que representa, los insurgentes asesinan a sangre fría a civiles que no están militarmente involucrados en la contienda. Además de las ejecuciones a sangre fría para disciplinar a la población, usan explosivos para causar terror. Son terroristas.
Las producciones audiovisuales ayudan a los países a cerrar heridas con un relato común compartiendo supuestos y valores. En todas estas historias las víctimas de la acción revolucionaria tienen una dignidad equivalente a las de la represión oficial; en este caso, llevadas adelante por el gobierno inglés en Irlanda y el gobierno español en el País Vasco. A nadie se le ocurre que en cada una de estas ficciones mostrar una violencia puede ir en desmedro de la otra. Filmadas en momentos como el actual en el cual la violencia política no es parte de la disputa cotidiana en los países en los que funciona la democracia liberal, la puesta en pantalla de un crimen realizado en otra época tiene inevitablemente un matiz crítico.
No sucede eso en nuestro país. No tenemos una producción audiovisual, ni ficcionada ni documental, en donde se muestre al mismo tiempo el dolor de las víctimas de la guerrilla sin dejar de dejar en claro el contexto de violencia institucional en el que se desarrollaban esos hechos. No solo eso, hace muy poco se estrenó en una plataforma prestigiosa un documental sobre el mundial de 1978 en donde la voz cantante que llevaba adelante el análisis político de la época la tenían Mario Firmenich y Miguel Bonasso, que recuerdan épicamente la acción de Montoneros. El despropósito es extraordinario, pero no termina allí. Sobre el final del último capítulo se despliegan los clásicos intertítulos en donde se describe mediante textos impresos cómo se desarrollaron los acontecimientos luego de los representados en la miniserie. Allí, uno de ellos dice: "La lucha de las Madres de Plaza de Mayo impulsó un juicio histórico contra la Junta Militar".
El equívoco es notable y tiene varias capas. En primer lugar, la elipsis entre "lucha de la Madres" y "Juicio a los militares" se lleva puesto nada menos que al gobierno radical de Raúl Alfonsín quien, bajo un riesgo personal muy claro, llevó adelante una decisión tan política como ética. La labor de las Madres, arriesgada y valerosa, sirvió para sacar a los hechos de su terrible secreto. El mundo supo de las desapariciones gracias a su valentía. Eso puede haber desembocado en el juicio, pero la salida judicial, formal, institucional no fue impulsada por ellas sino por la decisión de Raúl Alfonsín.
El segundo lugar, lo que los carteles de Argentina 78 omiten es nada más y nada menos que junto al decreto oficial que impulsaba el juicio a las juntas, el 158/83, había estado inmediatamente precedido por el 157/83 que impulsaba la persecución penal de las cúpulas guerrilleras de Montoneros y ERP, lo cual incluía... ¡a uno de los testimoniantes de la miniserie! Esconder ese dato al espectador inadvertido es especialmente deshonesto. Leamos un fragmento de los fundamentos de aquel decreto ejemplar:
Que la actividad de esas personas y sus seguidores, reclutados muchas veces entre una juventud ávida de justicia y carente de la vivencia de los medios que el sistema democrático brinda para lograrla, sumió al país y a sus habitantes en la violencia y en la inseguridad, afectando seriamente las normales condiciones de convivencia, en la medida que éstas resultan de imposible existencia frente a los cotidianos homicidios, muchas veces en situaciones de alevosía, secuestros, atentados a la seguridad común, asaltos a unidades militares de fuerzas de seguridad y a establecimientos civiles y daños; delitos todos estos que culminaron con el intento de ocupar militarmente una parte del territorio de la República.
Lo que hacen los creadores de Argentina '78 no es especialmente inusual: es lo que viene haciendo la producción audiovisual argentina. Las historias de las atrocidades de los grupos revolucionarios argentinos no han tenido su representación visual, a los cineastas de nuestro país no les resulta especialmente atractivo y tienen el temor de ser acusados de ser partidarios de la teoría de los dos demonios. El tabú de poner en pantalla tanto un sufrimiento como el otro, tal como hacen No digas nada y Patria, ha llevado a la discusión política argentina sobre la violencia de los 70 a un péndulo en donde la idealización promoviƒda por el kirchnerismo sobre aquella época es contestada ahora por discursos que enfatizan la violencia guerrillera no aportando piedad o empatía por sus víctimas sino revancha y odio. El discurso de la "juventud maravillosa" es reemplazado por el que festeja la muerte de los "zurdos". Hay péndulo, no hay síntesis. Esa síntesis podría haber sido promovida por nuestros creadores audiovisuales. Eligieron no hacerlo.
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Por tu recomendación estamos terminando la serie, es excelente. PATRIA me gustó también, diría que más que el libro.
Me olvidaba de algo. Probablemente usted la vio, pero hay una película muy emotiva sobre los efectos del terrorismo sobre los familiares de las víctimas que es “Five Minutes of Heaven” con Liam Neeson y James Nesbitt del año 2009, qué también está ambientada en el Ulster.