A raíz de las declaraciones de Adolfo Aristarain exhortando a salir a la calle hasta que caiga el gobierno de Javier Milei, volví a ver Un lugar en el mundo, una de mis películas favoritas, una obra que ocupa un lugar en mi corazón que probablemente ninguna otra ocupe y no sólo por sus evidentes méritos cinematográficos sino también por motivos biográficos.
Cuando arrancamos con la revista El Amante, en diciembre de 1991, aprovechamos para cumplir con algunos sueños. Uno, disparatado y no relacionado con el cine, era conocer a César Luis Menotti. Con la excusa de hablar sobre un documental sobre fútbol que andaba por ahí en aquella época, Quintín y yo nos juntamos con el parsimonioso Flaco y cubrimos una página del número uno. El otro sueño era hablar con Adolfo Aristarain, el único director de cine argentino de la época que nos interesaba. Había hecho un par de grandes películas policiales, como Tiempo de revancha (1981) y Últimos días de la víctima (1982), en donde demostraba conocimiento del género y del cine clásico. Para el segundo número de la revista, ya a comienzos de 1992, nos dimos el gusto de conocerlo y publicamos una entrevista muy extensa.
Ahora bien, el problema se nos presentó un mes después, cuando Aristarain presentó su nueva película, que se anunciaba como una especie de western melancólico que prometía mucho, llamada Un lugar en el mundo. Cuando la vimos, nos dimos cuenta de que teníamos que volver a hablar con Adolfo porque la cantidad de cosas que teníamos para conversar era enorme. Por otra parte, era el único director que nos daba bola y había que aprovecharlo.
Lo cierto es que, en abril de 1992, El Amante había publicado cuatro ediciones y en dos de ellas había una larga entrevista a la misma persona: Adolfo Aristarain. Debe ser algún tipo de récord. Lo que nos quedó de esas inolvidables charlas fue una cordial relación, que se mantuvo intermitente a lo largo de los años, reactualizada cuando se estrenaba alguna película suya.
Luego de Un lugar en el mundo, AA filmó otras cuatro películas. Primero, en España, una hermosa historia de aventuras, La ley de la frontera (1995), luego, dos extensiones de la temática de Un lugar en el mundo: Martín (Hache) (1997) y Lugares comunes (2002). Por último, en 2004, su película más nostálgica, Roma, en homenaje a su madre. En las dos décadas posteriores, no volvió a filmar. Por algún motivo, uno de los más grandes talentos cinematográficos que dio el país no consiguió financiamiento para sus películas.
Una de las sorpresas que me generó el episodio insurreccional de Aristarain es que mucha gente, no solo jóvenes, no lo conocía o tenía una idea muy vaga de quién era. Para mí, Adolfo es parte de mi vida cultural y, aunque no lo veo personalmente desde hace más de quince años, la simpatía personal no se extinguió nunca. Cuando uno se hace viejo comprueba que personajes que marcaron tu vida le resultan indiferentes a una creciente cantidad de personas. Me pasó con el Beto Alonso y, en menor medida, lo percibí con Aristarain. Sus películas, incluso las mejores, ya no tienen relevancia en la discusión pública. Salvando las distancias, Adolfo Aristarain sigue el camino de Fellini, Bergman, Favio y otros grandes directores que solo quedan como contraseñas generacionales, hasta que una nueva generación los redescubra.
Más allá de los altibajos de su carrera posterior, es posible que Adolfo haya dicho con Un lugar en el mundo la esencia de lo que tenía para decir, y lo hizo de una forma tan perfecta y bella que hacía innecesario volver sobre el tema. El centro de la narración es un grupo de exiliados políticos que, al volver al país, se radica en una zona rural de San Luis. El jefe de familia, Mario Dominici (Federico Luppi), les da clases a los niños de la zona y arma una cooperativa con los campesinos que esquilan lana. Su esposa, Ana, (Cecilia Roth) atiende una posta sanitaria y hace trabajo social. Tienen una amiga monja, peronista y enemiga de la Iglesia como institución, Nelda (Leonor Benedetto). Un hijo de doce años, Ernesto (Gastón Batyi), ayuda a todos los menesteres y establece el punto de vista de la película. Todo lo que sucede pasa por los ojos de Ernesto y, de hecho, toda la narración es un flashback que parte de Ernesto adulto que retorna al pueblo. El conflicto central es con el terrateniente Andrada (Rodolfo Ranni), que quiere sacarle a la cooperativa el menor precio posible por la lana. Asoma, en la oscuridad, la multinacional de todas sus películas, la Tulsaco, y un geólogo español a su servicio (José Sacristán).
La película tiene, en realidad, una cantidad de hilos narrativos impresionante: cada personaje tiene conexión con los otros y Aristarain –como su maestro, John Ford–narra todo a través de las miradas, miradas que a su vez son observadas por el niño. Hay comentarios sociológicos, políticos, culturales, generacionales; hay ciencia, hay política, hay salud, borracheras, carreras de caballo, celos, calenturas, lealtades y deslealtades. Se cuenta como un niño se convierte en adulto y como un adulto se hace viejo. El relato es cristalino, no hay nada que no se entienda a la perfección, no hay diálogo que desentone o no sea dicho con el timing perfecto. Si el director y el montajista estaban en estado de gracia, no es menos lo que se puede decir de cada uno de los actores: desde la esplendorosa Cecilia Roth, en el pináculo de su expresividad, hasta la presencia clásica y viril de Federico Luppi, sin dejar de mencionar al español iluminista y cínico, llevado con gracia, pero sin pasarse de listo, por José Sacristán. Hasta el niño tiene una actuación deslumbrante, algo que en el cine argentino del momento parecía imposible.
Lo notable es que la frustración política que expresó Aristarain en su triste exabrupto tiene una representación perfecta en Un lugar en el mundo. La inserción del grupo en la economía rural de la zona está destinada al fracaso. Como le dice la noviecita a Ernesto: “Te vas a ir. Sos de la Capital y los que son de la Capital, siempre se van”. Hay ecos futuros de Los rubios, la película de Albertina Carri, que registraba que en el barrio donde sus padres quisieron pasar inadvertidos para sus actividades clandestinas, donde querían diluirse en la comunidad, los vecinos los llamaban “los rubios”, es decir, los de afuera, los que no son como nosotros. En Un lugar en el mundo, el paternalismo del grupo respecto de los pobladores rurales es evidente para todos, salvo para ellos mismos. Lo que está contando Adolfo Aristarain aquí y en sus dos películas posteriores más discursivas, Martín (Hache) y Lugares comunes, es la decepción de una generación que no logra articularse en un mundo distinto al que pensaban construir. Hay una idea de derrota sobre la cual teorizan verbalmente pero no pueden aceptar.
En la película, la frustración se hace insoportable cuando, ante las presiones de Andrada, los miembros de la cooperativa deciden vender la lana al precio bajo que él les ofrece. Dominici entra en cólera y, una noche lluviosa, decide incendiar la lana acumulada en un galpón. Es un acto de una intolerancia tremendo: no acepta la decisión mayoritaria y quiere que todo empiece de nuevo, modificando el curso de los hechos que no le gustan. La escena es impresionante: la silueta de Dominici recortado contra el fondo de las llamas es una de las imágenes más potentes de la película. Es un gesto muy chocante para el espectador que, a esa altura, había aprendido a querer al personaje y le cuesta asimilar esa prepotencia. Cuando leí el escrito de Aristarain, pensé: “Es Dominici quemando la lana”.
Le preguntamos en aquella entrevista del número cuatro de El Amante:
¿Por qué Luppi quema la lana? Parece un poco antidemocrático.
Yo no lo veo como antidemocrático. Lo veo como una cosa muy ideologizada de Luppi. Ellos están entrando en un esquema totalmente burgués. Porque tienen algo se aferran a eso poco que tienen y se olvidan de todos los principios por los cuales se formó la cooperativa. La idea de Luppi es que vuelvan a estar como al principio.
Aristarain ha sido honesto en su película, en su apreciación sobre lo que hizo Dominici y sobre lo que piensa que hay que hacer con el nuevo gobierno. Es honesto en la frustración que siente como hombre de izquierda ante los tiempos que le tocan vivir. Por supuesto que además de honesto es antidemocrático. Ese gesto autoritario deriva de esa sensación que tienen Dominici, su mujer, la monja peronista que los acompaña y buena parte del mundo cultural argentino en el mundo real: que ellos tienen la potestad de saber qué es lo que es mejor para los demás, para lo que ellos llaman el pueblo.
Es, en el fondo, un pensamiento aristocrático y mesiánico que no sólo desprecia las opiniones ajenas, sino que ignora cosas elementales del funcionamiento del mundo. No dejan por ello de ser –al menos los de la película– personajes maravillosos, entrañables, llenos de vida, por mérito de alguien que es uno de los más grandes directores de nuestro cine. Aristarain quemó la lana y, como nos pasa con Luppi en la película, nos apenamos por su falta de adecuación al mundo, por su terquedad, su obstinación inútil, y, sin embargo, lo seguimos queriendo.
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