Como ustedes saben, mi formación universitaria es de base científica. Más allá de mi título, que no sirve para nada, cursé una materia de Análisis Matemático, dos de Física y tres de Química, además de las específicas de Biología y otras laterales, como Geología y Meteorología. No me gustó trabajar de científico, no tenía ninguna capacidad para eso, pero sí disfruté de estudiar ciencias y creo que algo me marcó: hay una idea que me acompañó siempre de que las afirmaciones tienen que estar respaldadas por los hechos y que existe, por más confuso que sea, algún estatus de realidad contra el cual tenemos que chequear nuestras creencias. Nada original pero ese background me mantuvo lejos de los horóscopos y de las cosmovisiones políticas totalitarias, dos formas de la superstición.
Cuando leo explicaciones de por qué suceden ciertas cosas, recuerdo que la progresión de carreras, de Matemáticas a la Física, de ahí a la Química y de la Química a la Biología, describe también un corrimiento en la idea de causalidad. Las Matemáticas son un reino lógico, cerrado en sí mismo (es más complejo que eso, pero dejémoslo ahí por ahora), allí no hay causalidades. La Física newtoniana puede describir causalmente movimientos simples como resultado de fuerzas e inercia. La Física moderna ya desecha esa idea de causalidad y hace volver a la incertidumbre. La Química exige muchos actos de fe y las evidencias pasan a ser indirectas. La Biología mete tantas variables que es muy laborioso aislar una causa para un efecto. En las Ciencias Humanas, por último, las posibilidades son infinitas y la liviandad con que se habla de causalidades es espectacular. Puede ser divertido, puede ser deprimente.
Para el festival de causalidades inventadas, la pandemia fue ideal. La circulación de un virus en una población humana depende de cuestiones eminentemente biológicas y de otras que podrían decirse sociológicas, como las migraciones, las aglomeraciones, las costumbres sociales, etc. La cantidad de variables involucradas es descomunal con lo cual aislarlas para conocer su influencia resulta una tarea imposible. Las medidas no tuvieron ningún efecto visible pero una interpretación se reemplazaba con otra, igualmente poco contrastada con la realidad. Finalmente, todos nos contagiamos, todos nos vacunamos, el virus perdió virulencia y todo terminó.
Si hubiera habido alguna causalidad entre las medidas tomadas por los gobiernos sería muy sencillo hoy revisar las curvas de contagios y muertos a lo largo del tiempo y señalar en cada punto de la curva qué medida (vacunas o restricciones) había generado algún cambio en el dibujo. No sucede. Ya nadie quiere revisar esos gráficos ni recordar las historias más disparatadas pero lo cierto es que a esta altura uno podría resignarse a pensar que el virus tuvo una evolución propia, difícil de modificar, y que lo mejor que podrían haber hecho los gobiernos era tratar de romper la menor cantidad de cosas mientras se esperaba que el virus hiciera su ciclo. Algo así pasó en Suecia. La única defensa posible del desastre que hicieron las restricciones es la misma que usa Massa: imaginar un contrafáctico aún más calamitoso y cuidadosamente inverificable.
Recordemos algunas de las cosas que se dijeron en esos dos años infames para la lógica. Se afirmó que la costumbre de los runners a salir a correr en la madrugada por Palermo aumentaba los contagios en el conurbano. Se dijo que las fiestas clandestinas (sí, existía esa expresión, “fiesta clandestina”) generaban explosiones de contagios y nuevas cepas. Un diario publicó en diciembre de 2020 la probabilidad de que cada invitado a las fiestas de fin de año esté contagiado según el barrio del cual provenía. Se dijo que un deportista de elite, cuidadosamente controlado, ponía en riesgo a toda la población de Australia.
Las causalidades locas dejaron vestigios en algunas personas que todavía usan barbijo, en los plásticos inmundos que separan taxista de pasajero, en carteles infamantes que quedaron pegados en ascensores o negocios. Algunos recuerdan divertidos cuando les pusieron lavandina a los salames y comentan: “Qué locos que estábamos”.
Sin embargo, la locura de la causalidad no fue hija sino madre de la cuarentena: la costumbre de estar inmersos en interpretaciones absurdas de hechos que no terminamos de comprender bien está bien enraizada en la historia de nuestras relaciones y en nuestras costumbres. No por nada los futboleros hacen cuernitos cuando ataca el rival o hay gente convencida de que era necesario repetir los lugares en el sillón ante cada partido del mundial. Fue gracias a esa necesidad de creer en explicaciones causales simples que nos pudieron encerrar durante tanto tiempo, incluso cuando el latiguillo inicial –“quince días para achatar la curva”—se demostró falso quince días después de pronunciado.
La historia nos dice que una y otra vez aceptamos explicaciones simples sin fundamento. Cada vez que un político comete un error garrafal antes de una elección se dice que “volvió a incendiar el ataúd”, refiriéndose con esa frase al episodio en 1983 en donde el candidato a gobernador peronista por la provincia de Buenos Aires en un acto público quemó un ataúd simbólico pocos días antes del triunfo de Raúl Alfonsin. Si uno lo piensa dos minutos se da cuenta de que la probabilidad de que semejante gesto modifique la intención de voto de alguna persona es bastante improbable. En esta gran nota, Matías Bauso, además, argumenta por qué uno puede saber que el hecho no tuvo la menor relevancia en términos electorales: las imágenes, de hecho, circularon fuertemente días después de las elecciones, expuestas en una revista. Explicar el triunfo radical de la vuelta de la democracia por el gesto de Herminio Iglesias es convertir a la historia en un relato puramente anecdótico y presupone un electorado extremadamente volátil y atento a los detalles, cosa que no es difícil presuponer falsa.
La causalidad loca aparece una y otra vez en los análisis políticos. Ahora se puso de moda hablar del voto bronca. Ya me expresé varias veces sobre el cuidado que habría que tener con los números de participación, pero ahora quiero volver a poner el acento en el tema de su interpretación. Hay mil motivos por los cuales la asistencia a los actos eleccionarios puede ir mermando con el tiempo. Interpretarlo como un statement político es pretender gozar de un conocimiento omnímodo y de conocer y agrupar las voluntades e intenciones de millones de personas.
Los analistas políticos viven de vender causalidades. No digo que sus análisis no puedan ser certeros y/o interesantes pero la simplificación causal está en la naturaleza de su trabajo. Las cosas se caen del lado que se inclinan y la inclinación de los analistas es a explicar de manera sencilla fenómenos complejos.
Luego de las elecciones de San Juan, en donde el triunfo del candidato de JxC terminó con veinte años de gobiernos peronistas, Carlos Pagni, el mejor y más instruido de los analistas –también el más entusiasta intérprete del “voto bronca”– en una nota significativamente titulada “Todos los significados de San Juan”, interpreta ese resultado electoral como una reacción institucional:
Entonces, ¿por qué pierde el oficialismo? Por una cuestión elemental: el abuso del poder. Ahí está el problema de esta derrota del peronismo. Se ha despertado la sensibilidad institucional de los sanjuaninos frente a aberraciones, desviaciones de la clase política sanjuanina respecto de las reglas institucionales, del espíritu republicano. […] Lo que pasa en San Juan, en un momento en donde hay una crisis en la relación entre la gente y los representantes, puede ser un espejo que adelante lo que pasará a nivel nacional.
La venta de causalidades, la necesidad de ofrecer dos veces por semana “Todos los significados de..” lleva a estas cosas. La población era descripta hasta la columna anterior como desinteresada y apática; de pronto, los sanjuaninos votan masivamente (más del 70 %) y con una sintonía republicana digna de los mejores cantones suizos. Para mantener cierta coherencia se habla de la “crisis entre la gente y los representantes” pero lo cierto es que los votantes simplemente eligieron otros representantes, con lo cual parece que la crisis era con los que los representaban antes. No hubo un voto disruptivo con el sistema sino con el peronismo.
Como antes los “infectólogos” (que incluían a pediatras y cardiólogos) y los especialistas en relaciones internacionales (que justificaron y pronosticaron un rápido triunfo ruso en Ucrania), los analistas políticos tienen la necesidad y el interés de explicar fenómenos extremadamente complejos simplificándolos de manera extrema, como para satisfacer a su audiencia. Duran Barba se hizo rico con esa actividad jibarizante y no es el único. A menudo, los analistas dicen cosas interesantes y ven en los datos cosas que los legos no podemos apreciar. Otra veces, hacen hablar a los hechos como un ventrílocuo a su muñeco, simulando una voz que el personaje de madera no tiene.
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Sus comentarios durante la pandemia me daban la dosis de racionalidad cotidiana para soportar esa locura. A veces no coincido con sus opiniones Gustavo. Pero ese hecho, ser una luz de razón en medio de tanta insensatez, se lo agradeceré siempre.
Brillante Gustavo. Pero el mundo seguirá siendo de este modo. El grueso de la gente seguirá guiada por impulsos viscerales en lugar de la razón. Por ende, los formadores de opinión o mesías circunstanciales serán vendedores de causalidades sin lógica.