Leí en estos días una entrevista en el New York Times a Steve Bannon, un personaje que me provoca repulsión y cierto atractivo al mismo tiempo. Bannon es un líder del populismo de derecha norteamericano, que se hizo conocido en el escandaloso sitio Breitbart, llegó a ocupar un cargo alto de asesor en la presidencia Trump y, en un momento en que fue considerado demasiado conflictivo, fue eyectado sin mucho trámite. Ahora está preso por desacato al Congreso y deberá permanecer entre rejas durante cuatro meses.
La entrevista me llamó la atención por Bannon mismo, por supuesto, y por el entrevistador, David Brooks, un conservador moderado que, en la presentación de la conversación, recalca que no era su intención polemizar con Bannon sino tratar de entenderlo mejor. Estaba abriendo el paraguas para no ser apedreado por los lectores del NYT, demócratas progres crecientemente intolerantes, pero también sentando una posición clara respecto de cómo deben ser las entrevistas, cuál es el propósito del entrevistador, en línea con lo que decíamos en estos envíos hace unas semanas.
Entre los atractivos de Bannon está el hecho de que es capaz de conversar amablemente con cualquiera, sin dejar de remarcar las diferencias ideológicas. Así sucedió en la charla con Brooks y también en la película que el documentalista Errol Morris le dedicó, American Dharma (2018), cuando ya había dejado de ser parte del equipo de Trump, pero a quien todavía veía como un referente de su movimiento. Ahora, charlando con Brooks, dice que Trump no es uno de ellos, es un peacemaker, que no quiere incendiar el mundo como él, sino hacerlo un lugar mejor, sin tanto conflicto. Lo dice como crítica, claro.
Luego de la presidencia Trump, Bannon se dedicó a fogonear los movimientos populistas de derecha en el mundo y ahora se vanagloria de su auge actual. Su credo se sintetiza en dos proclamas fundamentales: bajar el gasto y cortar la inmigración. Dice: “Devolver América a sus ciudadanos”. No me parece que esas ideas simples y primitivas sean el secreto del éxito de los populismos de derecha sino el hecho de haber sido los primeros en percibir —y convertir en política— un malestar generalizado contra lo que ellos llaman “las elites”. En los EE. UU. las elites son los habitantes de las grandes ciudades de ambas costas, el establishment político, sus intelectuales, sus artistas, estrellas de la televisión, periodistas destacados, o ídolos del late night show que hacen de la burla a Trump una obsesión. Al rechazar al candidato republicano de una manera tan visceral, las elites no se dan cuenta de que están rechazando al grueso de la población norteamericana, que viven en todos los estados interiores, para quienes el desdén por su simpleza es una herida abierta que no cesa y se articula con otros temores: la precariedad del trabajo, la incertidumbre por el futuro. En Europa, en cambio, la fobia a la inmigración se da en el marco de un choque de culturas espectacular y apocalíptico, contra el cual los miedos de los norteamericanos por la inmigración latina parecen un chiste de mal gusto.
El Bannon que aparece en la película de Errol Morris, American Dharma, es más complejo e interesante. Morris lo hace hablar de algunas de sus películas favoritas (Bannon es un gran cinéfilo, además de haber filmado como director algunas películas ideológicas). Su película más preciada es Twelve O’Clock High, de 1949, dirigida por Henry King, en donde Gregory Peck personifica al General Frank Savage, que tiene como misión disciplinar un grupo de pilotos bombarderos con la moral baja por haber sufrido demasiadas bajas. Lo que le interesa a Bannon es el liderazgo de Savage: la idea de que cuando hay una misión no hay lugar para sentimentalismos.
Para Bannon, el cine norteamericano clásico es inspirador. El héroe reticente, que se involucra un poco a su pesar, que tiene una misión, un destino y que lo cumple aunque le vaya su vida en eso, es la mitología básica que formó a su país en el siglo XX y para el populismo de derecha es casi más importante que la Biblia. En el documental se ven imágenes de My Darling Clementine (1946), la obra maestra de John Ford, con Henry Fonda como Wyatt Earp, ungido sheriff del precario pueblo en el que se construye una iglesia, se arman escuelas, se instala la ley y el orden; es decir, se construye comunidad. Bannon equipara ese proceso virtuoso a la sección de comentarios del sitio Breitbart que, según él, no es para “corazones débiles” (imaginen lo que puede ser eso, un caldo hirviente de teorías conspiracionistas y comentarios racistas). A esa mezcla de destino y misión, Bannon la llama “Dharma” porque para estas cosas mesiánicas un poco adolescentes siempre es bueno mezclarlas con una pizca de budismo.
No es difícil burlarse de Bannon, que equipara el fabuloso mito creador de los Estados Unidos con su obsesión con el gasto y por los mexicanos que entran por la frontera y les disputan los peores trabajos a los norteamericanos. La disparidad entre la construcción mítica fundacional pensada por Hollywood y las propuestas de Bannon es abismal. Lo que no es tan sencillo es entender por qué fue él, y gente como él, en todas partes del mundo, la que captó que había multitudes que se sentían desplazadas, humilladas y olvidadas. Los que “la vieron”, los que asumieron su representación, fueron gente estrafalaria, si se quiere, con ideas incómodas, algunas inaceptables, otras acertadas; no nosotros, con nuestra impecable corrección republicana, ni la izquierda, con su declamada sensibilidad social.
Es imposible no hablar de estos personajes y no pensar inmediatamente en Javier Milei, con su idea de la “casta”, totalmente equivalente a las “elites” de Steve Bannon. Puestos a enumerar tópicos, sin embargo, hay muchas desavenencias. Para Bannon, a diferencia del presidente argentino, Ucrania es un no, un lugar de donde huir, sin preocuparse por su suerte. La obsesión con la inmigración es menos marcada en nuestro país, mencionada a menudo como ítem obligatorio para sentirse de derecha, pero sin figurar en la lista de urgencias a resolver. El conjunto de tecnócratas de Silicon Valley a quien Milei entrevistó para convencerlos de convertir a Argentina en un polo de Inteligencia Artificial es para Bannon directamente el Mal (A Brooks le dijo que es “virulentamente anti AI” y que propone grandes regulaciones). Hay más coincidencias en las formas escandalosas que en los temas particulares. Hay también un punto de contacto muy llamativo: en la película, Bannon le dice a Morris que él no escribió el discurso de asunción de Donald Trump pero sí que le dio la idea de darle la espalda a los legisladores en el discurso de asunción y hablar de frente al pueblo.
Puesto a especular por qué la idea de la casta pegó tan fuerte en, por lo menos, la mitad de nuestra sociedad, aventuro que la cuarentena ordenada durante la pandemia fue determinante. Con momentos más intensos y otros menos rigurosos, buena parte de los argentinos vio cómo un estamento burocrático podía quedarse encerrado en su casa teniendo asegurado su salario: empleados públicos, docentes universitarios, científicos. Otros, especialmente periodistas y políticos, no solo mantenían sus empleos, sino que tenían autorización para circular libremente, eran esenciales. La mayor parte de los no esenciales eran cuentapropistas o empleados en negro quienes no pudieron mantener sus ingresos. Mientras pensaban aterrados cómo podían ganarse la vida sin jugarse la salud, veían cómo los periodistas —esenciales— desde la televisión los retaban por salir a pasear al perro o caminar sin barbijo. Nunca tuvimos en la Argentina una distinción tan grosera entre ciudadanos de una clase y de otra. El caldo de cultivo para que alguien hablara de elites o de casta estaba bullendo.
No es que Milei “la vio” durante la pandemia: sus intervenciones fueron fundamentalmente de tono económico y usaba el barbijo en todo momento, sin mostrar la menor rebeldía (en ese sentido, fue mucho más libertaria la que sería su vicepresidente, Victoria Villarruel). Milei acertó con la idea de la casta y tuvo el enorme mérito de no ser uno más en la mesa de Alberto, Horacio y Axel, como los llamaban los periodistas políticos “neutrales”, amantes de la cuarentena, obvios integrantes de la casta.
En todo caso, la forma de protesta de los no esenciales fue votar por el más extravagante de los políticos, el que menos se pareciera a Alberto, Horacio y Axel. Ese es el dharma de Milei, su misión y su destino, que hoy se mide en números tan poco épicos como la tasa de inflación y el valor del dólar.
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Espectacular y finísimo nivel de análisis. Cada vez mejor esto Gustavo.
Chapeau, Monsieur!