Silencio, la película de Martin Scorsese, no se halla en ninguna plataforma. El envío de hoy está lleno de spoilers de ese film pero se trata de pensamientos sueltos, no es una gacetilla informativa. Quien quiera evitarlos, pase directamente a la parte en que pedimos plata.
Quien haya tenido la experiencia de una convivencia conyugal, sabe perfectamente que no hay castigo más terrible que el silencio. Una buena pelea resuelve todo conflicto rápidamente pero cuando uno de los dos contendientes decide que no vale la pena dirigirle la palabra al otro (o peor, que vale la pena hacerlo sufrir con el silencio) la angustia corroe el alma. A menudo rogamos que la vida cotidiana nos dé un poco de silencio, pero en algunos casos, ese silencio puede ser insoportable.
Recuerdo una instalación del Museo Judío de Berlín especialmente efectiva en intentar en hacer una representación del horror del Holocausto: un lugar al que se accedía de a una persona, luego de varios descensos de escalera, muy por debajo del nivel de superficie. Cuando el visitante entra y la puerta se cierra detrás suyo, no se ve absolutamente nada y se impone un silencio ominoso, solo alternado por ecos muy apagados, apenas perceptibles del mundo cotidiano, que vienen de una pequeña abertura varios pisos por encima, a nivel de la calle. Cada visitante puede estar el tiempo que desee, pero al cabo de muy pocos segundos el agobio resulta insoportable y es inevitable retirarse. El lugar es llamado A Void (“Un vacío”).
En el otro extremo, no el del arte sino el de la ciencia, está la cámara anecoica de Microsoft, según el libro Guinness de los récords, la sala más silenciosa del mundo. Está en un edificio de la empresa en Washington y es usada para todo tipo de experimentos sonoros. Según dicen: "Si te quedas dentro el tiempo suficiente, empiezas a oír los latidos de tu corazón. El zumbido de tus oídos se vuelve ensordecedor. Cuando te mueves, tus huesos rechinan. Tarde o temprano pierdes el equilibrio porque la falta total de reverberaciones sabotea tu percepción espacial". La cámara acerca al umbral más bajo perceptible, el cero absoluto del sonido. Se llama anecoica porque no produce ningún eco: cualquier sonido se detiene en seco, lo que provoca un efecto terriblemente perturbador.
Hay silencios que perturban no por un efecto físico sino psicológico. No hay peor espera que la que sufre el que está anhelando una llamada que no llega. ¿Quién no ha mirado fijo el teléfono esperando desesperadamente que suene? A veces, ese llamado no es el de una persona que deseamos sino una señal, algo, un indicio que nos diga que aquello que dimos por sentado toda la vida es real y no una fantasía. El que nos clava el visto es el Dios en que creemos o las Grandes Ideas que suponemos rigen el mundo.
Ese es el tema de Silencio, una de las mejores y menos conocidas películas de Martin Scorsese, La filmó en 2017, luego de su tremendo éxito con Leonardo Di Caprio, El lobo de Wall Street. No podrían ser dos películas más diferentes: desaforada, cocainómana y divertida la primera, ominosamente lenta y silenciosa la segunda. No tienen nada en común salvo su creador, Scorsese, y a partir de ahí uno empieza a reconocer puntos de contacto.
Silencio está ambientada en el Japón en la primera mitad del siglo XVII. Está basada en una extraordinaria novela de Shusaku Endo. La había visto hace relativamente poco pero no me acordaba demasiado la trama, solo sabía que me había gustado muchísimo. La volví a ver impulsado por haber disfrutado de la miniserie Shogun, ya recomendada en estos envíos, y que ubica su acción en las mismas islas, pero unos pocos años antes, cuando la influencia de los católicos portugueses no era mal recibida por la jerarquía burocrática japonesa. En Silencio, por el contrario, los shogunes han decidido terminar con todo resto de catolicismo y los persiguen impiadosamente.
La película narra un viaje hacia el corazón de la oscuridad, como hacía Apocalypse Now y la novela de Joseph Conrad en la que está basada esa película de Francis Coppola. Acá, un par de misioneros jesuitas portugueses, Sebastiao y Garapo (Andrew Garfield y Adam Driver), van hacia ese Japón medieval en busca del padre Ferreira (Liam Neeson), un misionero legendario del cual hace tiempo no se tienen noticias y del cual se rumorea que apostató, es decir, abjuró de su religión. Los muchachos, convencidos de su fe, quieren internarse en un mundo totalmente extraño y hostil, sometiéndose a todo tipo de peligros, para ver qué pasó con su coronel Kurtz y seguir promoviendo la fe a pesar de la crueldad de las persecuciones. Lentamente, la película convierte a los jesuitas en un equivalente de los primeros cristianos, aquellos perseguidos por los romanos y sometidos a crueles tormentos.
Los misioneros encuentran dispersos en la población a unos pobres campesinos que se convirtieron al catolicismo y que los reciben esperando confesiones y bendiciones. Conviven y predican con ellos hasta que son atrapados y Sebastiao, ya separado de Garapo, quien posteriormente morirá martirizado, es sometido a la siguiente extorsión: o apostata o los que sufrirán son los japoneses convertidos al catolicismo.
Así, al negarse a apostatar, es testigo de las torturas a las que los campesinos son sometidos: algunos son sumergidos en tinas con agua hirviendo, otros atados a una cruz esperando que, a lo largo de los días, la creciente del mar los agote y los mate, otros son colgado boca abajo con una pequeña herida en el cuello para que se vayan desangrando, otros son tirados al mar sin posibilidad de moverse para morir ahogados. A Sebastiao lo empieza a aturdir el silencio de Dios. ¿Cómo es que permite este sufrimiento? ¿Qué significa esta crueldad con esas personas simples, rústicas, bondadosas, que practican una forma confusa y vaga de catolicismo?
La teología cristiana incluye esa misma duda y terror por el silencio de Dios en su escena cumbre: la crucifixión. "Padre, por qué me has abandonado", dice Jesús mientras sufre en el madero. El Cristo hombre se disocia en ese momento del Cristo Dios y sufre no solo los tormentos físicos sino la angustia existencial. ¿Qué es este silencio? ¿Por qué me has abandonado? ¿Y si todo esto por lo que yo doy la vida no es más que una fantasía y no hay Dios?
Una escena realmente conmocionante muestra el golpe final a la voluntad de creer de Sebastiao. Le dicen que va a encontrarse con un compatriota. Al cabo de un tiempo, rodeado de una delegación de samurais y vistiendo ropa japonesa, aparece nada menos que el padre Ferreira, el coronel Kurtz que convirtió a miles de japoneses y por el cual hizo esa travesía desmesurada. El diálogo es desolador. Ferreira le dice que el catolicismo no puede echar raíces en ese país, que Japón es una ciénaga. Que los católicos convertidos por los misioneros le dicen "Deus" al Sol, que adaptaron confusamente lo poco que entendieron a su concepción del mundo, mucho más ligada a la naturaleza que a las personas. Que todos los sacrificios son en vano, que los martirios gloriosos no sirven para nada y que nadie tiene la verdad. Ferreira ahora es Sawano Chuan, tiene una mujer y un hijo de un ajusticiado, su ropa, sus costumbres y está no solo traduciendo libros occidentales de astronomía al japonés, sino que está compilando una argumentación para el gobernador que demuele todas las afirmaciones del catolicismo. Ferreira es un quebrado.
Es imposible no recordar en esa escena a muchos encuentros similares que se dieron en la ESMA, en donde los secuestrados que se iban incorporando descubrían que algunos de sus compañeros que habían sido dados por muertos, estaban dentro de las instalaciones de la Marina y realizando algún trabajo para Massera. En muchos casos, el golpe anímico para el secuestrado era demoledor y el comienzo del final de las ilusiones revolucionarias. En algunos casos, el "quiebre" llegaba al mismo punto del padre Ferreira y la conversación con el quebrado incluía argumentos centrados en la derrota y en la necesidad de reconocerla y deponer las armas, brindando información a los captores.
La escena es estremecedoramente similar porque hay algo muy parecido en la intensidad de la creencia previa, la que se enfrenta sorpresivamente con la realidad. Para Sebastiao era imposible que el Padre Ferreira hubiera sucumbido a la tortura y hubiera apostatado pero lo que encontró fue mucho peor. Los militantes en la ESMA comenzaban a entender que su sueño revolucionario era una ilusión sin fundamentos, pero encontrarse con compañeros que aparentemente se habían pasado de bando era mucho más abismal.
Creer que uno entiende cómo funciona el universo y la sociedad y de pronto darse cuenta de que las cosas no son tan simples: un riesgo que a los escépticos nos resulta ajeno. Le pasó al padre Ferreira, a Sebastiao, les pasó a los montoneros que llegaban a la ESMA y le pasó a mi papá. Bernardo Noriega fue un comunista convencido durante prácticamente toda su vida. Militante del PC, presidente del sindicato de músicos, viajó a la Unión Soviética y a varios países socialistas, estuvo en Cuba, donde conoció al Che Guevara. Nunca expresó la menor duda. El primer sacudón lo debe haber tenido en 1953, cuando todavía yo no había nacido y Kruschev denunciaba los crímenes cometidos por su admirado Stalin. Su creencia era tan consistente que a fines de la década del 60 se puso a estudiar ruso, argumentando que era el idioma del futuro. Nunca sintió el silencio de su Dios y, somo suelen hacer los suyos, reemplazó la falta de señales positivas con interpretaciones de todo tipo que acomodaban los hechos a la teoría. De lo que yo recuerdo de las décadas del 60 y del 70, no había ninguna vacilación en sus convicciones: todas las malas señales de la realidad no eran la realidad, eran producto de la propaganda imperialista.
El momento "padre Ferreira" de mi papá fue el año 1989, el año en que el imperio que él pensaba que iba a dominar el planeta entero se derrumbó como un castillo de naipes. Eso yo ya lo viví como adulto y no pude dejar de notar que la política dejó de ser un tema de conversación en las cenas familiares. En aquellos días, mi viejo hizo una cosa extraordinaria. Había sido un gran pianista entre las décadas del 40 y del 60 y luego de dedicarse a representar artistas no había vuelto a tocar una nota. En aquellos días del derrumbe comunista se compró un piano, se encerró en la pieza que había sido mía y se puso a estudiar de cero, reacostumbrando los dedos, ahora con artrosis, a las escalas de los estudiantes. Se puso en forma y en la década del 90 tuvo la felicidad de ser invitado por el trompetista Fats Fernández a tocar unos temas juntos en el teatro San Martín.
¿Había abandonado todas sus creencias previas? ¿Había logrado reemplazar su fe comunista por el amor a la música? La clave de la respuesta la da la película de Scorsese que muestra el final de la vida de un Sebastiao totalmente quebrado, trabajando para los japoneses, tan apóstata como el padre Ferreira. Solo que, en el último plano, luego del final de su vida, la película lo muestra en su cámara mortuoria, ya prendido en llamas el cadáver, sosteniendo en la mano, escondido hasta el último aliento, un crucifijo.
Escribí hace un tiempo otra nota sobre misioneros que encuentran su triste destino. Se ve que me interesa el tema. Acá la tienen:
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Exquisito y conmovedor. Gracias Gustavo
A propósito de la historia de tu padre te recomiendo un relato de Leonardo Sciascia, un escritor que admiro mucho, titulado La muerte de Stalin, incluido en el libro Los tíos de Sicilia, ed. Tusquets, 1992; el original es de 1958.
Y de paso te recomiendo otro relato de ese libro, El antimonio, que puede interpretarse como un gran alegato antibelicista o que al menos funciona como tal, y el más convincente que leí.