Cada tanto escribo sobre el tiempo y digo lo mismo: de los grandes misterios del universo el primero y principal es el del tiempo. ¿Cómo es que las cosas transcurren y, además, lo hacen en una sola dirección? Además, la velocidad subjetiva es diabólica, cuanto menos te queda, más rápido pasa. ¿Cómo es que miro Twitter y veo que pasaron 42 años del lanzamiento de Mirage, de Fleetwood Mac? Para mí, los discos de los Rolling Stones posteriores a Exile on Main St son los “nuevos” y no les presto tanta atención. ¡Pero ya pasó más de medio siglo de la aparición de Exile! Indiferente a mis asombros, Mick Jagger sigue sacando discos y saliendo en gira. ¡Qué golpe va a ser para él cuando se entere que el tiempo pasa! En fin, esa es la condición humana, un bajón, pero acostumbrados.
Cuando era chico, una de mis series favoritas era El túnel del tiempo. Para todas las generaciones posteriores, la referencia no dice nada, pero para mí pronunciar el nombre de la serie me evoca la impresión de sentirme maravillado como pocas veces me pasó después. El túnel rayado como una cebra, los científicos con guardapolvos y el militar con uniforme, la polera de Doug, la imaginería pop para representar el viaje y el aterrizaje en un momento y lugar específicos, que iban a dar el contenido de cada capítulo. La Dra. Ann —que me parecía una bomba y me provocaba una atracción para la cual todavía no tenía vocabulario— era Lee Meriweather, que con el traje de Gatúbela me había causado sensaciones más evidentes.


Doug y Tony viajaban por el espacio-tiempo y caían en una situación particular que siempre era dramática. Nunca aterrizaban en Santiago del Estero una siesta de 1930; no, aparecían en la cubierta del Titanic un rato antes de dársela en la pera contra un iceberg. Primero, la idea de caer en el medio del océano, pero justo arriba de un barco, eso ya debería llamarnos a la incredulidad. Segundo, hacerlo en un momento identificable de la historia. Doug y Tony, en sus volteretas temporoespaciales, intervinieron en eventos históricos como la Guerra de Troya, el paso del Cometa Halley en 1910 o la revolución francesa y tuvieron la oportunidad de conocer a Billy the Kid o Hernán Cortes, entre otros. A veces la máquina iba para el otro lado y te llevaba al futuro, pero esos capítulos no me gustaban, la escenografía berreta (típica de las series producidas por Irwin Allen) era demasiado, incluso para un niño de 9 años que vivía en un rincón de Sudamérica.
La serie nunca jugó con la idea de que modificar el pasado tendría consecuencias sobre el presente, como en el extraordinario cuento de Ray Bradbury, “El ruido de un trueno”. El cuento está ambientado en el futuro, en donde se ofrecen viajes al pasado para cazar dinosaurios. La empresa que lo ofrece cobra 10 mil dólares y es muy estricta respecto de cumplir ciertas reglas, especialmente la de no salirse del sendero suspendido del aire por el cual se desplazan los cazadores. En la historia, el protagonista, se sale, pisa una mariposa y, al volver al presente, descubre que todo está ligeramente cambiado: hay un leve olor distinto en el aire, la ortografía de las palabras ha cambiado un poco —la empresa Time Safari Inc. pasa a ser Tyme Sefari Inc.— y las elecciones del día anterior tienen otro ganador. El aleteo de una mariposa en la China causa un tifón en el Caribe, como dice el lugar común pero, en este caso, amplificado por extenderse a lo largo de millones y millones de años.
La paradoja temporal fue exprimida al máximo en Volver al futuro, en donde el muchacho que accidentalmente viaja al pasado tiene que asegurarse que sus padres se conozcan y se conviertan en pareja, ya que, si no lo hacen, él desaparece como en fade. Sin embargo, el episodio más ingenioso y paradojal que muestra la película tiene que ver con la invención del rock. Me explico.
Marty McFly está en el pasado, en el baile de promoción en donde sus padres deberían comenzar su relación para que él nazca. Participa del número musical, hay una banda con músicos negros, Marty toca un rock’n roll de Chuck Berry, antes de que esta canción, “Johnny B. Goode”, haya sido compuesta. Uno de los músicos, fascinado con la música que despliega Marty, toma un teléfono y llama a su primo, Chuck. Le hace escuchar el sonido de la canción y le dice: “Chuck, creo que este es el sonido que estabas buscando”. Obviamente, su primo es Chuck Berry y lo que le hace escuchar lo lleva a escribir “Johnny B. Goode”.
Ahora, bien, cuando se juega con las paradojas temporales, el juego es: ¿cómo afecta modificar algo del pasado en el presente? Volver al futuro hace algo más ingenioso y es llevar algo del presente al pasado. La pregunta inquietante es: ¿A quién se le puede atribuir la composición de “Johnny B. Goode”? Marty la conoce porque escuchó el disco de Chuck Berry, pero Chuck Berry la compuso porque la escuchó de Marty McFly. El loop es perfecto y no tiene salida.
Muchas veces pensé, a partir de mi cariño por El túnel del tiempo y las peripecias de Tony y Doug, a qué episodio histórico me gustaría volver. Me impuse la regla de ser, como los científicos que quedaban del otro lado del túnel, mero espectador, sin la posibilidad de interactuar y de modificar la historia. Tengo una respuesta solemne y una más pop.
La respuesta solemne es que me gustaría merodear tiempo y espacio de la época de Jesús de Nazareth. No soy ni fui ni seré católico pero la historia (que originalmente aprendí vía el musical de Andrew Lloyd Weber, Jesus Christ Superstar) me parece extraordinaria. En el medio del desierto, en un mundo increíblemente precario, en la periferia del Imperio, parece que el hijo de un carpintero es el hijo de Dios que vino al mundo a expiar los pecados del mundo y para eso debe atravesar una agonía física indescriptible. Me gustaría andar por ahí y ver qué tan desarrapados eran Jesús y sus seguidores y cómo fue esa crucifixión que un par de miles de años después haría que millones de personas anden con una cruz en el pecho. Es una gran historia, no me vengan con ateísmos elementales. No me interesan los que Dolina llamaba con desprecio “refutadores de leyendas”.
La respuesta pop morbosa sería la de presenciar y resolver el misterio de los Urales. Estar en la noche del 1 de febrero de 1952, cuando un grupo de muchachos expedicionarios en los montes Urales, aparecieron muertos en circunstancias muy extrañas.
Si tuviera que viajar en el tiempo y presenciar sin participar un evento que estuviera relacionado con mi vida viajaría al 23 de junio de 1968. Ese día, mi hermano Ricardo, que tenía 23 años, me llevó a mí, que tenía apenas 11, al Monumental, a ver el clásico entre River y Boca. Como hacíamos muchas veces, fuimos a la popular visitante, que era la forma más barata de ver el partido en cancha. Entramos por una puerta que daba a Figueroa Alcorta, vimos al llegar arriba que la cantidad de gente desbordaba, que iba a ser imposible ver nada y Ricardo decidió que no era sensato quedarse allí. Bajamos por una de esas escaleras empinadas y ominosas, salimos a la calle y ahí, mi hermano sacó dos plateas detrás del arco opuesto, en la Almirante Brown, en ese momento, sin una tribuna arriba. Vimos tranquilos el partido en la platea y volvimos, como hacíamos todos los domingos en que jugábamos de local, caminando hasta la Plaza Falucho, en Santa Fe y Fitz Roy. Nos tomamos el 12 y llegamos a casa un par de horas después de terminado el partido. Allí nos recibieron muy inquietos y finalmente aliviados, nuestros padres, que nos contaron que había sucedido una tragedia en la cancha de River, un evento fatal que se conocería con el nombre de “Puerta 12”.
Quisiera meterme en el túnel del tiempo y volver a ese domingo terrible, quiero saber si la puerta por la que entramos y salimos era la famosa Puerta 12, si esas escaleras que bajé distraídamente fueron el escenario en donde murieron decenas y decenas de personas. El periodista Pablo Lisotto escribió el libro que investiga el tema y asegura que las personas fallecidas fueron mucho más de las 70 que se dijeron públicamente y quedó como cifra oficial y que entre ellas había varios hinchas de River, cosa que mi experiencia podría corroborar. Me gustaría saber si esas espaldas que me impedían ver la cancha en aquella tribuna pertenecían a los muchachos muertos de una forma horrible un par de horas después. Me gustaría saber si la decisión de mi hermano nos salvó de una muerte temprana o los hechos sucedieron unos metros más lejos de donde nosotros entramos y salimos.
Me gustaría, además, viajar en el tiempo y presenciar ese domingo nefasto para ver cómo era ese chico de once años, cómo conversaba y reía con ese muchacho de 23 que, con una paciencia increíble, le dedicaba tanto tiempo a su pequeño hermanito. Me gustaría verlos caminar juntos, a la distancia, sin interferir, viendo si la felicidad que yo sentía al estar con él se podía apreciar a simple vista.
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Gustavo, hoy escribo para coincidir. A mi ya alta edad, viajar en el tiempo se está volviendo una costumbre. Nunca al futuro, siempre hacia mi pasado remoto. Todos los días me despierto (quizás porque he soñado) pensando en algún fragmento de mi infancia o adolescencia. A veces esto ocurre a la noche, cuando no puedo dormirme y caigo en el insomnio.
Un hecho intrascendente que inexplicablemente viene a mi memoria, alguien apareciendo con claridad o, más frecuentemente, en la penumbra, nombres que revolotean pero se me escapan, lugares que parecen pero que no son. Esas piezas sueltas suelen motivarme a reconstruir el contexto y las circunstancias: quien era quien, cómo se llamaba, dónde vivía, a qué jugábamos, de qué hablabamos, cómo era su familia, su casa… Generalmente mis pensamientos se desvían, van a la deriva, se comportan como hipervínculos que me conducen a cualquier lado. O a ninguno.
Pero debo decir que, más allá de provocar alguna angustia y muchas nostalgias, son buenos viajes, recomendables para mis coetáneos: activan las neuronas ¡y son gratis!
Nada como el tiempo para pasar.
Conmovedor