“La verdad tiene estructura de ficción.”
Jaques Lacan
Mi género preferido es la realidad. Este oxímoron tiene su máxima expresión en el formato conocido como reality show.
Todos estos programas como lo anuncian en su nombre hacen de la realidad un espectáculo. Según Wikipedia el primer reality fue la serie estrenada en 1973, An American Family, que filmaba las rutinas diarias de la familia Loud. En esta tradición se inscribe Gran Hermano, que se diferencia en varios aspectos de los realities que con diferentes nombres explotan una misma premisa. Estos se replican por todo el mundo y se definen más como shows de talento.
Carolina Aguirre escribió una nota hace varios años en La Nación donde describía a la perfección la clave de estos programas y la identificación que producen en los espectadores.
Como en la épica moderna, el reality show construye sobre la meritocracia. Gana el mejor. Por eso no importa si cocinan o si hacen música, porque lo que conmueve es el talento. Cantan, bailan, cosen y nos arrasa la hazaña, ese instante de belleza, ese momento perfecto. No importa que hayan nacido pobres. No importa que no hayan podido estudiar. No importa que nunca hayan tenido la oportunidad de pararse frente a los ejecutivos de la discográfica o a los gurúes de la moda. Iban a morirse limpiando mesas en un local de comida rápida, aplastados bajo las facturas de luz, sin que nadie supiera de su talento descomunal, pero ya no. Están acá, ganando, ocupando el lugar que siempre merecieron ocupar en el mundo.
Esta idea de justicia en una competencia es extraordinariamente atractiva, ya no es la heroína de una telenovela que pasa de pobre a rica a través de un príncipe azul. Es alguien al que la vida le cambia por sus propios méritos.
Hay dos modelos por los que se produce ese cambio, un jurado de expertos evalúa hasta la final y erige un ganador y otro que introduce al público como autoridad y así la “gente” elige quien se queda y quién se va, hasta ungir al triunfador. De los de ese tipo American Idol es mi favorito. Ahí el público no siempre elige al mejor (¡perdió Adam Lambert!) pero siempre llegan los mejores a la final y, no importa cuándo leas esto, tuvo al mejor jurado de reality vivo, Simon Cowell. El “villano” con autoridad que puede ser despiadado, mordaz, cálido y empático según la ocasión. El jurado al que todo participante del reality que él integre quiere conquistar.
Todavía me acuerdo la audición de Carrie Underwood, ganadora de la temporada 4, como modelo de ese momento en el que alguien canta a capela y el mundo se ilumina. Ese instante único que se repite en cada temporada con algún participante, es la clave de estos programas. También las audiciones bizarras son un gran atractivo, la gracia de combinar talento puro con gente que tiene la suficiente autoestima como para hacer un papelón frente a millones de personas. American Idol hizo virales a participantes antes de que existieran las redes.
No importa si la edición del material orienta al público en una u otra dirección, si hay factores comerciales que hacen que triunfe un participante sobre otro, el formato permite que un desconocido alcance un nivel de popularidad y masividad que a otro artista le puede llevar años de búsqueda. Después, la permanencia estará dada por el talento, pero esa lupa gigante que es la televisión permite cambiarle la vida a alguien. Están las telenovelas, están las fábulas, los cuentos de hadas. Estos géneros están habitados por héroes, heroínas, villanos y una idea del bien y el mal que pelea con la injusticia del mundo. El reality de talentos los conjuga a todos, pero le agrega la cuota de verdad que es la clave de todo. Hay alguien anónimo que triunfa y sale de la ficción a la vida real para desarrollar una carrera exitosa. Ser testigos como espectadores de ese cambio y ese triunfo hace la vida un poco más bella.
Argentina, a comienzos de los 2000, dio dos temporadas del extraordinario reality de talentos que fue Popstars: tu show esta por empezar. Gustavo Yankelevich comandó un equipo de grandes profesionales liderados por el productor musical Afo Verde. Esos años grises tuvieron la irrupción de la banda pop más exitosa de la década: Bandana. Gracias al reality pudimos conocer y amar a las chicas que terminaron formando el quinteto. Cada uno tendrá su bandana favorita, yo me quedo con Lourdes. Al año siguiente vino Mambrú, el grupo de chicos, con menos repercusión y talento grupal pero que inicio la carrera de Gerónimo Rauch, quién triunfó en Londres y en estos días canta en el Teatro Colón, de Germán Tripel “Tripa”, actor y estrella de comedias musicales. Los otros tres chicos tuvieron menos suerte, aunque Milton estuvo de novio con Virginia, la bandana rubia, y su interpretación de Blackbird quedó en mi memoria para siempre.
Es una pena que no se haya repetido este programa que no tuvo nada que envidiarles a sus pares del primer mundo. Quizás sea un formato muy caro, además la industria de la música cambio y se redujo el negocio. Ni Operación Triunfo, ni La voz tuvieron la frescura y la emoción de Popstars. ¿Quién recuerda algún ganador de esos programas? Hay algo solemne en los realities musicales de Telefe que me expulsa, el artilugio está demasiado presente.
El 2001 también trajo a la Argentina el formato Gran Hermano. GH presenta un problema, acá no está la coartada del talento, a alguna gente le da vergüenza admitir que consume ciertos formatos televisivos. En los realities musicales, de competencia deportiva, supervivencia (Expedición Robinson) o alguna otra destreza, el espectador culposo puede apoyarse en alguna justificación que le dé racionalidad al placer de ver un reality. En cambio, los que miramos GH tenemos que dar más explicaciones y somos mirados por encima del hombro. La pregunta más común es “¿Cuál es la gracia de ver gente comiendo, durmiendo o yendo al baño?”. Podríamos mandarlos a leer la gran nota que escribió en Seúl el dueño de este boliche como única respuesta. También podríamos mandarles este reel de La chica de los videos que da cuatro muy buenas razones para ver GH con las que me siento muy identificada, sobre todo la idea de “cita” que da un programa en vivo. El día puede ser más o menos agobiante, pero saber que al final te espera la gala de GH da una paz mental que reemplaza al mejor ansiolítico.
GH no es la vida misma: la producción manipula a los participantes, el encierro es un elemento condicionante, la edición construye personajes, pero en GH aflora la vida y se generan vínculos verdaderos entre los participantes y con el público.
GH también tiene el componente de cambiarle la vida a algunos participantes. Así como, en American Idol, cuando termina el reality muchas veces los participantes construyen una carrera exitosa, algunos de los participantes de GH al salir de la casa continúan las parejas que formaron ahí, se casan, tienen hijos, conducen programas de televisión, son productores de TV, panelistas, actrices o actores. Otros, la gran mayoría, como en todos los realities, luego de unos meses vuelven al anonimato y ya no se puede unir cara con nombre.
El plus de GH es el papel del público, que tiene un poder de justicia que desata pasiones. La “casa”, como cualquier grupo humano, tiende a buscar un “chivo expiatorio”, y nomina para expulsarlos. Mucho de los ganadores o finalistas de GH fueron odiados por la casa, nominados una y otra vez y la gente lejos de expulsarlos, empatizó con las víctimas, condenó el escarnio y los apoyó hasta llevarlos a la final.
Como en las elecciones casi nunca ganó mi favorito/a, porque no suelo compartir el gusto de las mayorías, pero denostar o defender a tal o cual participante da años de vida.
Acaba de terminar la última edición de GH, empieza un gran vacío en la vida de muchos fans. En mi caso me consuela saber que el 19 de julio se estrena Betty la fea, la historia continúa. Ya tengo tema para mi próximo envío.
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No los miro “por encima del hombro”. Todo lo contrario: los observo de frente, con las cejas levantadas por la sorpresa, con los ojos y la mente bien abiertos, tratando de entender cómo y por qué gente a la que considero con una formación intelectual y cultural muy por encima del nivel medio (del mío), pueden ver y hasta ser fans de cosas como GH.
Que no tiene nada que ver con formatos de concursos de cantantes o bailarines, con contiendas entre dos tenistas ó 22 jugadores de futbol, con “Odol pregunta” y otros, donde triunfan/tienen éxito/son elegidos/son populares/ganan premios/acceden a la fama los que demuestran tener mayor mérito o talento (y un poco de suerte) que sus eventuales rivales.
En estos “espectáculos” de GH la popularidad y el éxito se conquistan no por la inteligencia, los conocimientos, la destreza en una disciplina, la probidad, la rectitud, el comportamiento de los competidores, sino por cierto trastorno que afecta simultáneamente la manera en la que los actores y el público piensan, perciben y se relacionan entre sí y con otros. (Los psiquiatras le dicen, me parece, histrionismo, pero no me quiero meter en camisa de once varas, y no quiero ofender a nadie)
GH podría encuadrarse como un ejemplo de cultura de masas cuya “intención es divertir y dar placer, posibilitar una evasión fácil y accesible para todos, sin necesidad de formación alguna, sin referentes culturales concretos y eruditos.” (Lipovetsky y Serroy, La cultura mundo, Anagrama, 2010).
Ahora bien, si eso es la cultura que sentimos, que queremos y que debiéramos promover… ¡qué pobreza!
Hay un término que aprendí hace poco, pero que los sociólogos y psicólogos sociales usan desde hace décadas: “precariedad cognitiva”, y cuando pienso en el público de GH se me ocurre “precariedad cultural”. Que debe ser el que le aporta el rating más alto de la tv, aunque ahí también debe haber muchos intelectuales como ustedes, y eso es lo que no consigo entender.
No comparto la reflexión de Gustavo: “La reputación de los zoológicos está en declive, pero siempre tendremos los documentales de animales para ver cómo son en la libertad de su vida no domesticada. Algo parecido pasa con los reality y el animal más fascinante de todos, el homo sapiens. Curiosear en sus vidas, relojear teléfonos en el subte, escuchar conversaciones ajenas, mirar Gran Hermano, son todas actividades honrosas y denotan inteligencia. Hay que perder la vergüenza y entregarse sanamente a ellas.”
¿Espiar, acechar, husmear, merodear, fisgonear, sentir atracción por lo prohibido o turbio o por la privacidad de otros? ¿Son actividades honrosas? ¿Aún cuando esa privacidad sea consensuadamente expuesta en los medios?
“¿Qué es lo privado en nuestros días? Una de las involuntarias consecuencias de la revolución informática es haber volatilizado las fronteras que lo separaban de lo público y haber confundido a ambos en un happening en el que todos somos a la vez espectadores y actores, en el que recíprocamente nos lucimos exhibiendo nuestra vida privada y nos divertimos observando la ajena en un strip tease generalizado en el que nada ha quedado ya a salvo de la morbosa curiosidad de un público depravado por la necedad.” (Mario Vargas Llosa, El País, 16-01-2011)
Pero no voy a criticar a los que piensan distinto, sólo digo que no termino de entenderlos.
Saludos.
Descnozco por completo el mundo de los realities pero celebro y agradezco haber podido aprender algo. Cordiales saludos y un abrazo a Gustavo.