Hace unos meses, en la entrega titulada Mariela de Boedo, escribí sobre una serie de cosas que odio o me fastidian. Como gran intolerante e impaciente que soy, la lista va engrosándose día a día. En esta oportunidad me gustaría compartir tópicos de odio menos tangibles que los sistemas demoniacos de reconocimiento facial.
Maridos/esposas
En Vientre funcional —la que ya dijimos en estos envíos que es la mejor serie del año— hay infinidad de diálogos brillantes y precisos apuntes sobre la vida cotidiana.
Hay un dialogo en particular que quedó resonando en mi memoria por su humor asordinado y su grado de verdad.
Elie, la esposa de Ido, la pareja que espera un hijo que gesta Chen, se va a la casa de su hermana Roni luego de una discusión visceral y despiada con su marido.
Roni la indaga sobre la gravedad de la discusión e intenta desdramatizar las consecuencias. Elie muy apesadumbrada le dice:
“Me odia. Hace años que me odia. Ya no puede ocultarlo”
Y Roni sabiamente le contesta:
“Claro que te odia, es tu esposo”.
No debe haber odio/fastidio más universal que el que nos provoca la pareja, especialmente si uno convive con ella. El fastidio suele ser directamente proporcional al tiempo que lleva la convivencia. Por lo general, ese tiempo también, paradójicamente, afianza el amor y el compañerismo; sin embargo, indefectiblemente, hay un momento del día, de la semana o del mes en que odiamos al otro con todas las fuerzas de nuestro corazón. Los motivos son arbitrarios y azarosos. Puede ser una forma de yacer en el lecho conyugal, una respiración, un ruido al tragar, la manera en que saca la fuente del horno o dónde deja la toalla después de bañarse. La irritación nos toma cual fuego al bonzo y quisiéramos que el otro desaparezca o haga las cosas exactamente igual como nosotros queremos, que por supuesto es la única y la correcta. Este sentimiento puede trasladarse a cualquier miembro de la familia con el que uno conviva; de todas maneras, hay algo del vínculo matrimonial que lleva intrínseco el odio como la contracara del amor. Aunque no parezca, lidiar con ese componente fortalece la relación. Un poquito de odio cotidiano no le hace mal a nadie y sobrellevar el infortunio del otro nos hace confirmar que lo seguimos queriendo a pesar de sus infinitos defectos.
Road Movies
En los festivales o en la cartelera de estrenos, huyo cuando leo las sinopsis que dicen algo más o menos así:
Rubén es un camionero solitario que hace años recorre la ruta entre Asunción y Buenos Aires llevando madera. Por encargo de su jefe, debe llevar consigo a Jacinta, madre soltera paraguaya, y su pequeña hija Anahí, hacia la capital argentina. Ninguno de ellos habla mucho de sus vidas. Ninguno pregunta demasiado. Pero con el correr de los kilómetros, la relación entre los tres se volverá cada más estrecha.
O así:
Dos hermanos se reencuentran y emprenden un viaje para ir a ver a su padre luego de enterarse de que ha sufrido un accidente. Este viaje les traerá recuerdos del pasado, obstáculos sorprendentes y la certeza de que la familia, de una extraña manera, sigue existiendo, como un viejo tesoro escondido.
También se puede encontrar una tercera variante, más cara al cine norteamericano, que diga: Joe emprende un viaje de costa a costa y en el camino se encuentra con seres extraños con los que establece relaciones oníricas….
En todos los casos: huyo. Después de haber visto muchas road movies he decidido que las odio. La estructura en la que un viaje transforma al ser que lo emprende me fastidia. El viaje en si mismo me aburre. No me interesa ni el traslado ni sus paradas. Tampoco las criaturas que se cruza en el camino. Ni los paisajes, ni los silencios entre los pasajeros del vehículo que hace el recorrido. De una u otra manera me resultan todas iguales. Dicho esto, una de mis películas favoritas de todos los tiempos es: Two for the Road, de Stanley Donen (1967). En mi defensa puedo decir que allí la carretera es la excusa para hablar del matrimonio, del paso del tiempo, de la juventud y de la vejez. Cuando una road movie es una obra maestra, no hay odio que valga.
This Is Us
No odio tanto This Is Us como la idea que tiene mucha gente de que es una serie extraordinaria. Vi casi todas las temporadas. Cuando decidieron incorporar a la trama la pandemia de Covid considere que era suficiente. La principal virtud de la serie, para mí, es ser una de las pioneras en ser narradas en varios tiempos (incluyendo el futuro) contando la historia de una familia. Ese es también su defecto principal porque con ese gancho hace avanzar la trama cual perro de Pavlov. A eso se le suman todas las tragedias y tópicos imaginables. Abandono de bebe, obesidad, alcoholismo, bullying, racismo, hijo ciego, los traumas de guerra, amores y odios entre hermanos, una muerte trágica, Alzheimer, drogadicción, política. Si This is us estuviera contada en forma lineal sería más evidente su falta de vuelo y maniqueísmo. No es un problema que a uno le guste una serie mala, a los que detesto es a los que la recomiendan como “profunda”. Juntar tragedias, acumular golpes bajos para que el espectador llore a moco tendido no es sinónimo de buen melodrama sino lo contrario y si lo hacés con aires de importancia mezclando todos los temas, menos.
La noche
En este tópico también me molesta más la sobrevaloración de las virtudes de la noche que la noche misma. Para que quede claro, me casé un domingo al mediodía. Y no falto el invitado que frunciera el ceño ante la invitación diciendo: ¿Domingo, de día? El salón tenía un jardín centenario precioso que pudimos disfrutar. Sacando los años de juventud en los que la noche se asocia a la conquista de la libertad, a ritos de iniciación, no le veo la gracia a no dormir y estar al día siguiente como un zombi. Una de las tantas virtudes que admiro de los ingleses es su concepto de nocturnidad. Me refiero a las reglas con respecto a la finalización de venta de alcohol en los pubs y otros boliches. A las 23 se termina la joda, pero eso no quiere decir que uno no puede hacer lo mismo que acá empieza a las 2 de la mañana. Siempre me gustó la canción de Serrat "Poco antes de que den las 10" en la que la protagonista, una jovencita, obedecía a sus padres llegando a la hora indicada sin haber dejado de hacer más temprano todo lo que ellos querrían evitar. Viví tres meses en Londres y era un placer salir a bailar o a tomar algo a las siete de la tarde y a las 11 de la noche volverse a casa en subte. Por supuesto que se puede elegir prolongar la noche, pero tener la opción de salir sin trasnochar es una experiencia muy gratificante, al menos así lo veo yo.
La falta de pudor
Las redes sociales, principalmente Instagram han traído un nuevo mal o amplificado uno viejo. Se han desdibujado los limites de la intimidad. No quiero sonar como la tía Eduviges, pero no puedo evitarlo. Cada uno hace lo que quiere con su vida y elige lo que muestra, pero la cuota de narcisismo que implica hacer público lo que te sucede a cada minuto paradójicamente me da pudor.
LAM es mi programa de cabecera, pero eso no quiere decir que todo valga. De hecho, de Ángel, su conductor, el número uno del rubro, no sabemos casi nada de su vida privada; no porque él sea hermético sino porque decide no exponerse. Ahí creo que está la clave, encuentro algo obsceno en la decisión de comunicar el minuto a minuto de lo que te sucede. Sin llegar al extremo de la publicación de los chats con su exmarido como hizo Pampita esta semana (¡Ojo #TeamPampita siempre!) veo desfilar cajitas de preguntas con la consigna "¿Qué quieren saber?". Y respuestas como: “Hoy comí fideos con manteca”. ¡Que me importa! Ya sé puedo silenciarlo, dejar de seguir a esa persona, pero lo veo como un mal generalizado. Es imperioso para mucha gente compartir sus alegrías y miserias con desconocidos. Esa pasión por ellos mismos me expulsa.
Para terminar les dejo una frase que odio “Si alguien se sintió ofendido, le pido disculpas”.
Les dejo el último envío de “Nota mental”, el newsletter del compañero Diego Papic en Seúl, intitulado “Harto”. No puedo estar más de acuerdo con la mayoría de las cosas que lo tienen harto.
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Nueva categoría desbloqueada: odios compartidos...
Todo fue "Ay sí", a cada párrafo. Hermoso leer lo que uno piensa pero no traduce en palabras, sobre todo cuando se trata de odiar.
Pienso además que crecer es ir dándose cuenta de a poco que las tías Eduviges sabían más de lo que uno creía de joven, sólo que a uno le faltaba llegar hasta cierto punto de su vida. Pero las tías, que reitero, sabían, dejaban que eso se descubriera solo.
Me resulta muy atractivo que una familia entera desarrolle un newsletter, les agradezco por la idea, porque se pueden ver ángulos distintos de los mismos temas, y la cosa se acerca al formato sitcom, sólo que escrito.
Saludos a los tres!