La probable candidatura del ministro del Interior, Wado de Pedro, ya sea a la presidencia como a la gobernación de la provincia de Buenos Aires, entrecruza varios temas de discusión y más de un tópico de victimización. Es un nudo que vale la pena desatar porque al hacerlo se revela lo que la discusión intentaba ocultar.
Desde ya que nadie es responsable de lo que hacen sus padres; la inversa es un poco menos cierta pero vale también. Señalar a Wado simplemente porque sus padres fueron Montoneros es un error, seguramente malintencionado.
Ahora bien, el tema de la militancia de sus padres no puede quedar afuera del debate para unos sí y para los otros no. En la configuración de de Pedro su condición de hijo de desaparecidos es determinante. Si quedaban dudas, la forma que usó CFK para ponerlo en el centro de la cancha fue explícito: requirió que fuera el momento de los “hijos de la generación diezmada”.
Si hay valor en que el ministro del Interior sea “hijo de” entonces es lícito revisar la actividad de los padres, aunque el veredicto no apunte a evaluar su figura sino el uso que hace su líder de la militancia política en la década del 70. Los dos padres de de Pedro fueron desaparecidos. El padre, Enrique, murió en un enfrentamiento en abril de 1977. Lucila Révora, su madre, según él mismo cuenta fue asesinada en un enfrentamiento contra un grupo de tareas, en 1978, cuando él era un bebé. Según su relato:
Primero perdí a mi padre en abril de 1977, tenía cinco meses. Después en octubre de 1978 secuestran y asesinan a mi madre, Lucila (Révora), embarazada de 8 meses y medio", recordó. "Ahí se produce un tiroteo muy fuerte en la casa donde estábamos viviendo. Yo me salvé de las balas por el cuerpo de mi mamá. Ella me refugia en la bañadera y se pone encima mío",
Analicemos un poco esta información. Los montoneros que quedaban en la Argentina entre 1977 y 1978 pertenecían a una organización armada cuya actividad esencial era producir actos terroristas. Ya no era, como había sido entre 1972 y 1975, lo que se conoce como una “organización de masas”, con diversos frentes de acción política. Era un grupo reducido de actividad militar.
La descripción parcial que hace de Pedro del momento en que su madre es desaparecida y él pasa a vivir con apropiadores es reveladora. No se trata de un simple secuestro o un fusilamiento sino de un tiroteo. La madre tenía un arsenal y resistía su detención a los balazos en el mismo ámbito en que estaba su hijo de apenas un poco más de un año. Ella, además, estaba a un mes de dar a luz.
El episodio no es aislado. Esa escena se repite varias veces: la casa cantada bajo tortura, el operativo militar, el arsenal, la resistencia, el tiroteo, el secuestro de los niños y la desaparición de los combatientes. La presencia de niños es muy común y devela la irresponsabilidad de esa “generación diezmada” respecto de la gente que estaba a su cargo, como sus hijos. Muchos de esos militantes, para facilitar su tarea, dejaron a sus niños en una “guardería” en La Habana. Es natural que muchos de los hijos de esa “generación” hayan tenido problemas psicológicos. Incluso una película como Infancia clandestina, que simpatiza con la “generación”, describe bien esta situación de casas con fusiles y pañales.
En el caso de Lucila Révora, la madre de de Pedro, se la acusa puntualmente de uno de los peores atentados terroristas cometidos por los Montoneros. Se trata de la bomba puesta en un edificio de la calle Pacheco de Melo, colindante con el del Almirante Lambruschini, en agosto de 1978. El explosivo de 25 kg de nitroglicerina destrozó el departamento del marino matando a su hija Paula, de 15 años, a un custodio y a dos vecinos, uno de ellos una anciana de 82 años.
Como el atentado no fue investigado legalmente ni sus responsables sometidos a juicio sino que se les aplicó el tratamiento brutal de la Dictadura, es imposible aseverar que la “teniente Ana”, tal era el grado y el nombre de guerra de Lucila Révora, haya estado involucrada en esa acción en particular. De la cadena de delaciones sacadas bajo tortura devino el operativo en donde la madre de de Pedro fue muerta un par de meses después.
Es interesante leer la nota escrita por Horacio Verbitsky en su página El cohete a la luna y que analiza específicamente el hecho. La táctica del experiodista de Página 12 es la misma que utiliza cada que vez que se acusa a alguna persona –como por ejemplo a él—de aquellos atentados realizados por los Montoneros que fueran tan sangrientos que le resultara imposible reivindicarlos. Lo que hace Verbitsky es decir “yo no fui”, “ella no estaba”, aislando responsabilidades, como lo hizo con él mismo y Rodolfo Walsh en el tremendo bombazo en la Superintendencia de Policía de julio de 1976. Siempre fueron otros. Sin embargo, esos otros eran parte de su propio movimiento político. Toda la idea de responsabilidad colectiva se desvanece cuando hay que hacerse cargo de una bomba que mata a una adolescente y a una anciana que tuvo la mala suerte de vivir cerca. Yo no fui, ella no fue, fueron otros. ¿El proyecto colectivo? Bien, gracias.
Lo cierto es que la madre de de Pedro, Lucila Révora, tenía un grado militar en una organización terrorista. Discutir su participación en un hecho particular es caer en la trampa de Verbitsky que la negará, aprovechando la falta de una investigación judicial y un proceso que determine culpables. Lo que nunca se pone en juicio es la responsabilidad de esa “generación” en miles de tragedias personales que ni siquiera se animan a reconocer.
Entonces, si al decir “los hijos de la generación diezmada”, la vicepresidenta se refiere a personas como Eduardo de Pedro, está hablando de víctimas dobles: víctimas de la ferocidad y crueldad de los militares de la Dictadura pero también de sus padres, de su insensibilidad, de su mesianismo, de su pulsión de muerte.
En estos días, en su cabalgata de entrevistas para posicionarlo como candidato moderado, de Pedro respondió a la pregunta de si sentía alguna conexión emocional con los hijos de víctimas de Montoneros. De Pedro contestó con una anécdota en la cual una persona que lo cruzó en la calle se identificó como hija de uno de los represores que ejecutaron a su madre y le pidió perdón. Al eludir la pregunta de manera tan descarada, se negó a admitir, siquiera, que existían otras víctimas posibles de la década del 70. No solo no demostró empatía con otros sufrientes, sino que directamente ignoró su existencia. Si hubiera contestado “las demás víctimas me chupan un huevo” habría sido menos revelador que esta respuesta.
Ahora bien, la utilización espuria que la vicepresidenta hace de la generación de sus padres no necesariamente califica al propio Wado de Pedro. Lo que sí lo hace es su accionar, su actuación pública, eso que quiere ser oculto cuando se lo arropa con la retórica de la victimización. La gestión del ministro del Interior es la de un burócrata soviético que, en este caso particular, obedece incondicionalmente a las órdenes de su líder, que no es el presidente sino la vice. Así, de Pedro fue el primero en simular su renuncia luego de las elecciones de medio término de 2021 que terminaron en una dura derrota del oficialismo, amenazando sin complejos la institucionalidad que justamente su ministerio debería garantizar. Como buen apparatchik que es, sus acciones derivan de una interna deliberada en secreto, sin transparencia, y de la obediencia acrítica de órdenes verticales. Nunca demostró ningún tipo de iniciativa que no proviniera de la voluntad de Cristina Fernández de Kirchner.
Hace poco, en una de esas entrevistas en donde quiere mostrarse candidato, demostró que clase de dirigente era:
Si el título les parece exagerado, lean este ping pong de preguntas y respuestas:
Lo que representa Eduardo de Pedro es mucho peor que ser hijo de montoneros. Lo que viene a traer es el modelo del burócrata soviético, gris y servil, dispuesto a adoptar la cara que sea necesaria pero con la necesidad de complacer a una sola persona: su líder.
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excelente nota. El perfil de De Pedro como un obsecuente burócrata al servicio de CFK es perfecto. Más allá, y a fin de agregar algo, la década del 70 fue un período en el que parte de la sociedad aceptaba (por acción o por omisión) la violencia política. Ahora el conocimiento de los errores y los horrores debería llevar como mínimo a repudiar esos años, a no querer repetir esa historia. Indigna, por lo tanto, que el kirchnerismo y sus integrantes, muchos llamados "hijos de la generación diezmada", continúen reivindicando ese accionar, sin pedir perdón y sin siquiera empatizar con las víctimas inocentes que generaron.
Muy buena nota!!! Por fin alguien se atreve a poner sobre la mesa la responsabilidad de los padres que anteponían su ideología al bienestar de sus hijos. Felicitaciones Gustavo