En algunos sentidos, soy una persona bastante conservadora. Mis gustos personales fueron moldeados en las décadas del 70 y del 80, lo que vino después no reemplazó sino que se agregó a lo que ya estaba y no me iba a abandonar. Mi primer ídolo futbolístico fue Hugo Gatti, mucho antes de que se consagrara en Unión y Boca. Su estilo único, su sentido del espectáculo y su inteligencia para jugar me enamoraron de chico, cuando jugaba de arquero y lo imitaba. Después vino la devoción por el Beto Alonso, lo que me marcaría como admirador de jugadores elegantes e inteligentes, como Aimar, Riquelme y Messi. Mi pasión por los jugadores exquisitos viene de aquella época. Como habrán podido apreciar, la música que escuchaba en los 70 me sigue resonando. Lo que se imprimió en el espíritu en mis años mozos llegó para quedarse.
Una de las adquisiciones intelectuales y afectivas más importantes de aquellos años –y que no me ha abandonado– es el amor por Charles Darwin. Leí sobre la teoría de la evolución al tiempo que cursaba la carrera de Biología y, una vez que entendí la idea de variación en la herencia y selección adaptativa, no la abandoné más. Además de la teoría, tan simple y concluyente, la historia personal de Darwin me resultó atrapante. Su mezcla de audacia moderna y timidez victoriana, el descomunal viaje del Beagle alrededor del mundo al mando del capitán Fitz Roy, el descubrimiento de que las características físicas de los pinzones variaban de isla en isla, la revelación del mecanismo evolutivo, el miedo a exponer sus ideas y ser rechazado por la sociedad, el susto que se llevó cuando un tal Wallace le consultó por la misma idea sobre la evolución, la aparición de El origen de las especies, su consagración. Es la historia extraordinaria de un hombre discreto.
A Darwin le asaltó una idea tremenda, una idea que lo atormentó durante décadas. Como consecuencia de sus observaciones en su viaje en el Beagle, sacó la conclusión más radical posible: que el mundo no era como pensábamos que era. Siglos de dominio religioso en la concepción de la naturaleza y en el lugar del hombre quedaban desintegrados con lo que él dedujo de los datos. No existía la necesidad de un Dios para explicar la variedad de la vida. Todo estaba relacionado y no era siguiendo un plan divino sino como consecuencia de la misma actividad vital. La vida se explicaba a sí misma y la necesidad de un Dios quedaba desplazada a algunos misterios puntuales: el origen, la aparición de la conciencia.
El miedo a la desacralización llevó a Darwin a demorar la publicación de su estudio sobre el origen de las especies durante décadas. No fue hasta que otro naturalista británico un tanto excéntrico, Alfred Russell Wallace, le escribiera con sus ideas, que coincidían puntualmente con las suyas, que Darwin se vio obligado a mostrar descarnadamente su teoría. Freud habló de las tres heridas narcisistas que se infligió el hombre: la cosmológica, al sacar a la Tierra del centro del Universo; la biológica, al poner al hombre a la par del resto de los animales y la suya propia, al poner al inconsciente como fuerza motora de las acciones de los hombres. De las tres, la más dolorosa, la más escandalosa y que sacudió los cimientos de la existencia humana, sin dudas, fue la de Darwin. Nunca el sistema de creencias compartidas crujió tanto. Sus consecuencias se sienten todavía. No es casual que, de los tres héroes del descentramiento del hombre –Copérnico, Darwin y Freud—él haya sido el único que dudó tanto tiempo en expresar sus ideas.
No fue cuando leí a Darwin que sentí en carne propia la herida narcisista, es decir, la marginación total de mi persona del centro del universo hacia los márgenes de la insignificancia. Fue un poco después, con tres lecturas complementarias que me dejaron conmovido y aterrado.
El primer impacto lo recibí con la lectura de El gen egoísta, el influyente y popular libro de Richard Dawkins de 1976. La idea del libro era que la unidad de selección evolutiva no es el individuo ni el grupo sino el gen. La unidad genética “busca” (todas las acciones que implican voluntad deberían ponerse entre comillas porque se trata de metáforas) la mayor cantidad de réplicas de sí mismo. El individuo no es más que un vehículo que el gen utiliza para hacer más copias de sí mismo. De esta manera se alcanza a entender algunos comportamientos altruistas, en principio, reñidos con la idea de la adaptación. Cuando lo que busca replicarse es el gen y no el individuo, este puede ser fácilmente sacrificado en función de la propagación del gen. La idea es más simple de lo que parece y puede expresada matemáticamente. Acéptenla como buena por ahora pero lean El gen egoísta
El libro tenía esa idea desarrollada y explicada con precisión y otra más que me parecía poco interesante y forzada. Era la del “meme”, una unidad cultural (una frase, una poesía, una idea) que se replica casi de la misma manera que el material genético. Casi cincuenta años después, la idea encontró su lugar y todos entendemos perfectamente gracias a las redes sociales lo que es un meme aunque no hayamos leído a Dawkins.
El segundo impacto me lo provocó otro volumen de la Colección Científica Salvat (CCS) llamado Tomándose a Darwin en serio, de un filósofo de la biología llamado Michael Ruse, mucho menos influyente aunque el efecto que causó en mí todavía perdura. La CCS fue un acontecimiento en mi vida que recuerdo con una nostalgia enorme. Cada dos viernes aparecía en los quioscos un libro de ciencia. Las tapas eran todas iguales pero el color determinaba grandes agrupamientos. Había rojos, dedicados a la física; verdes sobre biología (como El gen egoísta, quinto volumen de la colección); celestes, de psicología, ciencia de la mente y antropología y marrones que no me acuerdo pero eran los que menos me interesaban, creo que ecología.
El de Michael Ruse era celeste. La tesis era contundente: arrancando con Hume, afirmaba que conocemos el mundo a través de los sentidos. Pero los sentidos no son radares y sensores construidos de la nada sino que fueron moldeados por la evolución. Con lo cual nuestra mente no reflejaba como un espejo un mundo exterior más o menos cognoscible sino que era un instrumento de supervivencia más. No sabemos nada del mundo exterior ya que nuestro instrumento de contacto con él está diseñado para sobrevivir, no para reflejarlo con precisión.
No se me escapa que había cierta circularidad en el argumento porque esa relativización de la mente incluía ciertamente algunos productos del pensamiento como la propia teoría de la evolución, que la lógica del libro daba por dato sin pasar por el mismo relativismo.
El tercer impacto me lo causó un libro de texto, el que se usaba en la materia Química Biológica, una de las más fascinantes de la carrera. El libro era un ladrillo descomunal de más de mil páginas, de tapas duras azules y papel brilloso y cuidado diseño. Si bien su título era “Bioquímica”, se lo conocía por el nombre de uno de sus autores, Albert Lehninger. Se lo conocía como “el Lehninger”. A lo largo de todo un cuatrimestre lo llevé a todos lados, hasta debo haber desarrollado algo de bíceps en el transcurso.
El Lehninger me hizo entender con un nivel de detalle abrumador uno de los procesos más impresionantes de la química de los organismos: la síntesis de las proteínas. Es un mecanismo diabólicamente complejo, lleno de detalles, invención, astucia. Y no es algo menor, es la fábrica de moléculas largas basadas en el carbono que forman la base estructural de lo que conocemos como vida. El desconcierto que una mente abierta encontraba en esa descripción podía llevar a dos salidas. O uno pensaba que era matemáticamente imposible que ese mecanismo se haya generado por azar, lo cual implicaba un cierto diseño en la naturaleza (léase “Dios”), o se aceptaba que estábamos construidos de perfectos mecanismos ciegos que determinaban hasta nuestra última molécula.
Mi elección fue la segunda y recuerdo cargar el Lehninger por el tercer piso del pabellón II, abrumado por la inmensidad del edificio, absorbido y atraído por el vacío que se podía ver más allá de la baranda que daba al patio central y pensando que las personas que, como hormigas caminaban de aquí para allá en cada uno de los pisos, no eran más que agregados bioquímicos sin razón ni poesía que les diera un lugar en el universo. Fue lo más parecido que tuve a una depresión.
En la sucesión de Darwin más los tres libros mencionados está todo el recorrido que se puede hacer para quitar al yo de su lugar de centralidad: desde la diversidad y relación de todos los seres vivos, hasta la mirada estrictamente material de todos los procesos de la experiencia vital, incluyendo la percepción del mundo. Es un criterio puramente materialista que se hace convincente hasta la última pregunta, en donde una duda se abre paso: ¿Por qué todo ese proceso desemboca en la materia que se piensa a sí misma? ¿No es demasiado para un proceso puramente material? ¿Por qué no hay simplemente materia que se replica ciegamente y aparece la conciencia que la piensa? Estas preguntas me superan, así que abandono acá mismo.
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Gracias Gustavo por recordarnos esos libros a cuadraditos... yo soy un 90´s kid pero los robaba de la biblioteca de mi hermano, en mi caso los verdes los pasaba por alto y leía los marrones o rojos de física, del espacio... creo que de ahí leí matemáticas e imaginación. Y el de paul davies. Me enganché tanto que cuando cumplí 13 mi abuela me regaló uno que se llama "cien mil millones de soles"... supuestamente de mecánica estelar (?) pero para ella, para mí, trataba de algo muy diferente. era esa sensación de despertarse, sentarse en la cama, y sentirse diminuto, una mota de polvo
Obviamente con menos profundidad que en tu caso, fui consciente de mas joven de la triple herida narcisista. En mi caso me perdí buscando la cuarta herida en el big bang, el big crash, la cuántica, la teoría de las cuerdas y el eslabón perdido entre Newton y la cuántica ... obviamente me perdí ... pero el tránsito fue sumamente instructivo.