En diciembre del año dos mil veintiuno de nuestro Señor viajé con cuatro amigos al Perú. Estuvimos en Lima, Ica, Arequipa y, por supuesto, en Cusco. Vimos paisajes hermosos y ruinas fascinantes. Comimos más que bien por menos que poco y fuimos felices. Perú es un país hermoso lleno de cosas para ver y hacer. Mi mayor argumento a favor de esto es que mi experiencia, tan maravillosa y completa como fue, no incluyó Machu Picchu. El día que nos tocaba ir hubo un paro general que interrumpía el trayecto en tren que nos acercaba a las ruinas. Por cuestiones de tiempo, de nuestro calendario y las cosas que nos quedaban por hacer, era ese día o nunca. Decidimos que nunca. (En realidad, hicimos un pacto: volveríamos en diez años a hacer el camino del Inca y llegar a Machu Picchu a pie. Apenas cinco muchachos citadinos fantaseando con la aventura en la selva).
Salvajes
Esta nota no es, sin embargo, sobre las atracciones de Perú. Y eso que hay para contar: la subida al Vinicunca (la montaña de siete colores de Perú), por ejemplo, fue uno de los grandes hitos de mi no tan extensa vida viajera. El Vinicunca está a más de cinco mil metros de altura y se alza por encima de un valle (el Valle Rojo). La sensación, estando en la cima, es que a los pies de uno se encuentra todo el planeta. En la montaña está Dios, eso lo sabe todo el mundo, y en la cima del Vinicunca me pareció que era verdad.
Pero lo que quiero contar, en realidad, es sobre una noche en particular en Cusco. Uno de mis amigos, el único soltero del grupo, hablaba con chicas a través de apps de citas, como Bumble o Tinder. Sus aventuras en el mundo romántico de Perú son suyas para contar, en su propio newsletter. Lo relevante es que una de esas chicas le recomendó un bar específico de Cusco donde, aparentemente, tocaban buenas bandas y tenía, en general, un buen clima.
Esa noche, una de las últimas que teníamos en la ciudad, teníamos dos opciones. La primera, la que teníamos más o menos pactada, era ir a “Loki”, un (esto me da mucha vergüenza de escribir) party hostel. Suena horrendo (y quizás lo sea), pero en realidad es apenas un hostel normal donde, además de permitir a la gente dormir y ducharse, también a veces ponen música y abren sus puertas para extraños, para tomar algo o hacer otras cosas. Cosas impúdicas.
La otra opción, la opción nueva, era ir al bar recomendado por la chica de Tinder. El valor de ese plan era que se trataba de un bar local (genuino, digamos, como el Corán) y no un lugar solo de turistas. La contra era que ese plan era una incógnita y el otro, una seguridad.
Sonora
Ahora una aclaración. A pesar de lo que puedan creer por este tono canchero y relajado con el que me desenvuelvo en estas páginas, no soy una persona exactamente relajada. En especial cuando se trata de enfrentarme a una situación desconocida e imprevista. Soy neurótico, ansioso y fóbico, y lo que no conozco me preocupa. Esa noche, mientras debatíamos sobre a cuál lugar ir, yo era un exagerado y desvergonzado defensor de ir a Loki. El problema es que Loki era más lejos y este otro lugar quedaba de paso. El pacto fue pasar por el lugar recomendado en Tinder, ver qué tal y, si no era tentador, seguir para Loki.
El bar era horrible. Desde la puerta veíamos apenas un salón de cuatro o cinco metros cuadrados, completamente vacío, con una barra y unas luces de colores tristes que acompañaban la música, genérica y demasiado fuerte. La idea de ser los únicos en un bar, en cualquier lado, me parecía aterradora e insoportable. Ni bien vimos el lugar vacío volví a insistir por Loki y nos fuimos.
Loki está a varias cuadras y en subida. No son ni tantas cuadras ni tan en subida, pero Cusco está a más de tres mil metros de altura y todo el trayecto era físicamente desafiante. Con cada paso que dábamos más necesitábamos que la recompensa fuera justa, que Loki fuera un lugar espectacular y que esa fuera la noche de nuestras vidas. Pero cuando llegamos, Loki era apenas una puerta grande, negra, cerrada, detrás de la cual un señor nos miró como si fuéramos (éramos, fui) estúpidos cuando preguntamos si ahí había (qué vergüenza) una fiesta.
Decidimos (decidieron, busqué argumentos en contra, no los encontré, me rendí) volver al bar de Tinder. Mi única protesta fue ir caminando mientras los demás iban en taxi. (No entiendo la lógica de ir caminando como protesta, no me entiendo a mí mismo, pero entonces era joven. Ahora tengo treinta años, soy sabio y mejor. En parte por esa noche en Cusco, la historia sigue).
Cuando llegué, solo, mis amigos me confirmaron un descubrimiento sensacional. Del otro lado de ese primer salón triste y vacío había un pasillo que llevaba a un patio, que a su vez llevaba a otro salón. Ese otro salón estaba bellamente iluminado, lleno de gente y con un escenario preparado para una banda. El resto de la gente, un mix entre turistas y peruanos, comía y bebía feliz. Todos parecían desenvolverse con cierta familiaridad, como si fuera un plan recurrente ir ahí a comer algo y escuchar música. La moza, Patricia, coqueteaba con todos con mucha elegancia. (Yo, como todos, consideré que conmigo coqueteaba distinto).
En el escenario había lugar para, al menos, tres percusionistas. Al contrario de lo que uno creería, que una banda tenga más de dos percusionistas es confirmación de calidad. Uno a uno los miembros de la banda fueron acercándose a sus lugares. Uno de ellos parecía un auténtico emperador inca, con una nariz aguileña espectacular, el pelo negro y largo hasta la cintura recogido con una vincha de tela. Era el segundo guitarrista y el líder de la banda. El cantante, por su parte, no podía medir más de un metro cincuenta y pico. Tenía una gorrita canchera, anteojos negros gruesos y una sonrisa pícara espectacular.
Finalmente, después de tanta preparación, el guitarrista principal (Claudio, que tenía una boina y una remera de los Guns n’ Roses) empezó a tocar las primeras notas de Sonido Amazónico. El volumen era ensordecedor, como eran los recitales en Buenos Aires hace quince años, antes de que el woke nos hiciera cuidar los oídos. De a poco se fue sumando el resto de la banda y rápidamente todo el bar se convirtió en una fiesta. Patricia pasaba ágilmente entre la marea de gente con bandejas llena de platos y vasos, guiñándome el ojo cuando pasaba cerca mío. Además de Sonido Amazónico, cantaron Elsa y Cariñito, dos clásicos de la chicha. Después, algunas canciones originales suyas, también buenas pero cuyos nombres no recuerdo.
Entre canciones, el líder Inca sentenciaba “La cumbia y la chicha son identidad. Noche de cumbia. ¡Sonora!”. “Sonora Patronal” es el nombre de la banda.
Cusco
Quizás no suene tan impresionante que la mejor noche de un viaje sea haber escuchado una banda en un bar. Pero, de alguna manera, lo fue. Había allí un clima festivo muy honesto. No era una alegría exagerada ni impostada. Era simplemente que las cosas estaban bien, que la vida, a veces, está bien y que el mundo, a veces, es un lugar bueno. Durante toda la noche pensé, en paralelo, que yo había hecho un esfuerzo muy grande por no ir ahí, por ir a otro lugar, uno menos interesante, solo por fóbico. Esa noche fue bastante reveladora para mí. Mi estadía en Cusco incluyó más de una revelación sobre mí mismo, todas y cada una de ellas me dan vergüenza y no las compartiré en este espacio. Pero desde entonces trato de estar un poco más abierto a lo desconocido. Trato de recordarme que estar incómodo es estar vivo y que lo único que se mantiene quieto e imperturbable es aquello que está muerto. Y yo no me voy a morir nunca.
Final
Cusco es una ciudad maravillosa. Tiene forma de puma, está tan alto que no se puede respirar y en cualquier momento puede llover torrencialmente, aunque el cielo esté lo más despejado que pueda estar un cielo. Es una mezcla de cosas extrañísima, de arquitectura inca y española por igual. También es mucho más grande de lo que uno recorre como turista, y es una ciudad pobre. El bar al que fuimos esa noche se llama “Salvajes”. Entre todas las cosas insensatas que pensé en Cusco, una de ellas fue la de dejar todo y quedarme a vivir ahí. Me imaginé viviendo solo, yendo a Salvajes todas las noches, hacerme amigo de la mozos, coquetear eternamente con Patricia y escuchar música. La cumbia y la chicha son identidad. No lo hice. La fantasía, como el coqueteo con Patricia, es buena como idea y nada más. El poder de Cusco, como el de todas las cosas, está en su recuerdo, no en su permanencia.
Tengo que aprender a terminar las notas con menos solemnidad. Va una foto que me sacaron justo después de vomitar, cuando vimos las líneas de Nazca en avioneta. Tengo un poncho echado para atrás, como Clint Eastwood.
Si están satisfechos con nuestra tarea, piensen en colaborar con un poco de dinero mensual de manera de ir construyendo una base de seguidores pagos que nos permitan mantener y desarrollar este emprendimiento. Los valores pueden no significar mucho en sus economías mensuales pero para nosotros son un ladrillo más para construir el servicio que soñamos.
Vean si algunos de los valores de acá abajo les resultan accesibles, el aporte es mensual vía Mercado Pago (PayPal para el extranjero) y podés salir cuando quieras sin ninguna dificultad:
Y, como siempre, los que quieran colaborar desde el exterior, lo pueden hacer vía PayPal:
que fresca esta nota....me re gusto y ya yendo x esa banda en Spotify...espero tener suerte 🤔🤷🏻♀️🤪
Ojo con las Patricias. Con las fantasías también, pero sobre todo con las Patricias.