A lo largo de mis treinta y un años viví en diez casas distintas. Todas y cada una de ellas tenían cocina a gas. No es sorprendente: según este informe del 2023, el 85,4% de los hogares urbanos usa gas para cocinar. En todo este tiempo, viendo y prendiendo incontables hornallas, más de una vez me pregunté cómo es que la llama no se “mete para adentro” y hace combustión en toda la instalación de gas. Y lo contrario también: por qué el gas que sale no continúa prendiéndose fuego en toda la casa. ¿Cómo es que el fuego queda tan perfectamente limitado al aro de la hornalla? Este es el Sabelotodo más específico de todos los tiempos.
Son varios los factores que hacen que nuestras casas no exploten por los aires cada vez que nos hacemos unos fideos.
Primero, para que haya combustión tiene que haber, además de gas, oxígeno. El gas en la hornalla no se mezcla con aire hasta el final de su recorrido, por lo tanto debajo de la hornalla falta el elemento fundamental de la combustión. Además, y esto es parte del segundo factor, el gas sale despedido a cierta velocidad. La presión del gas al salir evita que el aire se meta. Esa velocidad, además, es mayor a la velocidad de combustión una vez que lo prendemos. Por eso tanto el oxígeno como la llama en sí no alcanzan a meterse para adentro, el propio gas los empuja para afuera. La velocidad de salida del gas debe ser mayor a la de la propagación de la llama, pero tampoco tanto, porque entonces la llama se vuelve más grande. Imagino que eso es lo que hacemos cuando subimos o bajamos una hornalla: el gas sale con más potencia y le “gana” a la combustión.
Por último, los propios materiales de la hornalla están diseñados para controlar la temperatura y la distribución del gas que sale. Alguna vez les habrá pasado que, con la hornalla prendida, la golpearon con algo, la movieron y de repente la llama se volvió más grande y uniforme. Y peligrosa.
Todo esto no será muy interesante en sí mismo, pero es lo que es. Yo viví treinta y un años con cocinas a gas. Me pregunté siempre cómo funcionaban, pero nunca me detuve a averiguarlo hasta ahora. ¿Qué cambió? Me mudé de nuevo. En mi hogar número once no hay gas, todo es eléctrico. Qué cosa loca la mente humana, que de repente solo se interesa por aquello que no tiene. Mientras trato de descifrar este condenado anafe eléctrico y pierdo minutos de mi vida intentando hervir una miserable olla con agua para cocinar unos tirabuzones, pienso qué lindo era calentar las cosas con una hornalla a gas. El ruido monótono y constante del gas que sale, la materialidad de las cosas. Ver el fuego, la fuente del calor, vivo en frente mío. Poner algo sobre fuego y esperar que se cocine, la actividad más esencial de nuestra especie.
Me mudé mucho en estos años, pero casi siempre fue por elección y para mejor. Viví en Balvanera (más de una vez), Almagro (más de una vez), Boedo, Caballito, Palermo (qué gigante es Palermo), Belgrano. Además, fui a la secundaria en Monserrat (adivinen), a un colegio (adivinen, dale) que juntaba jóvenes de todos los rincones de la ciudad, con lo cual tampoco tengo amigos del barrio: mis amigos, como mi vida, son de toda Buenos Aires. Flores, Pompeya, Lugano, Parque Chacabuco, Constitución.
Ahora estoy en otro barrio, uno secreto, porque no quiero que me encuentren. Me imagino de anciano, mirando para atrás y pensando en cual fue mi barrio, y pienso que no podría decir ninguno, o podría decirlos todos. Cada barrio nuevo al que me mudo pienso “quizás sea este”, pero cada vez soy más grande y el presente es cada vez más presente. Cada vez queda menos tiempo.
Este nomadismo accidental podría parecer desapegado y causante de algún tipo de vacío en mi identidad, pero es todo lo contrario. La memoria se activa con los sentidos. Con olores, con sonidos y con lugares. Cada nuevo barrio es una hoja en blanco a la que le voy a imprimir un recuerdo y cada cuadra en la que viva por una cantidad significativa de tiempo me recordará algo. Y, en veinte, treinta, cuarenta años, cuando pase accidentalmente por Amenabar y José Hernández, voy a recordar la sensación de vivir ahí. Probablemente me ponga un poco triste, pero está bien, porque esa es la naturaleza de las cosas. Si hubiera vivido toda la vida en las mismas cuatro cuadras, el resto de la ciudad me resultaría indiferente. Esta ciudad maravillosa merece un poco más.
Final
Es un Sabelotodo breve y sentimental, pero el sábado pasado me mudé después de un proceso muy largo y agotador y estoy cansado. Mudarse es una de las tres cosas más estresantes que puede hacer una persona y yo me mudé, en mi vida adulta, cinco veces en ocho años. Estoy cansado, lo digo de nuevo. Mi casa nueva, en este barrio secreto, es hermosa y tiene cocina eléctrica. Hoy es un problema, pero no es grave. Grave sería dejar la hornalla prendida. Bum.
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