Desde que el kirchnerismo se adueñó de la fecha, el 24 de marzo es un día soporífero, en el cual hay que alejarse de las redes sociales, invadidas o por la solemnidad o por la provocación, todo expresado en forma de consignas. Como se sabe, las consignas son la enemiga de la conversación. "Fueron 30 mil", dice alguien. "No fueron 30 mil", contesta otro. No es un diálogo. Los manifestantes que van a la Plaza expresan habitualmente su sentir político de la coyuntura: en contra de Milei y Macri, celebrando el gobierno de los kirchneristas, haciéndose los opas con Alberto Fernández; poco que ver con los derechos humanos o la Dictadura. El aniversario del golpe de estado está tan ritualizado que se convierte para mucha gente en un día muerto, sin resonancia, y en cambio para otras cuantas decenas de miles de personas que van a la Plaza de Mayo, un día de cumplimiento estricto, del orden del deber ser, como ir caminando a Luján. La enorme mayoría de los que van y de los que no van no pretende un cambio de régimen institucional, están todos cómodos con la democracia liberal. Sin embargo, las acusaciones cruzadas se hiperbolizan. Todo es representación, como en una obra de teatro que ya tiene demasiadas funciones y los actores actúan en piloto automático. Lo tuyo es puro teatro.
Hasta que apareció Milei a sacudir la modorra. Durante el macrismo, el "superyo progresista", como dice Luciana Vázquez, le impedía al gobierno del PRO y sus aliados a salir a confrontar con las representaciones más sagradas del kirchnerismo y dejaron correr cada aniversario sin gestos ostensibles. Los libertarios no tienen esa restricción y por eso sorprendieron el 24 de marzo del año pasado, cuando el gobierno apenas tenía tres meses y el logro de bajar la inflación todavía no se hacía evidente. Con esa debilidad, el gobierno lanzó un video que básicamente eran testimonios del Tata Yofre, de la hija del Capitán Viola, asesinado junto a su hijita por la guerrilla antes del golpe, y del misterioso Luis Labraña, quien asegura una y otra vez haber inventado la cifra de 30 mil desaparecidos.
El video era precario, poco producido, puro gesto contestatario. Causó impresión porque desafiaba un consenso muy cómodo, que lo expresó en nuestros días de manera transparente Reinaldo Sietecase, el de la superioridad moral de quienes marchaban a la plaza el 24/3. Todavía en ese momento, la voz más sonora del gobierno sobre la interpretación de la década del 70 era la de la vicepresidenta, Victoria Villarruel. Más allá de que nunca reivindicó públicamente a la Dictadura y se dedicó a las víctimas civiles de los ataques terroristas, Villarruel pertenecía a la familia militar y su voz establecía un lazo entre los uniformados del pasado y el presente.
El video protagonizado por Agustín Laje este último 24 de marzo, en cambio, tuvo muchas novedades, algunas realmente significativas. Confieso que, a razón de la desconfianza que me provocaba el personaje, abiertamente reaccionario, no lo vi hasta casi terminada la jornada. Creo que esa percepción del personaje —y cierto dogmatismo sobre el tema— explican que los comentarios negativos hayan sido totalmente equivalentes a los que generó el video del año pasado. A mí, en cambio, me sorprendieron varias cosas, en general, para bien.
Laje arranca desde su experiencia personal, sobre cómo se habla de la década del 70 desde hace un tiempo en las instituciones educativas. Viví eso cuando mi hijo menor cursó la escuela primaria, al punto tal de que, en un contexto de mucha amabilidad, fui a quejarme a la directora de la escuela por un texto sobre el tema que ofrecía información muy distorsionada. Sin embargo, más allá de las anécdotas personales, la descripción que Laje hace sobre el discurso oficial durante el kirchnerismo es correcto: fechar el comienzo de la violencia el día del golpe de Estado y la idealización de la "juventud maravillosa". Laje describe con cierta corrección la percepción que tenían las organizaciones guerrilleras durante esos años de una situación pre revolucionaria y de la legitimidad que sentían por el uso de la violencia. Es cierto que ambas organizaciones predominantes, ERP y Montoneros llegaban a fines de marzo de 1976 con una debilidad marcada, pero eso estaba dado, justamente, por otro de los puntos fuertes del video: que la represión ilegal había comenzado antes del golpe y había sido llevada adelante por grupos paragubernamentales.
Y ahí es donde me parece que surge la novedad más importante de esta suerte de posición oficial del gobierno sobre la Dictadura. Laje habla abiertamente de la represión ilegal y funda mucha de sus afirmaciones en información recogida por la Conadep y en el Juicio a las Juntas, reconociendo, de hecho, legitimidad a ambas iniciativas del gobierno de Alfonsín. Laje dice la siguiente frase en el video: "Tras el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, la horrorosa represión ilegal continuó y se intensificó. Las ejecuciones, las torturas, las desapariciones, fueron parte de la metodología empleada". Es muy difícil aplicar la descalificación de "negacionista" a ese discurso, a menos que uno piense que es negacionista cualquier persona que diga algo distinto a lo que piensa sobre ese tema.
Señalaría dos cosas a objetar del discurso de Laje. Uno es la esterilidad de discutir la cifra de desaparecidos sobre la base del testimonio de Luis Labraña, un personaje que asume una centralidad que no encontré en toda la bibliografía y que me resulta, por lo menos, oscuro. Sin embargo, Laje dice lo correcto: ocho mil muertos son más que suficientes para que se defina el horror de la Dictadura. Nunca la derecha había expresado esa idea simple con tanta claridad.
El otro punto flojo es la mezquindad que tiene el discurso para con el gobierno de Alfonsín, seguramente por su aire socialdemócrata, algo particularmente pecaminoso para la huestes libertarias. La UCR en 1983 sentó las bases de la convivencia democrática, algo que, mal que mal, determinó las condiciones políticas en las cuales vivimos desde hace más de 40 años, un logro sencillamente extraordinario. Lo hizo partiendo del rechazo enfático a cualquier tipo de violencia política, sin importar el bando del cual viniera. Como señalamos hace un tiempo en la revista Seúl, el decreto anterior al que llamaba al juicio a los militares, el 157/83, hacía lo mismo pero con las cúpulas guerrilleras. Si Laje hubiera estado abierto a considerar esta virtud constitutiva de Raúl Alfonsín, podría haber citado en su argumentación sobre la violencia de las organizaciones guerrilleras, los considerandos de aquel decreto:
Que la actividad de esas personas y sus seguidores, reclutados muchas veces entre una juventud ávida de justicia y carente de la vivencia de los medios que el sistema democrático brinda para lograrla, sumió al país y a sus habitantes en la violencia y en la inseguridad, afectando seriamente las normales condiciones de convivencia, en la medida que éstas resultan de imposible existencia frente a los cotidianos homicidios, muchas veces en situaciones de alevosía, secuestros, atentados a la seguridad común, asaltos a unidades militares de fuerzas de seguridad y a establecimientos civiles y daños; delitos todos estos que culminaron con el intento de ocupar militarmente una parte del territorio de la República.
Por más que muchos se hayan rasgado las vestiduras, Laje no dijo nada que no se supiera o que no estuviera en las fundaciones mismas de este extenso período institucional. Lo novedoso es que ese discurso, discutible en sus detalles pero inobjetablemente democrático y republicano, haya provenido del gobierno y sea más explícito que el que venía esbozando hasta el momento.
Aunque muy joven, viví aquella época y en las últimas décadas le dediqué mucho tiempo a revisar esa historia y a pensarla. Escribí muchas notas al respecto y particularmente, en 2018, cuando Milei no existía en el panorama político argentino, escribí una recopilación de la bibliografía sobre los 70 en forma de Diccionario. Si releo la introducción, encuentro que mis ideas no chocan con las expresadas por Laje en el famoso video. Lo comparto aquí para ustedes:
En los setenta, la Argentina se volvió loca. Una idea, la de la revolución, se instaló en el imaginario de la época. A partir de la experiencia cubana, se la pensó posible y alcanzable en el corto plazo. Las distintas corrientes políticas actuaron en consecuencia: buena parte de los que la consideraban deseable suspendieron toda consideración ética o política que se interpusiera a ese objetivo: de poco valían los valores liberales y los principios republicanos si estábamos al borde de una era en donde todos –opresores y oprimidos-- perderíamos definitivamente nuestras cadenas. La violencia pasaba a ser una opción sin reparos, el ejercicio del periodismo solo tenía sentido si se lo ponía en función de ese objetivo final y la idea de los derechos humanos era una entelequia burguesa sobre la que no se discutía. Para quienes se sentían amenazados por la idea de la revolución, la reacción fue especular: todo estaba en juego y no tenía sentido ponerse límites en defensa de los viejos valores. Los militares no tenían consideraciones republicanas y se sentían legitimados para reemplazar la monótona burocracia de la democracia con órdenes y obediencia, sin reparar en minucias legalistas. Como nunca antes –y la Argentina tenía una larga experiencia en golpes militares—el ejército se decidió por la más marcada ilegalidad, llevando sus recursos a los extremos más salvajes. Jugó el juego de la época pero, disponiendo del aparato estatal, llevó adelante la más cruel masacre política de nuestra historia.
Desprestigiados los valores republicanos, ignorados como reglas sobre la cual establecer límites de comportamiento, ambos bandos del enfrentamiento alrededor de la palabra revolución perdieron todo tipo de restricción y dieron rienda suelta a los comportamientos más extremos. Las explicaciones políticas tienden a minimizar las conductas más extravagantes, normalizándolas. Lo cierto es que lo que sucedió en nuestro país durante la década del 70 supera con creces las especulaciones más racionales. Es muy difícil explicar algunos de los hechos desarrollados en aquellos momentos desde alguna conveniencia política o sectorial. No hay ninguna idea política ni plan económico que necesite que, por ejemplo, las combatientes enemigas sean encerradas a la fuerza, esclavizadas y que eventualmente una noche sean sacadas a pasear a una boîte de moda[1]. Tampoco hay sostén ideológico que pueda sustentar racionalmente que un grupo diezmado, francamente en extinción, abandone la seguridad relativa del exilio para intentar una ofensiva revolucionaria imposible, dejando a los hijos en una guardería en La Habana. Tanto los Montoneros como el Ejército en algún momento de su enfrentamiento arrastraron el cadáver de un enemigo[2] encadenado a un auto. Los ejemplos son muchos y buena parte figuran en este libro.
Una de las dificultades del debate público en los últimos tiempos se soluciona (como lo hicimos en el párrafo anterior) de la manera más práctica: ignorándola. Poner uno al lado del otro un ejemplo de la barbarie perpetrada por los militares junto a otro de los grupos revolucionarios comete, según el clima de opinión imperante, el pecado de abonar a la “teoría de los dos demonios”, ya desprestigiada y archivada. Quien ese pecado comete en realidad no quiere analizar la conducta de las organizaciones revolucionarias sino simplemente exonerar a las fuerzas armadas. Con esa simple acusación se ha conseguido paralizar cualquier discusión que ponga sobre la mesa acciones de la guerrilla en algún plano de igualdad con la acción represiva de la Dictadura. El resultado ha sido una parálisis total y la imposibilidad práctica de discutir libremente cuál fue el aporte de los movimientos revolucionarios a la violencia de la década del 70 y de qué manera fue copartícipe de la situación que provocó el golpe de Estado de 1976. Desde ya que evaluar la acción violenta revolucionaria en el contexto de la época no implica de ninguna manera suavizar, condonar, disimular o igualarla a los horrores de la represión ilegal. Esta aclaración va de suyo y no volverá a aparecer en el libro. Es hora de discutir y mirar a la historia sin miedo, libremente. La entrada TEORÍA DE LOS DOS DEMONIOS, probablemente la más importante de esta obra, desarrolla el concepto: el resto del libro deriva, de alguna manera, de las ideas allí expresadas.
Esa restricción impuesta en los últimos tiempos ha dejado a una parte de la población desguarnecida en su pesar. Aquellas víctimas y familiares de las víctimas de la acción guerrillera en la década del 70 sienten que su dolor no puede ser expresado públicamente, que son mal vistos y que no tienen reconocimiento oficial. Empatizar con su duelo inconcluso es una deuda de la sociedad en su conjunto. Héctor Leis, militante montonero que realizó en los últimos años de su vida una profunda autocrítica, sugería un monumento único que recordara sin distinciones a las víctimas de la violencia de los 70 de cualquier lado que esta haya sido. La prédica de Leis, expresada en dos de sus últimos libros y en la película El diálogo, ni siquiera fue discutida: el rechazo de la izquierda se unió a la desconfianza de la derecha. Este libro de algún modo es un paso en la dirección que él marcaba.
Así es como tenemos en la Argentina un grupo de personas dolientes, acompañados por el reconocimiento del Estado y el consenso de la mayor parte de la sociedad, pero aún así imposibilitado de cerrar el ciclo por no contar con la información más elemental para ello: dónde está el cuerpo de su familiar, cómo murió, quién lo ejecutó. No es un forzamiento de una teoría bicéfala desprestigiada encontrar que hay otro grupo de dolientes viviendo una situación especular: conocen los detalles de los episodios violentos que truncaron la vida de su persona querida pero el Estado y la sociedad les dan vuelta la cara en el reconocimiento de su pesar.
Este diccionario pasa revista a los acontecimientos más relevantes producidos en la década del 70, desde su hecho fundacional, el asesinato de Aramburu, hasta el cierre con la delirante escuela de esclavos trabajando forzadamente para Massera en la ESMA y la no menos demencial Contraofensiva. Cada entrada da cuenta de la literatura y la filmografía asociada al episodio al tiempo que intenta mirar los hechos desde una perspectiva nueva, despojada de miedo y de preconceptos. El intento es encarar la década interminable de manera más libre y proponer un diálogo sin miedos. No es imposible.
[1] El increíble episodio figura en Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA, de Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin y Elisa Tokar, Sudamericana, 2001.
[2] Un compañero considerado traidor en el caso de la agrupación revolucionaria. Ver entrada FUSILAMIENTOS INTERNOS.
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En otras ocasiones le manifesté lo mucho que coincidimos en nuestros pensamientos sobre los hechos de los 70. Solo quería recordar la crítica lúcida y temprana que hizo sobre la época un comunista, Carlos Brocato, en su libro "La Argentina que quisieron", de los delirios de ambos bandos. Es reconfortante para mi, conservador y creyente, que personas que piensan diferente, como Brocato y usted Gustavo, sientan el mismo horror que yo por ese entusiasmo demencial y asesino, con un total desprecio por la vida humana que caracterizó a esa época. Creo que nos merecemos algo mejor a pesar de todos nuestras fallas. Gracias, cómo siempre, por hacerme reflexionar. Un abrazo.
Este texto es una masterpiece. A pesar de la longitud, muy bien sintetizado lo que pienso.