Escuché la historia de Silvia Labayru a fines del siglo pasado, en Londres, conversando con Irene, una de sus amigas y ex compañera del Nacional Buenos Aires. El relato incluía una imagen que me impactó: una cama con respaldo de bronce en la ESMA en donde refulgía una belleza rubia que encandilaba a los represores. Labayru sobrevivió al cautiverio y fue vista con desconfianza y rechazo por los exiliados, sospechándola de distintos grados de colaboracionismo. Irene no estaba entre ellos: los despreciaba y se sentía solidaria con su amiga. Tengo un vago recuerdo –que bien puede ser una creación mía posterior– de que le reclamaba a Silvia Labayru que haga oír su voz, que cuente su lado de la historia.
El hecho es que un cuarto de siglo después de aquella charla, Labayru salió a contar su historia. La encargada de llevar adelante el proyecto fue Leila Guerriero, una estrella de la non fiction de habla hispana y una editora de prestigio. El resultado es La llamada, un libro que está destinado a convertirse en un punto de referencia ineludible de la literatura que narra la década del 70.
Como muchos argentinos, me enteré de parte de lo que había ocurrido en la ESMA durante la Dictadura por el libro de Miguel Bonasso de 1984, Recuerdo de la muerte, en donde se relataba el intento del Almirante Massera de convertirse en el heredero de los militares y el peronismo. Allí se cuenta como la Armada, bajo su dirección, utilizó a un grupo de montoneros secuestrados para que hicieran trabajos de inteligencia en su favor. Bonasso toma una figura heroica, la de Jaime Dri, quien logra fugarse de sus captores, y la contrapone a los “quebrados”, aquellos montoneros que, luego de ser torturados y con la posibilidad de una muerte inminente, aceptaron trabajar para sus captores. De una manera sinuosa –en un libro que no deja de ser tan atrapante como La llamada– mantiene la idea que tenía la conducción de Montoneros en el sentido de que la tortura era manejable en tanto se la enfrentara con firmeza ideológica: de allí su distinción entre héroes y traidores. Para Bonasso, era posible resistir, era posible fugarse.
La llamada se para en el punto exactamente opuesto: su figura central es alguien que tuvo un tratamiento “privilegiado” dentro de la ESMA, alguien que durante mucho tiempo fue mirada como una traidora. Las comillas son deliberadas: sólo en contraposición con quienes fueron asesinados luego de torturas se puede pensar en privilegios siendo que estaba detenida clandestinamente y controlada por sus captores, pero lo cierto es que Silvia Labayru, como se cuenta detalladamente en La llamada, estando en cautiverio viajó varias veces al exterior, se pudo comunicar con su familia y se le garantizó que nunca sería “trasladada”, es decir, subida a un avión, drogada y arrojada al mar. Su hija, Vera, nacida en la ESMA, fue entregada a su familia. Los “privilegios” fueron excepciones a un régimen de crueldad extrema ejercido sobre ella pero claramente se diferenció respecto del trato que tuvieron sus compañeros de encierro.
La llamada pone en escena el costado sexual de la represión clandestina: las violaciones tal como una las imagina, pero también la esclavitud sexual llevada a extremos que no conocíamos en el contexto de esta historia. A Silvia le dijo el Tigre Acosta, mandamás del establecimiento, que tenía que estar en pareja con uno de sus represores y le asignaron (así, como suena) al oficial González. El capitán la sacaba de la ESMA y, cuando no la llevaba a un hotel alojamiento, iban a su propio departamento en donde cumplía una fantasía sexual matrimonial. González y su mujer tenían sexo con Silvia Labayru mientras en la habitación contigua dormía la hija pequeña del matrimonio.
Una historia como la de Silvia Labayru no se escribe en una nota sino en un extenso libro y Leila Guerriero, que arrancó el proyecto con aquella idea, lo entendió bien. A partir de esa comprensión, hizo los deberes. Estuvo más de un año conversando en diferentes formatos y en diversos lugares del mundo con Labayru y decenas y decenas de testimoniantes. Buscó archivos, revisó causas y hasta visitó la ESMA en compañía de la protagonista de su libro. Uno puede tener muchas diferencias con las decisiones de la autora –y de hecho yo las tengo– pero nadie podría acusarla de perezosa.
En el libro, luego de la increíble historia con el matrimonio González (tuve que detener la lectura en ese momento porque el nivel de perversión me resultaba demasiado agobiante), Labayru y Guerriero tienen la conversación más impactante de toda la obra: dice la protagonista que en el estado de esclavitud en que se encontraban los secuestrados toda relación sexual es una violación y que la persona en estado de esclavitud puede usar su sexualidad de cualquier manera para mejorar su situación (mejorar puede significar sobrevivir, en ese contexto) y hasta permitirse aislar la genitalidad en su mente y sentir placer en algunos de los encuentros sin por ello modificar el hecho violatorio.
La lectura me recordó un libro sobre la caída de Berlín en el final de la Segunda Guerra Mundial y el derrumbe del nazismo: Una mujer en Berlín, de autora anónima. La historia de la escritura y publicación del libro es extraordinaria: una alemana de unos treinta años, periodista, que sabía algo de ruso, se las arregla para escribir en las postrimerías de la guerra –Hitler encerrado en su bunker y los soviéticos entrando a sangre y fuego– unas palabras claves cada día, como recordatorio, a modo de diario. Luego de la guerra, sobre esas palabras reconstruye el relato y escribe lo que hoy se conoce como Una mujer en Berlín. Su publicación en Alemania en la década del 50 –debida al periodista W. C. Ceram, autor del best seller de la arqueología, Dioses, tumbas y sabios—es recibida con indiferencia: el relato es demasiado crudo y el tono de una frialdad extraordinaria. Los alemanes todavía no estaban preparados para semejante historia. Con el comienzo del siglo XXI el ensayista y poeta Hans Magnus Enzensberger, cree que es el momento de una nueva edición. Ceram ya había muerto pero la viuda le cuenta quién es la autora anónima, también fallecida. El libro es publicado nuevamente respetando el anonimato, y se convierte en un éxito, reivindicado especialmente por las feministas.
La narradora cuenta la desesperación de aquellos días de desastre, los peligros de los bombardeos, las privaciones y el terror de la llegada del ejército rojo, famoso por su costumbre de violar a las mujeres de los territorios que ocupaban. Cuando llegan los soldados soviéticos, Anónima comprueba en carne propia la prepotencia de los vencedores. Luego de un par de episodios violentos y humillantes, la protagonista de la historia toma una decisión: ya que inevitablemente será violada, ya que no tiene ninguna opción al respecto, será ella quien elija a quien la viole. Lo hará el que a ella le convenga. Es una mujer activa que usa su sexualidad para sobrevivir en las condiciones más extremas. Elige al de mayor rango de la zona y, con su arma sexual controlada, se garantiza lo suficiente como para sobrevivir. Como dice Ceram en el epílogo del libro, “Anónima no se rindió a pesar de haber tenido que entregarse”.
La Labayru que aparece en La llamada, como la Anónima berlinesa, no se rinde a pesar de haber tenido que entregarse. Para salvarse, usa todo su bagaje: su belleza, su condición social, saber idiomas, entregarse sexualmente, acompañar a Astiz en sus infiltraciones. Es la princesa que quería vivir, manteniendo en esa obsesión vitalista un norte que le ordena las acciones. Labayru, además de ser de familia militar, esplendorosamente bella, de tez blanca y cabellera rubia, tiene otra pertenencia, que en el libro termina siendo fundamental: hizo la secundaria en el Colegio Nacional de Buenos Aires, la mayor fábrica de sensación de pertenencia que tiene el país. Un amigo, comentando el libro, me dice: “La protagonista de la historia me hace acordar al meme ese del entierro y que cuando el cura pregunta: “¿Alguien quiere dar una última palabra?”, uno de los deudos dice: "Si. Yo fui al Nacional Buenos Aires"”.
Guerriero no ahorra detalles, aunque aparentemente no sean centrales al relato. Las descripciones son minuciosas, incluyen vestuario e impresiones personales sobre los testimoniantes. Aunque yo no tenía noticias de mi amiga Irene desde aquella época, La llamada me puso en autos sobre su presente, incluyendo su relación marital y laboral, aunque su testimonio ocupe apenas un par de páginas. Así sucede con cada una de las personas que brindan su testimonio. Sabemos (lo que para mí son demasiados datos) sobre el actual marido de Labayru, sobre su reticencia con el libro y la relación con su mujer. Sabemos también mucho de su primera pareja, el padre de su hija, a quien ya no trata; sabemos que ese hombre le dice “Leilita” a la entrevistadora en un estilo arrogante y desagradable, dos sensaciones que la autora nos impone, más allá del contenido del testimonio. Nos enteramos un poco menos sobre la siguiente pareja de Labayru, un español que murió hace tiempo y que parece carecer de pertenencia a los círculos celebrados en el libro: no era intelectual, ni del CNBA, ni refinado y sobre los montoneros y la militancia de su esposa tenía una idea confusa.
Sabemos, además, demasiadas cosas sobre la autora. El libro tiene el subtítulo “Un retrato” y la tapa muestra a una Silvia joven y bella. Bien podría haberse llamado “Dos retratos”, porque la presencia de la cronista, Leila Guerriero, aparentemente en un segundo plano, tiene una preeminencia notable. Como hace muchas veces en sus trabajos, pero acá especialmente, la autora es parte del relato, no hay aquí la simulación de invisibilidad del narrador sino una presencia que se va haciendo ostensible, en acto y en pensamiento. Me chocó mucho al comienzo del libro una escena en la que Guerriero queda sola en un taxi, luego de dejar a Labayru en su hogar, y se produce un diálogo inquietante con el taxista. En definitiva, no pasa nada, no hay anécdota, es difícil entender la inclusión de esa página, que deja mal parado al pobre taxista, que probablemente no imagine que ese viaje, igual a otro millón de viajes, iba a ser parte de un libro.
El retrato de Silvia Labayru es fascinante y su aparición marca, quizás involuntariamente, el clima de esta época. Del “con vida los llevaron, con vida los queremos”, consigna tradicional de las agrupaciones de derechos humanos, evidencia un costado hipócrita: los sobreviviente quedan teñidos bajo un manto de sospecha. Como se decía inversamente de desaparecidos, los sobrevivientes “algo habrán hecho”. La idealización de Bonasso en Recuerdo de la muerte no resiste más la constatación de los hechos, era hora de una mirada menos romántica, más escéptica y con una pizca de cinismo.
El retrato de Leila Guerriero, el autoretrato, tiene también su interés. La llamada arranca y termina con una reunión de exalumnos del Buenos Aires en una terraza. Son un grupo de sesentones con diversas conexiones con los grupos de izquierda en la década del 70. Entre los más conocidos están Martín Caparrós (que para los incluidos en el grupo de pertenencia es conocido como “Mopi”) y el fotógrafo Dani Yako, quien dejó registro de los exiliados en sus viajes de destierro. El grupo es, a diferencia de todo lo que se va a leer en el libro, relajado y simpático, como si fuera el reencuentro de los protagonistas de Friends después de muchos años. A lo largo del libro, sabemos que ellos fueron los únicos que nunca pusieron en duda las acciones de Silvia, quienes siempre estuvieron a su lado solidariamente sin cuestionamientos. Guerriero forma y no forma parte del grupo, pero la forma en que distingue el principio y el final es particularmente revelador. Unos días antes del asado en la terraza, ubicado a fines de noviembre de 2022, se hace la presentación del libro exilio, 1976-1983, de Dani Yako. Todos ellos, menos Leila, forman parte del libro como retratados y testimoniantes. Guerriero es la encargada de presentarlo, junto al autor. A tal honor se le agrega otro, relatado por ella misma: Silvia la invita a la cena posterior con todo el grupo.
La presentación del libro de Dani Yako es el jueves 3 de noviembre de 2022, a las siete de la tarde. Ella me pide que hablemos por teléfono el día anterior. Supongo que quiere comentar sus preocupaciones respecto del evento y, de hecho, empieza por ahí: que si va uno no irá el otro, que cómo se va a resolver la participación de fulana. Pero después, cambiando por completo la entonación, dice: “Vamos a ir todos a cenar cuando termine y, por supuesto, tú también vienes”. Me resisto: es una cena entre ellos, soy la única que no pertenece a ese grupo de amigos, sería una intrusa. No acepta un “no”: “De ninguna manera, contamos siempre contigo”, responde con gran prestancia. Pero, además, lo dice como si dijera: “A ver si entiendes: yo quiero que vengas”. Comprendo, conmovida, que el motivo del llamado es esa invitación.
––Bueno, muchas gracias, Silvia. Claro, voy con ustedes.
–Nos vemos mañana, preciosa.
Cuelgo, un poco revolucionada.
En la construcción del libro, la escena del principio y la del final es la misma de la terraza pero la inclusión unas páginas antes de la presentación del libro y la invitación a cenar cambia algo radicalmente: Leila Guerriero es ahora una de ellos. Es como si la muchacha que estudió en Junín para terminar viajando por el mundo consagrada internacionalmente como cronista, lograra el mayor logro de pertenencia: ser una más en una reunión del Colegio Nacional de Buenos Aires. Leila ya puede decir que fue al “Colegio”, como en el meme.
Las dos historias, el vibrante relato de supervivencia de Silvia Labayru y la más modesta e intelectual travesía de Leila Guerriero, cuentan algo parecido: las ventajas de pertenecer.
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