Mi primer voto fue en octubre de 1983, a Raúl Alfonsín. Me había recibido hacía poco de biólogo, pero andaba medio perdido en la vida. Sin ningún tipo de militancia había ido a los actos de Ferro y al del Obelisco. Iba solo, andaba mucho en soledad en esa época, era un gran caminador. No me acuerdo cómo llegué a Ferro porque ese día los gremios hicieron un paro de transportes. No es imposible que haya ido y/o vuelto caminando desde la casa de mis padres, enfrente del Alto Palermo. Tenía en mi pieza el sticker con el RA sobre la bandera argentina. El tipo me entusiasmaba con su prédica democrática y sus modos campechanos.
Las encuestas no tenían el peso que tuvieron después y que están empezando a dejar de tener. Indicaban que la mayoría de la gente quería votar a Alfonsín, pero pensaba que ganaría Luder. En el día de las elecciones, la aparición de los datos comenzó a sorprender a todos. A partir de cierto momento, nos convencimos de que el triunfo de Alfonsín era un hecho y me fui –solo– a festejar al Obelisco, con una radio portátil pegada a la oreja.
Después de un rato de baño de muchedumbre, volví por la Avenida Santa Fe, desde la 9 de julio hasta Coronel Díaz. A la altura de la calle Uriburu, en la puerta de un local del Partido Comunista Revolucionario (PCR), de orientación maoísta, muy subordinados al peronismo, un grupo de personas frente a un pizarrón gigante en el cual se cargaban datos, festejaba la victoria de… Luder.
Siendo mi papá un comunista convencido, no fue mi primer encuentro con la negación de la realidad por culpa de la política. Había escuchado a mi viejo defender a Fidel Castro y a Stalin y a valorar cualquier película o espectáculo que viniera de la Unión Soviética así que estaba entrenado para la ceguera de origen político. Sin embargo, el espectáculo me sorprendió mucho y sin interrumpir mi caminata, pero girando cada vez más el torso, seguí observando a esos muchachos encerrados en un microclima imposible. De pronto, uno de ellos, viendo que yo estaba escuchando una radio, me preguntó con un gesto qué se decía. Sin detener la marcha y con cara impasible, disimulando mi alegría, le señalé con el pulgar para abajo que las noticias no eran buenas.
Dios sabe que no me estaba burlando de él y que mi gesto estaba desprovisto de todo cinismo. De hecho, fue instantánea una corriente de simpatía con el Truman que sospechaba que había un mundo ahí afuera de la caverna y era muy distinto del que vivía. Que mi radio portátil le hubiera resultado atractiva hablaba bien de él, sugería un asomo de resistencia al mundo en el que se movía, hecho de endogamia y falta de información.
El PCR (ahora la sigla refiere al test del coronavirus, pero en aquella época era muy identificatoria del maoísmo) fue una de las organizaciones que más se hundió en el microclima alucinatorio. Había terminado antes del golpe muy pegado a la derecha del gobierno peronista, a esa altura representada por sindicalistas armados y grupos paramilitares que asesinaban militantes de izquierda. Compruebo googleando que siguen manteniendo las mismas consignas de aquella época, buscando la unidad de campesinos y obreros, aplicando a la Argentina del siglo XXI las condiciones que generaron la revolución en China en 1949.
Es fácil burlarse de los maoístas, o al menos mirarlos con condescendencia: su extravío es y ha sido siempre muy extremo. Sin embargo, la política es una de las dos actividades en las cuales gente absolutamente normal puede obnubilarse con sus ideas al punto de crearse en su mente una realidad paralela, que no está en consonancia con la que sucede en el mundo exterior. La otra, claro está, es el fútbol.
El hincha de fútbol puede ser una persona perfectamente normal en cualquier otra actividad: registra el mundo exterior con precisión, evalúa para cada acción riesgos, costos y beneficios, sabe cruzar la calle cuando lo habilita la luz y no mete los dedos en el enchufe. Ve el mundo y arma en su mente algo que está en consonancia con las percepciones de otras personas y cuando se equivoca, paga las consecuencias y aprende para la siguiente experiencia. Sin embargo, esa persona normal cuando se enfoca en el fútbol, pierde la percepción. Todos los hinchas de fútbol creen sinceramente que los árbitros usualmente lo perjudican y que la suerte le es particularmente esquiva. A jugadas iguales, la evaluación está totalmente correlacionada con la suerte del equipo del cual es hincha. Su victimización continua es agotadora.
La pasión por la política, como dijimos, no es menos idiotizante. El camino hacia las PASO fue extenuante de seguir en las redes. Era insoportable leer argumentos forzados –que solo se podían justificar a través de un posicionamiento previo– ser defendidos como si fueran el pináculo de la racionalidad, imaginando un conocimiento omnímodo de la voluntad de los electores. Tratándose de internas, de gente muy parecida entre sí, es probable que, como en el cuento de Borges “Los teólogos”, una divinidad habría tenido dificultades para distinguir entre un polemista y otro, pero ellos igual –o justamente por eso– se arrancaban los ojos.
No hay estupidez que no se haya dicho con arrogancia y seguridad a lo largo de estos meses. Los resultados no cambiaron mucho la actitud: vencedores y derrotados interpretaron los números finales como la corroboración final de que habría que haber seguido sus ideas más firmemente y desde antes. En ese sentido, el cabeza de termo de fútbol tiene más respeto por las consecuencias y entiende que una derrota es una derrota. Entiendo concretamente que los triunfos de Milei y de Bullrich indican un estado de cosas en la sociedad que deja la propuesta conciliadora de Larreta como a los que muchos nos pareció desde un principio: confusa e impracticable. Sin embargo, algunos de sus adherentes dijeron que los resultados demostraban que aquel era el camino correcto.
Desde ya que esa mistificación es invisible para el que la sufre, que está convencido de ser el más racional de los mortales. No hay ningún motivo para imaginar que yo pueda estar fuera de ese autoengaño, pero tengo que decir a mi favor que, por lo menos, pienso en el tema del velo mental que nos oscurece la realidad ante nuestro ojos, le dedico alguna reflexión. A lo largo de todos estos años he abandonado la idea de que el fanatismo pueda ser algo bueno. Lo he logrado bastante con el fútbol, actividad en la cual me he permitido admirar jugadores y equipos que no fueran los míos y en muy raras ocasiones el árbitro me ha parecido un agente del mal cuya única misión sea hostigar mis colores.
Algo parecido me pasó con la política. Después de Ferro, el Obelisco y los festejos por la consagración de Raúl Alfonsín, nunca más volví a concurrir a un mitin político. Las paredes que me acompañaron luego de 1983 no volvieron a ostentar las iniciales de ningún político. Considero que unos son mejores que otros y voto sin avergonzarme sabiendo que en la coyuntura siempre se trata de una elección, es decir, de descartar algo, quedándose con otra cosa, pero no más que eso.
Borges decía que se había afiliado al Partido Conservador porque era el único que no podía despertar ningún fanatismo. Luego de aquella noche en que le dije al joven militante del PCR que lo que estaba viendo no era la realidad sino sombras sobre la pared de una caverna, seguí caminando solo. Un par de años después, también en soledad (en realidad, acompañado por el 1.24 % del padrón), en las primeras elecciones legislativas después de la Dictadura, voté por el Partido Demócrata Progresista que había hecho una sugestiva y audaz campaña de corte liberal con frases cortas y provocativas (por ejemplo: “El lugar de la bandera es el mástil”). No se trataba de consignas maximalistas sino de poner las cosas en su lugar: la heladera en la cocina y la ducha en el baño. El discurso, aunque trivial, estaba treinta años adelantado a su tiempo.
En Argentina, luego de décadas de prepotencia y consignas, de disparates económicos y de negación ideologizada de la realidad, el fracaso ha hecho que la sociedad quiera castigar a sus responsables. Lamentablemente, la herramienta que eligió en primer lugar para ese castigo no está exenta ni de prepotencia ni de consignas, ni de realidades inventadas ni soluciones mágicas. Habrá que seguir caminando solos hasta encontrar el camino.
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Muy buena reflexión Gustavo. Paradojicamente, el Partido Demócrata de C.A..B.A., los herederos del los conservadores, están hoy alineados con Milei. En fin... veremos. Un saludo