La situación de Argentina es tan mala y nuestro hábito de quejarse está tan establecido que expresar felicidad por algo está mal visto, es desafiante al status quo. Sin embargo, no me queda más remedio que decir que, a pesar de todo, he logrado en determinados espacios de mi vida una perfecta alineación de planetas. Mi falta de entusiasmo por salir a la calle, mi rechazo a cruzarme con seres humanos y formar parte de “colectivos”, sumados a mi gusto por el cine y una curiosidad casi enfermiza, encontraron en los metros que van de mi sillón favorito al televisor la locación exacta de mis momentos más felices. Me explico.
El combo de la alegría hogareña está determinado por la posibilidad de ver en un buen televisor, de una importante cantidad de pulgadas y la definición estándar de 4K, prácticamente cualquier cosa que se haya filmado en la historia del cine. Desde ya que algunas zonas de la cinematografía deben estar más allá de mi alcance, pero con lo que hay me basta y sobra para alimentar mi sed de imágenes hasta el fin de mis días. Por supuesto que tengo mi provisión de plataformas: pongo mi dinero en varias de ellas porque creo que es un sistema que debe ser sustentable. De la misma manera en que pago por espacio en la nube y por apps que considero útiles, sostengo a la industria musical y a la audiovisual aportando sin quejas mes a mes el óbolo correspondiente (razonamiento que ustedes podían aplicar para solventar Maxikiosco, piénsenlo). Sin embargo, no me tiembla el pulso para poner a mi disposición con cierta artesanía archivos que no podría tener de ninguna otra manera o que serían, para mi pobre economía argentina, inaccesibles. El aparato mágico que maneja y reproduce esos archivos en la tele es el Google Chromecast y la app que uso a tal efecto es Plex. Esa combinación es la llave de mi felicidad.
De pronto –solucionados algunos problemas técnicos de conectividad– me encontré frente a la tele viendo clásicos que quería rever, clásicos que se me habían escapado, cine bizarro, películas disparatadas, cine erótico japonés de la década del 70 (de un nivel de perversión asombroso), cine de autor que desconocía, películas sobre alpinismo, algunos de los estrenos que no me movilizaban como para desplazarme por la ciudad (en realidad, ninguno lo hace), miniseries inaccesibles.
Pasaron por mis retinas sofisticados documentales sobre el búfalo, una historia de la música country de 16 hs de duración (que vi completa dos veces), una película norteamericana de 1957 en la cual Stalin tiene un fetiche con las mujeres calvas y finge su muerte dejando un doble como cadáver, películas de Elvis Presley en Hawái, documentales sobre Tom Wolfe, sobre John Le Carré, sobre Werner Herzog, sobre Charles Aznavour, Harry Nilsson, Ayn Rand, H. P. Lovecraft y Hannah Arendt. Nunca había visto Candilejas, de Chaplin (malísima) ni Zabriskie Point de Antonioni (buenísima). La película oficial del Mundial de Chile en 1962 me dejó boquiabierto: las canchas eran un desastre, la seguridad nula, los arqueros muy precarios (incluyendo a Yashin) y Garrincha imparable. Descubrí a Doris Wishman, una especie de Ed Wood del cine pornosoft que hacía películas muy malas pero frescas y atrevidas, de comicidad involuntaria y profusión de tetas, películas que sirven como documento de cómo eran las calles y los parques de Nueva York a comienzos de la década del 60. Nada de lo humano me resulta ajeno y todo pasó dentro de la comodidad de mi hogar y con mi familia a metros de distancia. Mi última exaltación fue Esterno notte, una miniserie extraordinaria de Marco Bellochio sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro por las Brigadas Rojas, una producción que no tiene la menor perspectiva de ser incorporada a los catálogos de nuestras plataformas habituales. Todo lo visto está disponible con una calidad de imagen envidiable, imagino que en mejores condiciones que cuando fueron exhibidas públicamente.
La profusión de imágenes, temas y calidades que se me cruzan en la pantalla me hizo acordar a la famosa Cinemateca Francesa, dirigida por Henry Langlois, que en la década del 50 educó con su eclecticismo a los jóvenes que luego serían parte de la Nouvelle Vague. Allí se mezclaba todo tipo de cine, yuxtaponiendo obras de prestigio con el entonces subvalorado cine clase B norteamericano. Es una leyenda de la cinefilia que siempre me resultó simpática y atractiva. Un dato interesante es que un intento de André Malraux de destituir a Langlois como director de la Cinemateca en enero de 1968, hizo reaccionar a todos esos jóvenes directores, ya consagrados como tales, en episodios de resistencia que funcionaron como prólogo al famoso Mayo francés.
Estas horas de disfrute loco en mi cinemateca personal se ven potenciadas por algo que valoro tanto como el cine: la soledad. No me gustaría ver todas esas cosas en un lugar con habitués. No me gusta la complicidad entre los que sienten que son moralmente superiores por ver cine en condiciones poco confortables (el público de la Lugones, donde he pasado grandes momentos, es un poco así). No me gusta dedicarle cuatro horas a una película que dura dos así que anular los desplazamientos es un plus; eso sin mencionar el hecho de no tener horarios y de poder detener la película cuando lo desee. Lo más importante es no convertirme en “miembro de”, en ser parte de una comunidad de gente. Dejé de ir al Bafici, un festival que programa con el mismo desprejuicio y libertad que extraigo de mi televisor, para no cruzarme con la gente del mundo del cine que en su mayoría me cae mal. Así que mi festival personal hogareño (que a veces incluye películas del propio Bafici) es mi solución perfecta: mi propia programación en mi reducto sin nadie al lado.
Se me puede argumentar que –más allá de argumentos sentimentales sobre el rito de ir al cine que no me mueven un pelo– la experiencia sensorial de la sala no puede replicarse en el hogar. Yo vengo sosteniendo hace rato que esto no es así, que la inversa es cada vez más cierta. Hace 20 años, en junio de 2004, en El Amante escribí una nota que se llamaba “Larga vida al DVD”. Allí argumentaba que ante el panorama que se avizoraba de estrenos en sala sin interés y dominados por el mainstream, el novedoso DVD permitía ver en los hogares con buena calidad y la posibilidad de una oferta mucho más amplia. La nota hablaba de los televisores planos de 29’’ como el state of the art de la época y mencionaba la posibilidad de conseguir aparatos que burlaban la división de las ediciones en zonas, un truco siniestro de las editoras para intentar poner fronteras en el consumo. Dos décadas después los estrenos en salas se hicieron mucho más inhóspitos para una persona adulta, la globalización arrasó con cualquier frontera y los televisores se duplicaron en tamaño y potenciaron su definición hasta el límite del ojo humano. Todo lo que yo veía de bueno en esa novedad tecnológica se hizo mucho mejor. Digo (y decía en aquella nota) algo más: en las películas que tienen el formato rectangular, más ancho que largo, se puede apreciar la composición de la fotografía y la dinámica interna del plano mucho mejor en una buena pantalla de televisión que en el cine. En el cine, el ojo no abarca el plano entero de un solo vistazo, deambula de punto en punto. En una sala de proyección pequeña o en la pantalla de edición –dos formas de ver la película que usan los que las hacen– el golpe de vista abarca todo el plano, exactamente como en nuestros buenos televisores. Mi convencimiento es que, a diferencia del lugar común romántico, se ve mejor en un buen televisor que en los cines. A menos que uno vaya a la sala a bombardearse sensorialmente como en las películas de super héroes que no es mi caso.
Es cierto que en el hogar la concentración puede menguar con la distracción de las redes sociales, la luz prendida, el ruido del lavarropas y la familia que se cruza o pretende conversación. Encuentro todas esas interferencias encantadoras. En esos seis o siete metros cuadrados está el Aleph: los afectos familiares, la pulsión de la vida cotidiana, el ruido de la calle y la luz que entra por la ventana; además, en el televisor, viajo al Himalaya, escalo sin cuerdas ni equipos las paredes rocosas del parque Yosemite, conduzco ganado desde Texas hasta Kansas, me sumerjo en los horrores de la Segunda Guerra Mundial o viajo de planeta en planeta. Evalúo desde el sillón las virtudes artísticas de Tarkovski y de Visconti, pero también disfruto de un documental cuadrado que me explica los padecimientos de los adictos a los opiáceos. Me armé una ventana al mundo para la cual no tengo que salir al mundo y estoy acompañado de mis personas más queridas. ¿Qué más se puede pedir?
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Querido Gustavo, te leo desde tus épocas de El Amante cuando era una expatriado en tierras argentinas. Comprarme esa revista (la primera fue esa de las caritas de los directores de 1999) fue la mejor educación posible.
Me pasó algo curioso con dos películas que vi en casa hace poco: Past Lives y May December que crecieron mucho cuando las vi en pantalla grande. Sobre todo Past Lives que en la tele se ve ridícula y en el cine me hundió en el asiento derribado por el llanto. Y en el caso de May December siguió críptica en el cine pero al menos pude entender que no era una telefilme al uso. En fin, a lo que voy, hay que ir al cine siempre que se pueda. Es cierto el ojo recorre más pero sensorialmente estás mucho más predispuesto a la atención. (He ido repetidas veces este año a ver Zone of Interest solo para escuchar el diseño de sonido). Creo que hoy más que nunca las películas de autor, por llamarlo de alguna manera, están diseñadas para devolver la experiencia de la sala de cine al usuario.
Te veo también en El Observador junto a la Sra. La Torre. Estaríamos muy contentos si compartieras tus comentarios cinéfilos ahí también!
Me has hecho el día con esto:
"Nunca había visto Candilejas, de Chaplin (malísima) ni Zabriskie Point de Antonioni (buenísima)". Coincido.
Un abrazo a la distancia.
E
Maravilla de nota introspectiva. Hace ya bastante tiempo (tengo mis años) que deambulo con esa sensación y trato de manejarme con el "procedimiento" que tan bien has descripto. Me incomoda (¿me estaré poniendo viejo?) compartir mis ratos de ocio y mis gustos con otras personas a las cuales debo explicar el intríngulis de esos gustos (aunque no me los soliciten, pero su mera presencia me induce a hacerlo). Coincido en lo de ZabriskiePoint, no así en lo de documentales (no me disgustan pero no me atraen). Seguidor de films noir y policiales (a veces no son lo mismo) de los 40's hasta los 70's. Amante del b&n y...algunas cosas más. Stop