De las materias que conozco superficialmente una de las que más me gusta es la demografía. Es considerada el patito feo de las ciencias sociales por la misma razón por la cual para mí es la reina: se basa más fuertemente en datos que en teorías. Aprendí mucho sobre el tema a lo largo de mi paso por el Indec, obviamente, y mi primera maestra fue Susana Torrado. La demografía estudia estadísticamente la población humana: tamaño, estructura, educación, trabajo, migraciones, fecundidad, muertes. Números e interpretación. Está todo ahí.
Luego de abandonar la Biología (estuve tres años becado en CONICET), me interesé por las estadísticas y el procesamiento de datos. Empecé a trabajar en el Consejo Federal de Inversiones (CFI). Antes de estar rentado hice una pasantía gratuita de tres meses en donde aprendí a programar un paquete estadístico llamado SAS (Statistical Analysis System). Con una querida compañera –¡dónde andás, Ana Lía! – hicimos un trabajo estadístico con datos del censo de 1980 bajo la dirección de Susana Torrado. Al poco tiempo, Susana –la gran demógrafa argentina– fue nombrada directora del Censo que se iba a realizar en 1990 y para el cual se quería hacer una preparación de calidad. Susana nos llevó al Indec y ahí, preparando la cédula censal del Censo 1990, comenzó mi carrera en el Instituto.
Ese trabajo fue un curso acelerado de demografía. Como suele suceder, no aproveché en el momento la oportunidad de aprender mucho más. Como decía Bonavena, la experiencia es un peine que te regalan cuando te quedaste pelado. Había un equipo de sociólogos, cada uno especialista en un tema y cada uno de esos temas iba a ser una parte de las preguntas de la cédula censal. Educación, fecundidad, migración, trabajo, etc.
Susana tenía un carácter endemoniado y lo cierto es que duró poco, al tiempo ya estaba peleada con todo el mundo. La reemplazó un discípulo, Alejandro Giusti, que fue quien llevó adelante el operativo censal. Por la crisis hiperinflacionaria, el censo se demoró un año y se hizo en 1991. El proceso previo que llevó adelante Susana, reuniendo un equipo fenomenal de sociólogos, cada uno especialista en una determinada área, fue aterrador y fascinante. Las reuniones generales eran de una tensión impresionante. Susana no tenía ningún problema en cuestionar el trabajo de los especialistas delante de todos de maneras bastante intempestivas.
A nosotros nos trataba mejor, con más respeto y hasta un esbozo de cariño. Era implacable y tenía un ojo perfecto para encontrar el error. Los resultados que le entregábamos eran unos tabulados que salían impresos en unas impresoras enormes, que dibujaban con puntos números y caracteres. Susana agarraba una de esas sábanas, miraba las infinitas celdas con números, señalaba una y decía: “Está mal”. Siempre tenía razón.
Después de que ella dejara el Indec seguimos en contacto y le hice algunos trabajos particulares. Iba a su casa cerca de Santa Fe y Pueyrredón, un departamento amplio, oscuro y prolijo, cubierto de libros. Me acuerdo de una estampa de Evita sobre la biblioteca que me sorprendió. Trabajando era totalmente profesional y no hacía comentarios políticos. Su discípula más cercana, Mabel Ariño, era de extracción radical y no recuerdo una discusión política entre ellas en el ámbito laboral. Susana te podía hacer parir en horario de oficina, pero por motivos estrictamente profesionales.
Susana se hizo conocida a nivel popular cuando Domingo Cavallo la mandó a lavar los platos. Fue en 1994, a raíz de un pedido de aumento presupuestario de los científicos del Conicet. Sin embargo, su trabajo sobre la familia argentina en el siglo XX debería haber bastado para convertirla en una leyenda.
Con ese entrenamiento lateral de procesar datos de encuestas y censos me quedó cierta sensibilidad a mirar datos demográficos. Escucho afirmaciones concluyentes (“los extranjeros nos quitan los empleos”), busco, chequeo y refuto o confirmo. Pasaron los años —más de treinta desde que comencé a trabajar con Susana— y cada tanto me llegaban noticias de que lo que estaba cambiando era la esperanza de vida.
La esperanza de vida es uno de los índices que muestran la calidad de salud de un país. Se calcula como el promedio de edad de los fallecidos en un determinado momento. La esperanza de vida de una persona nacida en 1975, por ejemplo, es el promedio de edad de los fallecidos ese año. De alguna manera indica cuál es la perspectiva en años de vida para una persona. Desde ya que a medida que uno va recortando el universo —de país a localidad, de la generalidad a determinado estrato social, segmentando por sexo, etc.— la esperanza de vida es distinta. La distinción más impresionante es la separación entre mujeres y varones. Las mujeres viven más. Además de cuestiones de salud, el hombre se ocupa de profesiones más riesgosas y tiene a su cargo mayoritariamente tareas de defensa de la sociedad.
La esperanza de vida a nivel mundial ha crecido espectacularmente en los últimos años. En 1950 era de 44.6 años para los varones y de 48.4 para la mujer. Hoy es de 76 años para la mujer y de 70.8 para el hombre.
El país con más esperanza de vida es Hong Kong con un global de 85.3 años. ¡Las mujeres hongkonesas tienen una esperanza de casi 90 años!
En los 90, cuando comencé a relacionarme con el mundo de la demografía, la esperanza de vida de una mujer argentina era de 75 años, ahora es de más de 81 años. En el hombre pasó de 68.6 a 74.6. Bienvenido sea ese bonus de seis añitos y la esperanza de que sea aún más.
Como para calcular la esperanza se promedia la edad de los fallecidos, el número ha bajado fuertemente cuando algunos logros eliminaron o redujeron significativamente las muertes de gente joven. En particular, la mortalidad infantil se ha reducido fuertemente en los últimos dos siglos. Otro elemento para considerar, luego de la finalización de la Segunda Guerra Mundial es que hay menos conflictos bélicos globales, que se llevan la vida de soldados jóvenes, eventos que bajaban fuertemente el promedio de edad de los fallecidos.
La esperanza de vida antes de la revolución en la sanidad y los avances médicos era muy baja por varias razones, especialmente por la mortalidad infantil. Si uno lee a Dickens o cualquier biografía de algún personaje del siglo XIX entiende que hay un lugar común que se supone universal pero que en realidad es un producto del siglo XX. Es ese que dice que “es natural que un hijo entierre a sus padres, pero no la inversa”. Sin embargo, en el siglo XIX (para no hablar de los anteriores, con experiencias culturales demasiado diversas), lo normal era tener una enorme cantidad de hijos y que sobrevivan unos pocos. Lo habitual era enterrar a varios hijos, antes de hacerlo con tus padres. Siempre pensé que las ideas de Malthus y de Darwin tenían un fuerte componente de experiencia personal. Darwin tuvo diez hijos, aunque tuvo suerte: sólo tres (¡sólo tres!) murieron en la infancia.
Una población con mayor esperanza de vida, es decir, con gente que tarda más en morirse, es, necesariamente, una población envejecida. Si a esto le sumamos el dato de que la familias tienen cada vez menos hijos, el añejamiento de la población mundial es un hecho que se acelera. Hernán Iglesias Illa —otro periodista con olfato e interés demográfico— escribió en Seúl sobre la baja en la tasa de natalidad argentina. Muestra que se pasó en pocos años de 2.37 hijos por familia a 1.47. Como la tasa de reemplazo, es 2 (la cantidad de hijos que una pareja tiene y que mantiene estable el número poblacional), estamos hablando de una población que se achica.
El fenómenos es mundial. Mientras escribo, aparece un artículo en el Wall Street Journal que dice: “La fertilidad en EE. UU. cae a un número récord. Nacieron menos niños en 2023 que en cualquier año anterior hasta 1979”.
Todo esto tiene implicancias de todo tipo, pero para linkear con la realidad política contemporánea, vamos a señalar solamente dos. En primer lugar, las jubilaciones se hacen imposibles de pagar. Si no se acepta el hecho de que estamos más tiempo activos y que a los 60 ó 65 años ya no somos viejitos que necesitamos asistencia del Estado para vivir, el quiebre del sistema es inevitable (aunque uno podría decir que en Argentina ya quebró y que esa es una de las causas de nuestro desastre macroeconómico). En segundo lugar, los sistemas de salud, con una población envejecida y que requiere para su bienestar y supervivencia estudios e intervenciones cada vez más caros, también están colapsados.
Conclusión: algunos de los enormes problemas que tiene la Argentina, son agravados, pero no son causados por la política. Tienen su origen en tendencias demográficas comunes con buena parte del resto del mundo.
En síntesis. Una noticia buena y una mala. Vivimos más, pero eso hace que hagamos quebrar el sistema. Habrá que abrir un vino para pensar en esto o pensar en otra cosa.
Si están satisfechos con nuestra tarea, piensen en colaborar con un poco de dinero mensual de manera de ir construyendo una base de seguidores pagos que nos permitan mantener y desarrollar este emprendimiento. Los valores pueden no significar mucho en sus economías mensuales pero para nosotros son un ladrillo más para construir el servicio que soñamos.
Vean si algunos de los valores de acá abajo les resultan accesibles, el aporte es mensual vía Mercado Pago (PayPal para el extranjero) y podés salir cuando quieras sin ninguna dificultad:
Y, como siempre, los que quieran colaborar desde el exterior, lo pueden hacer vía PayPal:
Muy interesante tu análisis y tu historia. Voy por el vino.
Gracias por el recuerdo de Susana Torrado. Tuve la oportunidad de conocerla poco tiempo después como docente de su cátedra en Sociología UBA. Una personalidad arrolladora como pocas