Donde si no en el Bafici fue donde vi Je n’avais que le néant – “Shoah” par Lanzmann, el documental sobre Claude Lanzmann, el creador de Shoah, esa película monumental de nueve horas y media de duración en la que el director francés buscó llegar al corazón de la decisión más diabólica del siglo XX: la eliminación total de los judíos de Europa. Lanzmann tardó doce años en completar su trabajo, pero uno puede pensar que toda su vida estuvo centrada en esa misión. Y no fue una vida carente de intensidad: fue resistente en la Francia ocupada y con Jean-Paul Sartre compartió/disputó mujer y revista. Lanzmann fue una de las parejas de Simone de Beauvoir mientras ella iba, venía y se superponía con Sartre y dirigió la mítica revista Les temps modernes, fundada por el legendario matrimonio. Sin embargo, la decisión de poner el centro de su trabajo en el genocidio sufrido por los judíos y la forma en que ese hecho fue percibido por el mundo determinó el resto de su vida. Y hasta ayudó a modificar cómo se lo nombró, transformando el "Holocausto" con que se lo empezó a conocer en la década del sesenta —con sus connotaciones de sacrificio—al más pertinente "Shoah", palabra hebrea que denota destrucción y catástrofe.
Je n’avais que le néant es la película dedicada a él, dirigida por Guillaume Ribot y construida con imágenes recogidas por el propio Lanzmann mientras hacía Shoah. Todos los textos leídos provienen del mismo Lanzmann, construyendo un "making of" sofisticado y conmovedor. El título elegido por Ribot significa "no tengo más que la nada" y es una de las cosas que se le escucha a Lanzmann sobre su obra magna, en ese estilo tan francés de decir las cosas de manera epigramática y paradójica. En la película exhibida en el Bafici, se puede apreciar al director a lo largo de su periplo de más de una década tratando de conseguir testimonios en EE. UU., Polonia, Israel, haciendo trabajo de detective localizando a sobrevivientes perdidos y grabando subrepticiamente a nazis, a veces con éxito y otras descubierto en acción. Todas las cosas que Lanzmann vivió para hacer su enorme película dan para este documental que vimos en estos días y mucho más.
Llamarla "película" es quedarse un poco corto. Shoah tiene la pretensión de ser algo más que cine y, curiosamente, lo logra. El fundamentalismo de Lanzmann se basa sobre una idea: la herida abierta a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial no cerró y no debe cerrar. El objetivo de Shoah es justamente no suturar y duelar sino perpetuar el dolor, que no pase. Para ello, renuncia a toda imagen de archivo o recreación y pone a muchos de los sobrevivientes y testigos en la misma situación original. La escena más memorable la logra filmando a a Abraham Bomba relatar su tarea como sonderkommando, es decir, como uno de los judíos obligado como esclavo a realizar tareas para los nazis en Auschwitz. Bomba era peluquero en su Polonia natal y fue obligado a rapar a los judíos que estaban por entrar a las cámaras de gas. Lanzmann filma el testimonio de Bomba en una peluquería en Tel Aviv, mientras éste, ficcionalmente, ejerce su viejo oficio. Bomba cuenta que presenció cómo uno de los sonderkommando debió cortarle el pelo antes de la ejecución a su mujer y a su hermana. Bomba se quiebra y no puede continuar el relato. Lanzmann no apaga la cámara y lo insta a continuar. La escena es desgarradora. “Debe hacerlo. Usted lo sabe”, dice Lanzmann implacable. Luego de unos minutos el testimonio continúa. Lanzmann no corta la escena (eso es un plano secuencia justificado y necesario). Muestra toda la secuencia, con el quiebre del testigo, porque su tarea es doble: reflejar lo que sucedió en las cámaras de gas y mostrar que nada debe interferir con el testimonio.
Tuve la oportunidad de conocer a Lanzmann. Lo entrevisté para la revista El Amante, cuando vino al Bafici en el 2000, a presentar una película (Un vivant qui passe, 1997). Conociendo de sus reglas estrictas y su pésimo carácter, estaba aterrado, lo cual me llevó a prepararme como nunca lo había hecho. Sabía qué preguntas me iba a hacer y estaba dispuesta a mentirle para no sumarme problemas. Mientras esperaba mi turno en el lobby de un hotel del Abasto, tuve la oportunidad de escuchar el desarrollo de la entrevista anterior. Lanzmann estaba conversando con los representantes del Museo del Holocausto de Buenos Aires. Yo ya estaba enterado a esa altura de mi preparación que para él no había nada peor que un museo. La idea de que un recorrido casual de unos minutos, con la exhibición de objetos, documentos y representaciones tuviera la capacidad de hacer comprender lo que había sido la Shoah era directamente monstruosa. Lanzmann de hecho rechazaba totalmente la idea de "representar" el Holocausto. Despreciaba a películas como La vida es bella, de Roberto Begnigni o La lista de Schindler, de Steven Spielberg. Una de sus frases más impactantes decía que no había imágenes de las cámaras de gas en funcionamiento, pero que, si las hubiera, él las destruiría.
Lo cierto es que yo escuchaba a la buena gente del Museo tratando de agradar a Lanzmann mientras él no hacía más que agriarse y maltratarlos. Fue como escuchar el examen anterior cuando uno tiene que dar un oral y comprobar que el profesor estaba en un mal día.
Cuando llegó mi turno, Lanzmann me dijo simplemente refiriéndose a la entrevista anterior: "Esta gente no entiende nada". Acto seguido me preguntó si había visto Shoah y cómo la había visto. En ese momento, antes de la explosión digital, una persona en Buenos Aires tenía sólo dos maneras de haber visto Shoah. O la había visto en la exhibición de la Sociedad Hebraica, a lo largo de tres días, o la había visto en la edición de video que había hecho una editora independiente llamada Blackman. Yo la había visto en VHS, pero sabía perfectamente que no tenía que decir eso. Le mentí, le dije que la había visto en la SHA y él relajó mínimamente la tensión de su rostro. "Bien", me dijo. La historia, que yo por suerte conocía, era que por su extensa duración la edición original de video era en cuatro casetes. El editor argentino, Blackman decidió que cuatro era demasiado y decidió hacerlo en tres. Para eso, cortó uno de los cuatro casetes originales y puso la mitad en un casete y la otra mitad en otro. Es decir, ¡editó Shoah! En la edición argentina en VHS los segmentos quedaban desordenados respecto de la arquitectura cuidadosamente pensada por Lanzmann. Me explicó la historia, fingí desconocerla y me dijo algo sencillamente memorable. "Es un criminal. Si pudiera, mataría a Blackman con mis propias manos".
Una vez superado airosamente el interrogatorio me acometí a hacerle una serie de preguntas. Le pregunté si la parecía que había alguna explicación por la cual una gran parte de los alemanes habían actuado de esa manera. “¿Le parece una pregunta interesante?”, me preguntó sin pensar. “Me parece interesante saber si para usted es interesante”, le respondí. “No es mi problema”, me respondió.
Le pregunté: “¿En qué lo cambió el proceso de hacer Shoah?”. Me dijo: “En muchas cosas. Es difícil de decir. Pienso que supe lo que realmente pasó; antes tenía un saber abstracto y pobre. Por eso me puse tan exigente con la precisión. Me choca que alguna gente no tenga esa misma sed de precisión. Cuando uno hace un trabajo de este tipo debe dejar de lado toda clase de vanidad personal. Ni vanidad ni modestia. Y sin embargo orgullo y humildad, que no son lo mismo”. En la charla después de la proyección que dio en el Bafici de Un vivant qui passe, un asistente, con la mejor de las intenciones (pero el menor de los cuidados), dijo que en Shoah un guardián contaba que eran 18 mil los muertos por día en Auschwitz. A Lanzmann no le importó ni la pregunta ni la reflexión filosófica que la acompañaba. “Eran 16 mil y era un guardián de Treblinka”, dijo muy enojado.
En el año siguiente, Lanzmann presentó en el festival de Mar del Plata otra de sus películas derivadas de Shoah, entrevistas completas, interesantísimas, que no le habían cerrado con la arquitectura de su obra central. En este caso se trataba de Sobibor, 14 de Octubre de 1943, 16 hs. El título con locación y fecha precisa refería al único levantamiento que hubo en un campo de exterminio, relatado en la película por un sobreviviente. En este caso, era claro por qué este testimonio extraordinario había quedado afuera: se trataba de un triunfo, de un episodio excepcional que no le servía a la hora de su objetivo de mostrar a la Shoah como a una herida eternamente abierta. Un poco respondiendo a esa idea, Lanzmann decidió cerrar la película con un listado en pantalla de todos los cargamentos de trenes llevando judíos a la muerte. No solo en letras blancas sobre fondo negro se leía origen, destino, fecha y cantidad de personas estimadas que llevaba cada tren, sino que el propio Lanzmann leía en off la lista interminable y dolorosa en su torcido inglés con pesado acento francés. La letanía de su voz leyendo neutralmente, la lista de nombres y cifras, generaba un clima de recogimiento que se sentía en la sala. Con lo que yo creo que fue buen criterio, la empresa que hacía el subtitulado electrónico de las películas del festival (que no aparecían en la pantalla sino en un display electrónico relativamente pequeño ubicado debajo) decidió no traducir la sucesión de nombres y fechas y cifras.
Para qué. En ese momento llegó Lanzmann a la sala. cuando vio que el subtitulado terminaba y dejaba que la película hablara por sí misma, le dio un ataque de ira. Irrumpió en la platea, se abalanzó a los gritos contra el pobre ayudante que controlaba el subitulado electrónico mientras gritaba que se estaba cometiendo un crimen y que todos esos judíos estaban siendo asesinados de nuevo. El episodio incluyó un forcejeo con el pobre subtitulador (que se limitaba a controlar que los carteles no se desfasen respecto de la película) incluyendo algúna trompada al aire. Las cosas, según supe, terminaron en una demanda mutua que no creo que haya prosperado. La experiencia de verlo a Lanzmann en acción con su celo casi fanático fue impagable.
Antes de dedicar su vida a Shoah, Lanzmann había filmado una película relacionada con el Estado de Israel: Pourquoi Israël (1973) y, posteriormente, otra larga declaración de amor al Ejército de ese país: Tsahal. En noviembre de este año se van a cumplir cien años de su nacimiento. Seguramente se hablará de él más que de costumbre. Yo me pregunto qué habría hecho el Lanzmann obsesionado, enérgico y vivaz de los 80 con un episodio como el del 7 de octubre de 2023, con su renovado odio contra los judíos, con su exhibición impúdica y voluntaria de la masacre. Y mucho peor, me pregunto qué habría hecho la comunidad intelectual internacional hoy con el propio Lanzmann, quizás el más grande propagandista de Israel.
Lanzmann fue un guerrero de la verdad, con todo lo bueno y malo que eso implica. Tuvo una misión en la vida. Eso lo convirtió en un tipo aterrador, malhumorado, intolerante, pero al mismo tiempo que infundía un respeto único. Nunca antes había estado delante de una persona que sentía que tenía una misión en la vida. Se siente físicamente. Conocerlo, asistir a la proyección de la película, a la charla que dio, y entrevistarlo fue una experiencia única.
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Grandioso! Y pensar que este pobre país (no es el único) se elogia a los islamonazis y marchan todos los días con banderitas palestinas. Un asco. Cuando vi Shoah, me mató, creo que como a todos. Gracias y fuerte abrazo Gustavo!
Gracias Gustavo.