Me gané la vida un tiempo –y volvería a hacerlo de ser necesario—opinando en televisión, en el noble y denostado oficio de panelista. Aprendí las reglas del juego mientras se estaban construyendo ya que mi debut fue en Indomables, el programa que de alguna manera configuró toda una forma de hacer televisión: en vivo, conductor carismático, panel de opinators e informes como insumos para la discusión. Las reglas del panelismo dicen: la duda es la jactancia de los intelectuales, cerrar una idea en segundos, no irse por las ramas, levantar la voz si no te dan la palabra, hacer contacto visual con el conductor para comprometerlo a que te abra el juego, la pelea garpa.
Logré hacer pie intentando meter opiniones disruptivas de la manera más calma posible. Me tocó trabajar en Intratables durante la pandemia, lo cual fue un ejercicio en soledad bastante heroico. En contraposición, callé muchas veces, demostrando prudencia laboral, o quizás cobardía. La máquina de calcular no se detiene cuando uno está al aire. Creo que mi mejor momento, apreciado por nadie, fue cuando se dio una discusión sobre veganismo. Había un chico defendiendo la posición vegana contra una turba de adoradores del asado. Perteneciendo a estos últimos, salté de bando como Cruz en Martín Fierro y me puse a argumentar su favor. Sólo conquisté el corazón del vegano pero quedé satisfecho y con la sensación del deber cumplido.
Este último mes, con la agenda televisiva centrada en los dos casos de mediáticos implicados en acusaciones de paidofilia pensé que era una suerte que en estos momentos me estuviera ganando la vida de otra manera. Habría sido muy difícil hacer equilibrio entre no querer participar de un linchamiento público y meter matices en un delito tan tremendo como el abuso sexual de un menor de edad.
Sin embargo, algo hay que decir. Las discusiones fuertes tienden a posiciones sin matices: esto o lo otro, nada intermedio, no hay lugar para zonas grises. El problema es que algunas de estas polémicas involucran procesos biológicos, que se caracterizan justamente por su carácter indeterminado, ambiguo. Las clasificaciones tajantes son producto de la cultura: los procesos biológicos no se enteran y van mutando de una cosa a la otra sin que el salto sea puntual.
El ejemplo paradigmático es el del aborto. La discusión está dada en términos tan excluyentes que cada bando acusa al otro de cometer asesinatos, ya sea de nonatos o de mujeres que abortan en condiciones sanitarias indignas. Las preguntas que van surgiendo son esencialistas: ¿En qué momento comienza la vida? ¿En qué momento ese embrión se convierte en una persona portadora de derechos? Contrariamente a lo que se supone y se predica, la ciencia no tiene respuestas a esas preguntas, no tiene nada que decir al respecto. La ciencia puede describir el proceso magníficamente, hasta al nivel molecular. Lo que no puede es hacerse cargo de definiciones culturales como “vida” o “persona”. Cuando en una de estas discusiones escuchen que alguno de los polemistas apela a “La ciencia dice…” lleven sus manos a los bolsillos.
Un embarazo perdido a los pocos días no es visto por los grupos provida como la muerte de una persona. En el otro extremo, pocos pensarían que un feto de ocho meses y medio puede ser eliminado como si fuera una fibrosis. Ambos bandos entienden a su pesar de que se trata de una cuestión gradual, sólo que no se ponen de acuerdo en cuál es el momento en que las cosas se ponen inaceptables.
Cuando el proceso actúa con cambios infinitesimales es muy arbitrario determinar un punto en el tiempo que determine que las cosas son de una manera antes y muy distintas inmediatamente después. Hasta acá no es persona, después sí. Estas moléculas no son vida, justo estas sí. Los bandos en disputa actúan como si ese punto arbitrario estuviera escrito en el cielo. No estará escrito por una mano divina pero debe ser puesto negro sobre blanco por la ley. Allí no hay sutilezas ni variaciones entre los distintos individuos, los plazos tienen que ser explícitos y correr para todos. En este sentido, la legislación argentina es similar a la del famoso fallo Roe vs Wade, de la Suprema Corte de los EE. UU., recientemente anulado: estipula distintas responsabilidades respecto del feto según se esté en cada uno de los tres trimestres de un embarazo. La no punición de un aborto efectuado en el primer trimestre es (era en EE. UU.) la norma.
Es difícil no darse cuenta de que todo esto que estamos describiendo para la discusión sobre el aborto también se aplica cuando se habla de paidofilia. La adolescencia, entendida como las edades que van de los 13 a los 18 años (que en inglés usan el sufijo” teen”), es una época de tránsito, con una creciente pero irregular maduración emocional y sexual. El punto en que una persona pasa a ser lo suficientemente madura como para que su consentimiento habilite una relación sexual con un adulto es también necesariamente arbitrario.
El artículo 120 del Código Penal determina que está penada cualquier relación sexual con un menor de 13 años. Por debajo de esa edad, no hay consentimiento posible, se trata de un delito. De 13 en adelante, hasta los 16, no hay delito a menos de que el adulto esté aprovechando de alguna manera la asimetría de madurez. Un profesor con un alumno, alguien del entorno con responsabilidades paternales, algún tipo de relación laboral (aunque allí el delito se complementa con el de trabajo infantil). La formulación es necesariamente ambigua y, por lo tanto, difícil de aplicar en la mayoría de los casos. Si la relación entre el menor y el adulto ha sido mediada por un tercero, el delito pasa a ser de trata, en ese caso, imprescriptible.
Como vemos, los tramos de edad son taxativos. Si bien la sociedad ha tendido a cargar a los adolescentes de mayores responsabilidades, como la del voto o la posibilidad de manejar, es innegable que para la mayoría de los teens se trata de un período difícil, de confusión e indefiniciones, en donde las experiencias traumáticas pueden causar daños permanentes. Es un campo minado determinado por la doble condición adolescente: la explosión hormonal que determina el despertar del sexo y la fragilidad de su espíritu. ¿Qué debería hacer un adulto cuyas pulsiones lo empujan a ese mundo? Apartarse, dice quien no las padece y mira desde afuera.
La discusión pública sobre el caso Jey Mammon ha estado impregnada de discusiones sobre edades en el caso de los protagonistas y de condena moral por parte del panelismo. La víctima, Lucas Benvenuto, dice que a los 14 años fue drogado para tener relaciones sexuales. El conductor dice que la relación comenzó cuando Benvenuto tenía 16 años y fue estable y extensa en el tiempo, hasta pasada largamente la mayoría de edad. No hay forma de participar de esa discusión. En la televisión se dice que no importa, que todo es lo mismo, 14, 16, drogas o no drogas. Por supuesto que no es lo mismo, que una relación es mucho más abusiva que la otra aunque las dos puedan ser condenables. La necesidad de despegarse del hecho y de mostrarse indignado oscurecen la discusión y la hacen monótona.
En el camino, ya olvidado, queda el primer caso, el de Marcelo Corazza, doblemente víctima de la crueldad de la televisión. En un primer momento, apenas salido de Gran Hermano en 2001, por la cámara oculta organizada por Jorge Rial, para exponer su homosexualidad. Ahora por la denuncia de un episodio de exhibicionismo ante un menor, sucedido hace más de veinte años, por el cual estuvo preso un mes y fue condenado mediáticamente.
Sacudido por los hechos, volví sobre una película y un libro que retratan un caso de paidofilia en el marco de la erradicación del Barrio Chino de Barcelona, a fines del siglo pasado. El libro es Raval. Del amor a los niños, de Arcadi Espada y la película, De niños, de Joaquín Jorda. En ambas obras impacta la personalidad de Xaime Tabarit, un pedófilo confeso, que se niega a mentir y a disimular su pasión y acepta mansamente la condena que la ley le impone. Tanto el libro como la película, que se niegan a condenar moralmente a Tabarit, son de una tristeza enorme, y ponen en relieve el contexto de miseria y marginalidad que enmarca habitualmente a los niños que se convierten en víctimas de sus mayores.
Como al pasar, uno de los testimoniantes de la película comenta: “El sexo es lo más horrible, lo más traumático, no hace más que destrozar a las criaturas. Y de repente se llega a una edad y es lo contrario. Es curioso”. Las transformaciones biológicas, los cambios radicales, la ambigüedad de la conducta humana, el paso de una condición a la otra, las pulsiones irrefrenables autodestructivas, hasta la misma misteriosa existencia del tiempo: todos elementos para el asombro y el silencio, dos reacciones que no encajan en el formato de la televisión.
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Querido Gustavo: ¡qué buena columna y qué reflexiva! O mejor dicho, qué buena por lo reflexiva. Me gustó empezar el día leyéndote.
Excelente.