En ese territorio de recuerdos apagados que es la computadora encontré un pequeño texto que hace unos años (¡casi diez!) escribí a pedido de un amigo y que había olvidado. En aquella época, 2014, Gabriel Palumbo estaba coordinando un libro con textos e imágenes de la Ciudad de Buenos Aires. Me pidió que colabore con un escrito muy corto pero con tema libre relacionado con la Ciudad. Lo único que se me ocurría decir era que yo, que había nacido en lo que hoy se conoce como Alto Palermo y que había vivido en distintas zonas todas ubicadas al norte de la avenida Rivadavia, quería descubrir esa zona para mí inexplorada que era el sur de la ciudad. En ese entonces, después de tantas recorridas por la avenida Santa Fe en mi juventud, para adentrarme en mi edad mediana por Chacarita, Once y Almagro, vivía desde el año 2009 en Boedo, que era el barrio donde vivió su niñez mi papá. Mi sueño era explorar caminando el Sur, es decir, Pompeya y, más allá, la inundación. Escribí los caracteres requeridos y se los mandé a Gabriel que me agradeció. Nunca vi el libro y cuando fue la presentación, caí enfermo y me quedé en cama. Hoy, Gabriel ya no está y todo aquello es como si no hubiera sucedido.
El texto dice así:
Una de las revelaciones más sorprendentes para los que nos gusta mirar mapas es la de verificar la pequeñez del área que recorremos en nuestra propia ciudad. Mi triángulo cotidiano, entre Boedo, Palermo y el centro, repetido una y otra vez, día tras día, representa un porcentaje ridículamente menor de una ciudad descomunal, a la cual suponemos conocer de punta a punta pero por la cual apenas picoteamos tímidamente aquí y allá.
Hay, por ejemplo, continentes inexplorados cruzando la avenida San Juan en dirección Sur: civilizaciones muy parecidas a la nuestra pero con más cielo y veredas destrozadas, habitadas por ciudadanos de ropas más humildes, a menudo armados con escobas en mano o enarbolando un trapo que trata de sacarle lustre a un taxi. El Sur, así visto con la mirada de una persona nacida en Coronel Díaz y Santa Fe, recuerda al Borges de “El otro, el mismo”. Es, indudablemente, Buenos Aires, pero al mismo tiempo, es otra cosa. La misma señalética indicando calles con nombres extraños, nunca antes transitados por los del Norte: Santander, Avelino Díaz, Balbastro, Saraza, Zelarrayán, Cobo, Somellera y Salvigny. Parece la formación de un oscuro equipo de la B Metropolitana pero son las calles que van desde Avenida Asamblea hasta Chiclana, en un barrio conocido como “Nueva Pompeya”. Hacia allí iremos algún día, armados de cantimplora, brújula y habiendo estudiado la zona con el Google Street View. El Sur también existirá.
Desde que escribí aquel breve texto hasta hoy, pasaron dos cosas fundamentales. Una, que mi hijo menor se haya dedicado con pasión y seriedad al básquet en San Lorenzo de Almagro (que, como todo el mundo sabe, cuando yo era chico no estaba en Almagro sino en Boedo y ahora tiene la cancha no en Boedo sino en el Bajo Flores). La otra es la recomendación médica de salir a caminar, como le gusta a Javier Porta Fouz, autor del mejor libro escrito en la Argentina sobre caminatas (Buenos Aires sin mapa).
A Javier le gusta caminar por una zona muy poco prestigiosa de la ciudad: un rectángulo con eje en la avenida Belgrano y límites exteriores en Rivadavia e Independencia. Es el Sur, si se quiere, pero uno más cercano al centro y al fenomenal edificio del Congreso. Su límite al Sur es el mío al Norte, la avenida Independencia, una de las arterias más desangeladas de Buenos Aires. Obligado y deseoso de salir a caminar sin rumbo casi todos los días, busco ir variando por los cuatro puntos cardinales a partir de mi casa, en el corazón de Boedo.
Lo mejor, sin dudas, es enfilar al Sur profundo, alejado de San Juan, buscando avenidas no menos intensas pero más distantes de la experiencia cotidiana de un porteño criado en Barrio Norte: Pavón, Garay, Caseros, Chiclana. El ya no tan pequeño Elías entrena y juega en la Ciudad Deportiva de San Lorenzo, ubicada en el Bajo Flores, a la vera de la villa 1-11-14, uno de los barrios de emergencia donde el gobierno de la Ciudad menos hizo pie. Es un triángulo formado por las avenidas Fernández de la Cruz, Perito Moreno y Varela, en una zona en donde hay multitud de clubes deportivos, desde Italiano hasta el ascendente Riestra, pasando por DAOM y sedes secundarias de Huracán (“La Quemita”) y Argentinos Juniors. En cualquier momento de la semana y especialmente los fines de semana, en esa zona del mapa porteño que uno imagina desolada y sin vida, hay centenares y centenares de jóvenes practicando deportes con la mayor seriedad imaginable.
Ahora bien, desafiando mis límites, me di cuenta de que podía dejar a Elías en la Ciudad Deportiva y que, para volver (no manejo) no era necesario agendarme un auto de alquiler sino simplemente caminar. Hasta mi casa es una hora y un poco más de caminata vivaz, sin prisa pero sin pausa, con la buena compañía del celular y los auriculares. Desechado el miedo burgués por la inseguridad (me limito a bordear pero no adentrarme por la 1-11-14), enfilando por Fernández de la Cruz hasta llegar a mis calles familiares (Avenida La Plata, Quintino Bocayuva, Castro) donde doblo a la izquierda y pongo proa a Independencia, no sólo me encuentro con una actividad saludable sino con la zona más residencial y amable del Boedo profundo, hecho de casas bajas pero firmes, lejos de la precariedad de la zona más cercana al Bajo Flores. Es una zona muy arbolada, fresca como puede serlo la ciudad de Buenos Aires en las zonas no atestadas de esas máquinas demoníacas que son los autos. Llego a casa cansado pero feliz, urgido por hacer pis y luego tomar agua, sintiéndome el caminador que mis médicos y Javier Porta Fouz me reclaman.
En el trayecto hay una pequeña plaza que me genera fascinación desde su geografía hasta por su historia. Se trata de la plaza Discépolo, mucho más conocida con “placita Butteler”. Su fama deriva de que se trataba del punto de reunión de la barra brava de San Lorenzo, conocida desde entonces como “la Butteler”. Su arquitectura es insólita: se trata de una manzana cortada por dos diagonales que se cruzan en una placita pequeña que funciona como pulmón de la zona. Las cuatro calles formadas por las diagonales llevan, como explica el gobierno de la Ciudad, “el mismo y único nombre: Butteler, cuya numeración va del 1 al 99, en sentido contrario al de las agujas del reloj. La numeración empieza en la calle que va desde la Av. La Plata y Zelarrayán, numerando sólo las casas que quedan en la mano derecha, hasta llegar a la siguiente esquina, o sea, Zelarrayán y Senillosa, allí se cruza a la vereda de enfrente y se vuelve de la misma manera. Esto conforma una maraña que la hace única en Buenos Aires”.
Sobre su historia, agrega la entrada:
La historia de este enclave comienza el 12 de noviembre de 1907 cuando la comuna acepta, de parte de Azucena Butteler, miembro de la filantrópica “Sociedad Protectora del Obrero”, la donación de un terreno comprendido por las calles antes mencionadas, para construir un grupo de casas para obreros. La donación incluía una condición: el conglomerado debería denominarse como la donante. La piedra fundamental fue colocada el 15 de diciembre de 1907 bajo la intendencia de Carlos Torcuato de Alvear, con el apadrinamiento del presidente José Figueroa Alcorta y la participación entre otros de Carlos Saavedra Lamas, Carlos Thays, Ramón Falcón y Alfredo Palacios.
En la entrada de Wikipedia se reproduce parte del discurso del presidente Figueroa Alcorta, un texto maravilloso, de tono higienista, muy de la época, contrastando esas casas para obreros con el hacinamiento y la promiscuidad de los conventillos. Todo dicho con un vocabulario maravilloso que nos rescata palabras perdidas de resonancias mágicas, como ”zahúrdas” y “valetudinarios”:
El conventillo, el inquilinato y demás zahúrdas cerradas a la luz y al aire no limitan su acción al fermento de las protestas aisladas y los extravíos libertarios; no circunscriben su acción morbosa al desgaste gradual de lo que ha caído en sus garras, sino que extienden su influencia perniciosa sobre el porvenir, comprometiendo las energías vivas del país en un descenso seguro, pues nada hay más evidente que de ahí no pueden salir más que organismos valetudinarios, incapacitados para la lucha por el bien, por los ideales de la vida culta, por la conquista del progreso social.
Me da placer caminar y encontrar estos lugares y estas historias pero reconozco que fue la urgencia médica la que me sacó del sillón y la tele y me impulsó a recorrer el Sur, convirtiendo en realidad el deseo expresado en aquel texto encargado por el querido Gabriel Palumbo. Cuando tuve el diagnóstico que me llevó al quirófano, entre los pensamientos entre oscuros y risueños que me asaltaban la mente sin pedir permiso, recuerdo que me surgió la siguiente idea: “¡No puede ser que nos muramos Palumbo y yo el mismo año!”. Hoy, camino por esas calles que enumeraba sin conocer en aquel texto y le dedico esos trajines a su memoria. Salud, Gabriel, hincha de San Lorenzo sin fanatismo y sin énfasis, me hubiera gustado contarte –con un gin tonic en la mano– sobre estas caminatas azulgranas.
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También lo extraño a Gabriel. Yo tenía los dos libros. Ciudad Lineal y El mejor presidente de la historia. Antes de mi mudanza, los regalé a un buen amigo. Hermoso texto. Abrazo.
Hay un lugar mítico que es el Falso Chino. Lo tenés? https://youtu.be/fA_imOoom-k?si=D4bqOfV4iLDboW85