A raíz de una película muy bonita que comentaré el sábado en la Agenda (Nadie podrá salvarte en Star+) me acordé del gran novelista y guionista Richard Matheson, un puntal de la ciencia ficción de los años 50 y uno de los creadores de los mejores capítulos de Dimensión desconocida, la mítica serie creada por Rod Serling y de cuyas ideas abreva la película mencionada.
Fui al archivo de El Amante y en su segundo año, en el número 18, cuando yo me ocupaba de las producciones de géneros vistos como menores, como el terror y la ciencia ficción, encontré este comentario sobre una película maravillosa, El increíble hombre menguante, donde me explayo sobre su novelista original y posterior guionista, el gran Richard Matheson.
Richard Matheson es uno de los grandes escritores de ciencia ficción de los años 50. Para Matheson, como para Borges la democracia, la monstruosidad es un abuso de la estadística. Para mostrar esto cambia las condiciones del resto del mundo; el invariante, entonces, representa lo anormal y repulsivo: nosotros. Ejemplo: en una novela memorable, Soy leyenda –malamente llevada al cine dos veces, por Vincent Price y Charlton Heston respectivamente–, por alguna mutación la población mundial se convierte al vampirismo. El único no afectado –un ser como usted o yo, señora, señor– es perseguido como lo que es: una anormalidad inadmisible. Sus últimas palabras son la puesta en conciencia de esa nueva situación: "Soy leyenda".
Matheson adaptó otra de sus mejores novelas para que el director Jack Arnold la lleve al cine en 1957. El resultado es una de esas maravillas que cierto cine fantástico americano dejó como perlas olvidadas en un cajón: El increíble hombre menguante o, como se conoció en su estreno entre nosotros, El hombre increíble. Scott Carey –un ciudadano común y corriente– sometido accidentalmente a los efectos de una nube radiactiva, sufre un empequeñecimiento progresivo. Él pasa a ser para el mundo un fenómeno pero –aquí viene la inversión mathesoniana– el mundo cotidiano para él (y para los espectadores) se convierte en una pesadilla siniestra. Simpáticos gatitos y minúsculas arañas pasan a ser amenazas enormes; la rendija entre dos tablas, un abismo infranqueable. No se salva de esa "monstruización" de la vida de todos los días ni su cariñosa y abnegada esposa que, a partir de cierto tamaño, tiene la voz demasiado estruendosa para los diminutos oídos de su marido. De los venenosos dardos que la película arroja sobre la vida común, mi favorito es esta escena: Scott –todavía de una altura razonable– y su esposa se enfrentan finalmente a la certidumbre de que el pobre hombre está reduciéndose. Su mujer le garantiza que siempre se ocupará de él. Para corroborarlo utiliza la alianza de Scott como símbolo de unión. "Mientras lleves este anillo, yo..." y no puede terminar de decir la frase porque el anillo cae al suelo, ya demasiado grande para el menguante dedo de su marido.
Si Matheson es un poeta de la monstruosidad, el director Arnold (El monstruo de la laguna negra) es un mago de la vieja y gloriosa clase B que llenó de placer tantas tardes de sábado. Películas de menos de una hora y media, sin el beneficio del color, destinadas a cubrir la segunda parte de una doble función, pero contadas con la maestría de un sacerdote de tribu. En El increíble hombre menguante no sólo tenemos el relato fluido y apasionante sino una magnífica ilusión en el cambio de dimensiones: a través de sobreimpresiones, posiciones de cámara y decorados cada vez más grandes, nos convencemos de la miniaturización de Scott sin dejar de ver la película a través de sus ojos. Scott Carey, el increíble hombre menguante, luego de desesperaciones y luchas, se enfrenta con su destino infinitesimal. Hay una filosofía simple pero no barata, a la que cualquiera de nosotros se ha entregado bajo el cielo estrellado, alguna noche de verano, tumbado boca arriba en la playa. Es un fluir del pensamiento que combina la certidumbre de nuestra insignificancia con la posibilidad de algún orden que le otorgue sentido a tanta distancia en espacio y tiempo. Ese pensar maravillado al que se refirieron desde Kant hasta el más prosaico de los turistas marplatenses es el consuelo final de Scott; la posibilidad de que a tantos mundos posibles allá lejos les corresponda otro tanto acá adentro, de lo infinitamente grande a lo infinitamente minúsculo. "Para Dios no existe el cero. Yo existo", dice nuestro reducido héroe y, como al Sísifo trágico que remonta una y otra vez la piedra hasta la cima de la montaña para que vuelva a caer irremediablemente, hay que imaginarlo feliz. Así lo muestran Arnold y Matheson: con un optimismo contagioso sale de su casa y enfrenta mundos desconocidos.
Chiquitito y épico, Scott Carey representa con su triunfo a la película misma, una miniatura de 80 minutos en blanco y negro que es, en su pequeñez, una gran obra.•
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Pienso a partir de Matheson, en cómo no se le ha ocurrido a nadie hacer una buena producción de El hombre menguante en estos días. Siempre que sea tomada en un tono de drama más que de efectos especiales, me parece que sería muy interesante y hasta taquillera. Con cada remake vergonzosa que viene apareciendo últimamente, una película como esta, que hoy contaría con mayores recursos para crear ambientes realistas dentro del argumento, podría andar, no?
Saludos y que sigas bien con la recuperación!