En abril las redes se inundaron con statements en los que la gente se vio compelida a dejar claro que fue a la universidad pública, que apoyaba a la educación pública, que, aunque no fuera a una escuela o a una universidad pública, creía que era necesaria que exista por el bien de toda la sociedad.
Suelo desconfiar de los avatares unificados, me expulsan y me dan envidia. Me expulsan porque creo que en algún punto son enunciados vacíos que hacen sentir mejor a los que los comparten sin tener relación muchas veces con las prácticas cotidianas del usuario. “Pongo una etiqueta por una causa noble y sigo adelante”. Desconfío de la necesidad de identificarse con cada tema y dejarlo claro públicamente. A la vez, me da envidia porque es reconfortante sentirte parte de algo, ver que coincidís con la mayoría de tus contactos y en dulce montón aunar voluntades. En estos años solo dos veces sentí necesario sumarme a esa movida de redes. Cuando se trató la ley del aborto por primera vez, propiciada por un gobierno cuyo presidente no era partidario de promulgarla, y su vicepresidenta menos —pero igual abrieron el debate—, sentí que era un logro de toda la sociedad que merecía celebrarse. Luego, cuando finalmente se aprobó con un gobierno que tuvo encerrado a los chicos dos años, ya no me dio ganas de salir a festejar nada. La cuarentena fue otra cosa que me impulso a “militar” en contra de su injusticia y autoritarismo. Especialmente el cierre de las escuelas y las universidades me pareció uno de los oprobios más grandes de los últimos años. Y “el clases hubo” la consigna más mezquina y burguesa de muchos de los que hoy se rasgan las vestiduras por garantizar la igualdad de oportunidades a toda la sociedad a través de la educación pública.
Soy producto de la educación pública y estoy orgullosa de serlo. Cursé casi toda mi educación formal en instituciones públicas y laicas. Aunque tuve un breve paso en primer grado por el Instituto Evangélico Americano de Villa del Parque. Había hecho el prescolar allí, muchos amigos del club G.E.V.P del que éramos socios iban a ese colegio que, a pesar de su nombre, era laico. Supongo que por eso mis padres me anotaron ahí. Comencé primer grado; transcurridos unos meses llegué a mi casa y le dije a mi mama: “Cuando formamos en la entrada hay un señor que nos hace agachar la cabeza y decir unas palabras”. Recuerdo que al día siguiente ella fue a la escuela, comprobó que el señor era un pastor que hacía rezar a los alumnos y ese hecho me catapulto a la educación pública. Somos judíos y no creemos en Dios, el colegio no consideró necesario avisar que había dejado de ser laico, por lo cual ya no era un lugar al que pudiéramos pertenecer. No pertenecer del todo a ningún lugar puede ser el leitmotiv de mi vida.
La escuela primaria de Devoto a la que concurrí a finales de la década del setenta y terminé en 1983 con la apertura democrática era la clásica escuela con el patio en el medio y las aulas alrededor. Todas las consignas que se escucharon en estos días se cumplían a rajatabla. En mi grado había hijos de profesionales, de comerciantes, de empleados. Gente más pudiente o menos pudiente que elegia la escuela más cercana a su casa por convicción y no por descarte. Supongo que todos buscaban un espacio laico y heterogéneo. Tenía una compañera que a la tarde iba al schule, otra que tomo la comunión y en la reunión que hizo en su casa luego de la ceremonia fue la primera vez que probe una ostia. Había maestras esposas de militares, otra tuvo un hijo que fue enviado a Malvinas y todos respiramos cuando volvió sano y salvo. Mi maestra de quinto grado era judía y la de sexto y séptimo fue la docente que mejor supo leerme: Graciela González. En séptimo, de viaje de egresados, nos fuimos de campamento con ella y el profesor de educación física. Mi mamá estaba en la cooperadora y llevó a la escuela, entre otras cosas, obras infantiles de la Galera Encantada y a Víctor Iturralde, creador de cineclubes infantiles. Nunca comí un pan más rico que el que nos daban de martes a viernes; los lunes eran una fiesta porque las panaderías estaban cerradas, entonces nos daban galletitas Manon. La copa de leche La Serenísima (nada de segundas marcas) se la cedía a alguna amiga. La leche para mi es como la sopa para Mafalda. Tenía un guardapolvo más lindo que usaba para los actos que se hacían el día de la fecha patria, aunque fuera feriado. Los actos eran eventos esperados que muchas veces terminaban con chocolate con churros. En Pascua la cooperadora sorteaba un huevo gigante, mi sueño era ganármelo. Nunca sucedió.
Mi papa era medico en el Policlínico bancario, todos los años íbamos a comprar los útiles y los guardapolvos a la Proveeduría Bancaria. Cualquier libro de sociología que describa a la clase media de los setenta podría tenernos entre sus filas. Cumplíamos todos los requisitos y de algún modo —algunas más abajo y otras más arriba— todas las familias de esa escuela estaban dentro de ese conjunto.
La secundaria prefiero olvidarla y en la UBA fui feliz. Mis padres profesionales también hicieron todos sus estudios en la educación pública. Mi hermana, cinco años menor que yo, fue a una escuela primaria privada. El resquebrajamiento que dejó la dictadura empezaba a emerger. El país de mi escuela primaria no existe más. Me atrevería a decir que el de la secundaria y mi facultad terminada a mediados de los noventa tampoco. Toda la decadencia que se fue acumulando desde fines de los setenta hasta hoy tiene como principal exponente de esa pérdida a la educación. O la educación refleja el empobrecimiento y la decadencia. Lo público ya no es lo que era y los pobres tampoco. Aceptarlo puede ser parte de la solución para pensar formas de inclusión reales y no declamadas.
La masividad de la marcha del martes 23 de abril podría haber sido una buena noticia, miles de personas que no suelen movilizarse salieron a las calles para decir que están a favor de la educación pública y gratuita, que puede ser mejorada, pero que ese derecho es innegociable. Me permito dudar.
Hace poco las escuelas estuvieron cerradas durante casi dos años y la educación estaba en peligro realmente, las marchas y las concentraciones que se hicieron pidiendo la vuelta de las clases presenciales estuvieron muy lejos de ser multitudinarias. Todavía no están medidos en su magnitud los perjuicios que esos años produjeron en la infancia sobre todo en los más vulnerables.
Podríamos emular “el clases hubo” con “educación universitaria pública y gratuita para todas y todos”. No importa que los números indiquen como señalo Luciana Vázquez en esta nota que en Argentina “el 71 por ciento del 20 por ciento con ingresos más altos está matriculado con estudios terciarios. En el quintil de los más pobres, sólo el 24 por ciento. Chile, con el 41 por ciento, y Perú con el 26 por ciento, superan a la Argentina en el acceso de los más pobres a la educación terciaria”. En nuestro país, la educación universitaria pública y gratuita no es para todos, es para los sectores medios y altos, mucho más que en aquellos países en donde no es ni gratuita ni irrestricta.
Es bueno pronunciarse por causas nobles, pero mejor es llenar de contenido las consignas, aceptar la realidad estadística, abandonando privilegios para que la equidad sea cierta y no una historia de Instagram.
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Gracias por ayudarme a pensar y repensar. Es cierto, lo que decís. Triste pero cierto, creo que nos debemos un debate profundo.
Es como si me estuvieras leyendo la mente inspectora! Hasta el odio por la leche compartimos. No puedo estar más de acuerdo con tu columna. Excelente!