Marzo ha llegado y con marzo llegó el fin de las vacaciones para los que tenemos hijos en edad escolar. No levantarse durante más de dos meses a las 6.30 ya en sí mismo es una gran vacación pero además le agregamos a ese período la alegría de que todos los que podemos salgamos de la rutina viajando a algún destino turístico. Ese “todos los que podemos” podría reemplazarse por “la clase media”. Más allá del dinero que uno debe disponer para poder trasladarse a otro lugar hay un lazo cultural que une a las clases medias y las vacaciones. Las vacaciones son un concepto, una idea que acuña la clase media como lugar donde llegar, como recompensa al año de trabajo y estudio.
Violet Crawley (Maggie Smith) la abuela aristócrata de Dowtown Abbey preguntó en un capítulo: “¿Qué es un fin de semana?”, haciendo el guionista de la serie una brillante observación sobre la percepción del tiempo y el esfuerzo de aquellos que jamás trabajaron para ganarse su sustento. Siguiendo esa línea podríamos decir que pasar de ser pobre a ser clase media es imaginar irse de vacaciones y luego poder concretarlo. La idea de las vacaciones es en sí misma un bien intangible que te da el pasaporte a esa clase social. En mi infancia de clase media la pregunta nunca fue “¿Te vas de vacaciones?” sino “¿Cuándo y adonde?”. Córdoba y la costa argentina eran los destinos típicos y, dentro de la costa, Villa Gesell era el lugar emblemático, sobre todo en febrero, de familias de profesionales que cumplían con todos los requisitos para pertenecer a la clase media.
En ese período de tiempo, un grupo medianamente homogéneo compartía espacio, consumos culturales y gastronómicos. Un estudio cualitativo podría hacerse entre las familias que veraneaban en Gesell entre mediados de los 70 y principios de los 90 y seguramente surgiría un mundo común. En ese tiempo la promesa de las vacaciones incluía rituales compartidos cómo ir a escuchar música al anfiteatro del bosque, hacer el recorrido en el trencito que te contaba la historia de Gesell, ir a la feria de artesanos ubicada en la avenida 3 cerca del ACA, y de más grandes ir a bailar a Dixit. Una de las paradas obligatorias era ir a comer panqueques a “El amanecer de Carlitos y sus hijos”, el local ubicado en la 106 entre 3 y 3 bis. Si eras un gesellino de ley sabias que ese era “el” lugar, ni se te ocurría pisar el Carlitos trucho que pusieron sus hermanos traidores, ese era más caro, sin mística y todo era más feo. Carlitos, con su sombrero Piluso, te saludaba desde la cocina y todo ahí era rico y abundante. Los licuados traídos en jarra se podían compartir y todos los ingredientes de los panqueques eran frescos y no escatimaban ingredientes. El panqueque de dulce de leche, mousse de chocolate con frutillas bañado era mi preferido. No recuerdo el número.
Otra parada obligada era ir a comprar tortas a El Alemán. De ahí fue la primera vez que probé una Selva negra Tantas velitas sopladas en esas tortas.
Con mi familia siempre parábamos en zona sur a pocas cuadras de una mítica rotisería llamada Masticando Mas. Las colas al mediodía eran interminables, la espera valía la pena. La atendían señoras con pañuelos en la cabeza que cocinaban a la vista, verlas era un espectáculo en sí mismo. Las revistas de Archie y Susy que había canjeado en un local cercano servían para acortar la espera. Ese era otro de los eventos felices de las vacaciones, llevar las revistas del año anterior y canjearlas por nuevas, comprando algún número de antología o en el caso de “Susy, secretos del corazón”, los libritos de ediciones especiales.
Otra cola que valía la pena hacer a la tarde, sobre todo los días que no se podía ir a la playa eran la de Churros El Topo. Otros hermanos que triunfaron y, por suerte, no se pelearon.
A mediados de los ochenta, en la 138 abrió la heladería Colo Colo, famosa por innovar en gustos raros como helado de zanahoria. Las heladerías Massera invadían la Avenida 3 pero las colas las veías en Colo Colo, antes de los influencers y las redes, la gente se pasaba los buenos datos boca a boca.
La playa también era otro lugar en que había rituales de consumo que solo se daban ahí. En Gesell escuche por primera vez a un heladero gritar: “Lloren, chicos, lloren”. El heladero conocía la negociación constante que se establecía entre padres e hijos sobre cuantas cosas se podían comprar en un día de playa. Helado, pochoclo, manzanas acarameladas, copos de azúcar, pirulines. En este caso pésima combinación entre el pegote de los pirulines, la arena y el viento. Todo esto mucho antes de que importáramos de Brasil la costumbre de comer choclo en la playa (milho cocido) y ahora también en alguna playa hay vendedores ambulantes con carrito de panchos.
El vendedor más esperado, al menos en mi caso, era el barquillero. Mas allá de los barquillos (condena absoluta a los que piden vasito de plástico en las heladerías), la gracia era el juego que establecía la cantidad de barquillos a comprar. Los barquillos los traían en un cilindro redondo que el barquillero se cargaba al hombro. La tapa del cilindro tenía una aguja y tenía dibujados números que iban del 0 al 6. Por un precio fijo tenías la posibilidad de tirar una cantidad de veces. Por supuesto el número menos dibujado era el 6, Era muy emocionante tirar esperando llevarse la máxima cantidad de barquillos.
Cada lugar de veraneo podría tener su mapa equivalente, Mar Del Plata, Capilla del Monte, San Bernardo. Las vacaciones de la infancia y la adolescencia de la clase media que tendían a repetirse incluían ritos de consumo que formaban parte del viaje. Las cosas tenían un lugar y un tiempo.
Quizás eso tuvieron en mente los genios del marketing que pensaron en lanzar un nuevo alfajor Havanna por el aniversario de los 150 años de la ciudad que los vio nacer: Mar del Plata. Lo pusieron a la venta primero en su ciudad natal y después en diferentes lugares de la costa. Se anunciaba en el Instagram de cada Havanna su llegada y se formaban colas en cada local. Fue el hit del verano. Allá costaba 1600 pesos, lo valen. ¡Ya está en Buenos Aires, corran a comprarlo! Es un alfajor mucho más grueso que el Havanna tradicional. Tiene una capa de chocolate amargo muy untuosa (cacao 70 %) y mucho dulce de leche, el toque de los cristales de sal marina le aporta distinción, pero más que el gusto a sal lo que produce una explosión de sabor es lo crocante del grano de sal mezclado con esa dulzura extrema. Alguna vez habría que dedicarle una columna al crocante en las golosinas. Mejora cualquier producto. (¡Prueben el marroc nuevo de Cachafaz!)
Hace alrededor de 20 años que no voy a Gesell, prefiero mantenerlo en el recuerdo. Gesell quedo en un lugar y un tiempo feliz, temo que al volver se rompa el hechizo.
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que viaje! hace 18 años no vamos a VG despues de ir 20 años un mes zona norte...y es así tal cual, ir a las playas alejadas del norte o del sur las visitas al faro Querandi, nunca olvidaremos los recitales en el bosque y llevar a los peques a Saccoa...tengo amigos q viven allá y sí mejor no romper el hechizo
Muy lindo relato. Me pasa lo mismo pero con Mar del Plata a la cual volví el mes pasado a pasar el día.
Recuerdos de otras épocas.
Saludos.