Leí en estos días una noticia que me llamó la atención: se iniciaba un proceso de beatificación del coronel Argentino del Valle Larrabure, un militar argentino secuestrado, mantenido en cautiverio durante un año y asesinado por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) entre 1974 y 1975. Me parece especialmente preocupante el abandono del Estado argentino a las víctimas provocadas por la guerrilla revolucionaria. No hace falta ser militar o partidario de alguna dictadura para reconocer que hubo gente que sufrió y que ese sufrimiento fue ignorado por la sociedad y el estado, especialmente durante las dos décadas de hegemonía ideológica del kirchnerismo.
El hijo del coronel Larrabure, Arturo Larrabure, intentó en 2018 que se reabra la causa por la muerte de su padre, amparándose en la imprescriptibilidad de las causas relacionadas con violaciones a los derechos humanos. Me abstengo de opinar sobre los fundamentos jurídicos en una u otra dirección respecto de la aplicación de la figura de lesa humanidad. Como hemos escrito más de una vez, la idea de imprescriptibilidad, ya sea se aplique a militares que participaron de la represión ilegal o terroristas revolucionarios, va en contra del derecho penal liberal.
Por otra parte, no pertenezco a la grey católica con lo cual desconozco totalmente el procedimiento y las consecuencias de un proceso de beatificación. Es una experiencia cultural que me resulta totalmente ajena. Ahora bien, contrario a la imprescriptibilidad y alejado de las práctica de la Iglesia católica, no puedo dejar de apreciar que en ambos casos se trata de una persona que perdió a su padre de una manera especialmente cruel y dramática y que trata, de una y de otra manera, de reparar en el mundo ese daño atroz. No puedo más que respetar eso.
En mi libro Diccionario crítico de los años 70 tengo una entrada sobre el coronel Larrabure y otra sobre las llamadas cárceles del pueblo. Si uno se atiene a los datos, entenderá que las organizaciones guerrilleras no tuvieron una idea de respeto a los derechos humanos, causa que abrazaron posteriormente, cuando la derrota militar era clara y sufrieron las consecuencias de que el Estado no respetara los principios clásicos del derecho liberal.
He tratado de reflejar en mi libro el drama argentino de la década del 70, sin que ninguna víctima quede afuera. Trancribo aquí, dos de las cien entradas del Diccionario, la relacionada con la historia de Larrabure y la que describe las “cárceles del pueblo”, una instancia de la práctica revolucionaria que pone seriamente en cuestión el compromiso de esas organizaciones con los derechos humanos.
LARRABURE, ARGENTINO DEL VALLE
En agosto de 1974, en pleno gobierno constitucional, el ERP lanzó al mismo tiempo dos ataques a unidades militares para robar armas. Uno fue en Catamarca (ver entrada correspondiente) y el otro en Villa María, Córdoba, en donde funcionaba una fábrica militar de armas y explosivos. La experiencia en Catamarca fue desastrosa, la de Villa María salió «bien», al menos en los cálculos del grupo guerrillero que pudo llevarse 120 fusiles FAL más otras armas y explosivos con el costo de dos guerrilleros muertos y ocho heridos.
En el operativo fue secuestrado el vicedirector de establecimiento, el coronel Argentino del Valle Larrabure, quien se encontraba junto a su esposa en la misma fábrica, en una cena de camaradería.
Tres meses después de estar confinado en un lugar no identificado, Larrabure fue alojado en una cárcel del pueblo, en el sótano de una mercería de un barrio humilde de la ciudad de Rosario. Allí estaría hasta el fin de sus días, que sería un año después de su secuestro, el 19 de agosto de 1975.
Larrabure logró escribir un diario íntimo que finalmente llegó a manos de su familia. En él, describe a sus captores como «medrosos y pusilánimes ante iguales y superiores. Impulsivos, cortantes y autoritarios ante inferiores, débiles, cautivos y desarmados». Así describía su celda:
Aprecio que mi celda es una excavación porque carece de ventanas y una de las paredes laterales está burdamente revocada a cemento. El frente es de idéntica composición. El contrafrente es una pared de ladrillos huecos y una reja de aproximadamente 40 por 60 y el costado es una divisoria de madera compactada. La puerta de igual material da a un pasillo, donde vi otra lúgubre y húmeda celda. Dos tubos de plástico negro de unos dos cm de diámetro conectan con el exterior y permiten la aireación mediante un extractor eléctrico cuyo funcionamiento depende de mis captores. Yo padezco la terrible desventura de pensar que puede dejar de funcionar y aumenta mi congoja de sentirme ahogado en este nicho donde el aire húmedo y enrarecido aumenta el asma que quebranta mi fuerza física.
Según el ERP, Larrabure murió el 19 de agosto de 1975, suicidándose por ahorcamiento. Dejaron su cadáver en un zanjón envuelto en una sábana y una frazada.
Las circunstancias de la muerte fueron discutidas por el ejército y la familia de Larrabure, quienes aseguran que el coronel fue torturado y estrangulado con un cable y que el cuerpo presentaba una gran cantidad de signos de violencia física. En un caso o en el otro, suicidio o asesinato, la responsabilidad del ERP, manteniendo una persona en condiciones inhumanas a lo largo de un año, es innegable.
Material de consulta. En una nota aparecida en Infobae con el título «El estremecedor relato de un secuestro infame» el 16 de junio de 2007, se pueden ver fotos de las inhumanas condiciones que revestía la «cárcel del pueblo», así como del cadáver de Larrabure. El hijo de Larrabure, Arturo Larrabure, quien era un muchacho en el momento del secuestro, viene luchando sin éxito para conseguir que el caso sea reabierto al ser considerado de «lesa humanidad». Se pueden seguir con detalle sus argumentaciones y las idas y vueltas jurídicas en larrabure.blogspot.com.ar.
CÁRCEL DEL PUEBLO
Denominación del sitio donde se mantenía cautivo a quien era secuestrado por cualquiera de las organizaciones armadas. Podía ser un empresario por el que se exigía una suma de dinero, un funcionario o político para intentar canjearlo por presos políticos en manos del Estado, directivos de empresas para exigir mejoras salariales o reparto de alimentos en zonas pobres, militares capturados y todos aquellos que fueran catalogados como enemigos del pueblo. Existían dos categorías de cárceles, la primera refería a las que eran especialmente construidas en sótanos cuyo acceso era disimulado por falsas paredes. Hubo importantes obras de ingeniería para la construcción de «cárceles», en ellas participaban profesionales egresados de la Universidad que trabajaban durante meses para su confección. Se compraban casas y se realizaban profundas excavaciones para la construcción de una o dos «celdas» en las que se alojaba a los secuestrados.
La otra categoría era las «transitorias». Se trataba de carpas de tamaño regular que se armaban en habitaciones de quintas alquiladas en las afueras de la ciudad o en departamentos o casas que tuvieran acceso para automóviles. Los beneficios de estas últimas eran la economía y la facilidad para armarlas y desarmarlas una vez que el secuestrado era dejado en libertad. No obstante, la dificultad que ofrecían es que al no haber puertas o rejas, el «detenido» debía permanecer esposado y vigilado permanentemente para evitar un intento de fuga dada la precariedad de la «prisión».
Existía una seria contradicción en las consignas de las organizaciones de izquierda que reclamaban condiciones humanitarias para sus presos en los penales del Estado, y las precarias «cárceles» en las que mantenían a sus propios cautivos. Acostados durante buena parte de la jornada, en algunos casos encadenados, con música durante el día y la noche para que la víctima no reconociera ruidos de la calle, con escasa higiene y elementales sistemas para las necesidades fisiológicas, si el cautiverio se prolongaba durante mucho tiempo el sufrimiento podía llegar a ser insoportable. Al constituirse como Estado paralelo y adjudicarse el derecho de castigar a quien contrariaba las leyes establecidas por los revolucionarios, la guerrilla ejercía su poder. Pero lo hacía, curiosamente, reproduciendo los mismos usos y hábitos de aquellos a quienes criticaba.
Descendió 2,40 metros.
Sintió que lo sostenían desde abajo. Al fin pisó una superficie. Le indicaron que avanzara unos pasos. Escuchó cómo se cerra- ba una puerta detrás de él.
Se quitó la capucha.¿Qué era esa caja de zapatos donde se encontraba?
La midió con sus pasos. Tendría a lo sumo dos metros de ancho por tres de largo. Seis metros cuadrados. La falta de ventanas acrecentaba la impresión del encierro.
En un espacio tan restringido el mobiliario no podía sino ser escaso: una silla pequeña, un catre diminuto, un estante de fórmica y una mesita que se plegaba en una pared.
Sin los zapatos que le habían sacado durante el viaje, el frío se le filtraba por las medias. Pensó que el piso podía ser de cemento. Otros materiales le resultaban extraños: el techo y las paredes estaban recubiertos con planchas de telgopor. Más adelante descubriría que eso aislaba el sonido de su celda: por más que gritara, nadie lo escucharía.
El mayor desafío, supo pronto, sería tolerar el ahogo que le provocaban la falta de aire y la oscuridad. La única fuente de ventilación, un tubo que asomaba por un hueco en el piso, difundía apenas una corriente leve. La luz mortecina de una bombita de 60 watts que colgaba del techo no alcanzaba para iluminar ni siquiera un ámbito tan pequeño. Tendría que ha- bituarse a vivir en esa semipenumbra sofocante.
Mientras exploraba el lugar, Jorge Born se preguntaba por su hermano. «¿Estaría bien? ¿Lo habrían soltado? ¿O lo tendrían en otro pozo como a él?» En ese caso, ¿podría verlo?1Pero, bueno, entré en la ESSO como contratista. Gracias a esto, lo enganché después a Samuelson, que era un ahijado de Rockefeller. Sacamos 14 millones de dólares. Yo no hice la operación, pero di la información.
—Él estuvo con Ibarzábal, ¿los tuvieron a los dos juntos, no?
—Sí, además fue una negociación larga, pero el yanqui era más piola: «Tranquilos, muchachos, van a pagar».
—¿Dónde los tenían?—El ERP ya tenía cárceles del pueblo muy seguras. Había una en un terreno que la gente alquilaba para cocheras. Había una fosa para revisar los coches y al lado de la fosa una habitación subterránea donde había aceite, etc., que era un servicio que le prestábamos a la gente. Ahí había otra habitación clandestina, que era la cárcel del pueblo. La obra era mucho más complicada, incluso con una salida a la cloaca. Era muy seguro. Nunca cayó. Tenía baño, sistema respiratorio y guardia, claro. Sé que ahí estuvieron Samuelson e Ibarzábal.
—A quien lo termina matando un muchacho del ERP.
—Sí, fue una cosa lamentable, porque estábamos haciendo un traslado, y lo estaban trasladando, y los sorprendió la Policía. Fue un error grave, porque si perdimos, perdimos. No era necesario matarlo. El caso más grave fue el caso de Larrabure, de Villa María. Ya no se sabía qué hacer con él, y en efecto se suicidó, en serio. Un descuido de la guardia nuestra, dos compañeros permanentes, pero la rutina es lo peor. Cuando me lo dijeron, yo cuestioné que no podía ser, «¿pero cómo? ¿ con un cinturón?». Tejió una cuerda, «pero aun así —dije— no puede colgarse de ningún lado». «Sí, del picaporte.» Y a mí siempre me quedó la duda. Naturalmente, yo tenía que confiar en los compañeros, pero... Y hace unos cuantos años, me dice un amigo forense de Rosario, que cuando alguien quiere suicidarse, lo hace.
(O’Donnell, María, Born, Sudamericana, 2016, página 37)
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Gracias Gustavo, por el respetuoso recuerdo del coronel Larrabure. Usted no es católico, yo sí. Pero nos une, creo, el mismo amor por la vida humana y el respeto a su dignidad. Eso que los antiguos romanos llamaban "pietas". Un cordial saludo
Excelente. Un libro indispensable para reflexionar sin sesgos sobre esos años. Gracias. Un abrazo.