Los temas ambientales son pasto para posiciones muy radicales, excluyentes y difíciles de evaluar. Es fácil rechazar instintivamente el ecologismo anticapitalista de Greta Thunberg, pero tampoco dan ganas de entregarse sin demasiadas condiciones a los insultos desdeñadores realizados por los libertarios. ¿Cuáles son los terraplanistas? ¿Un lado, el otro o los dos?
Soy amigo de Alejandro Winograd desde hace poco menos de medio siglo. Nos conocimos, justamente, haciendo la carrera de Ciencias Biológicas en la UBA. Mi vida corrió por otros carriles, pero la de Alejandro se mantuvo, acompañado por una notable variedad de intereses, por el lado de las ciencias ambientales.
Presentamos hoy una colaboración de Alejandro en donde propone enfrentarse con la mente tranquila, sin consignas demasiado fáciles, a algunos temas que hacen a la acción política: el retiro de la OMS, el rechazo del calentamiento global y las consecuencias de la acción del hombre en ese calentamiento y los incendios en el Sur.
Esperemos que Alejandro Winograd y más amigos se sientan cómodos en los envíos de Maxikiosco y que sean cálidamente recibidos por nuestros lectores.
Gustavo Noriega
Uno. La Argentina se retira de la Organización Mundial de la Salud. Y el gobierno anuncia que está considerando la posibilidad de abandonar también el “Acuerdo de Paris[i]”.
Dos. Javier Milei, el presidente de la República Argentina, vuelve a declarar —como lo hacía en sus tiempos de candidato a diputado— que el calentamiento global es una mentira. Y que, si es cierto que estamos en un período caracterizado por un aumento de la temperatura, es solo como parte de una oscilación natural que nada tiene que ver con las actividades desarrolladas por los seres humanos.
Tres. En distintas regiones de la Argentina, una vez más, el verano trae un nivel de lluvias inferior a lo habitual. La falta de agua se hace sentir, según el caso, en reducciones y demoras de los programas de siembra, en una disminución de la natalidad y un aumento de la mortandad en los rodeos ganaderos y en incendios como los que afectaron y afectan a distintos sectores de las provincias de Corrientes, Córdoba, Río Negro, Neuquén y Chubut.
Si uno los mira desde una cierta distancia, podría pensar que se trata de tres aspectos de un mismo problema. De hecho, así es como aparecen en la discusión pública; una serie de procesos más o menos relacionados y que conforman uno más de los debates en que estamos inmersos los argentinos. De un lado se acusa al gobierno de plegarse a los caprichos aislacionistas de Donald Trump; de ignorar los estudios científicos que dan cuenta del cambio climático y sus causas, y de mostrarse incapaz —igual que los gobiernos anteriores, aunque eso no siempre se dice en voz tan alta— de llevar adelante una política racional y eficiente de prevención y manejo de los riesgos ambientales en general y de los incendios en particular. Y desde el gobierno y quienes lo apoyan, se hace hincapié en los intereses de las castas burocráticas (con especial énfasis en las de los organismos internacionales), el sesgo de las investigaciones climáticas y la ineficacia, y las malas prácticas de las administraciones provinciales y municipales.
Sería injusto decir que hay algo esencialmente incorrecto en ese debate. Al fin y al cabo, así es como funciona la democracia: un conjunto de ciudadanos con intereses, necesidades, preocupaciones y deseos particulares que ejercen su derecho a opinar y a cuestionar. Y llegado el momento, a elegir a aquellos que los han convencido de que tienen la solución que mejor se adapta a sus expectativas. Nunca se dijo que, en una sociedad democrática, sea necesario restringir las opiniones a los temas que cada uno conoce en profundidad. Y aunque eso pueda implicar esfuerzos frustraciones aparentemente innecesarias, asumo que todos coincidimos en una u otra versión de aquella convicción de Winston Churchill de que, con todos todos y pese a todos sus defectos “la democracia es el peor de los sistemas políticos, a excepción de todos los demás”.
Dicho esto, y en un intento de avanzar un paso más en la comprensión de los puntos que se discuten: durante la emergencia del COVID-19, la Organización Mundial de la Salud hizo todo lo necesario para perder el respeto de muchas personas. Y no es sorprendente que, en algunos países, los gobiernos hayan considerado que las cuentas derivadas del modelo OMS de confinamiento no están saldadas. Por supuesto, uno podrìa preguntarse si es mejor abandonar la organización o permanecer en ella e intentar que cambie. O si se trata de un problema específico de la OMS —y si se quiere, de la OMS bajo la presión de un suceso inesperado— o si, como parece desprenderse de muchos discursos, también el Acuerdo de París, y para el caso, la mayor parte de los organismos internacionales, consideran que tienen el derecho y los conocimientos necesarios para establecer las normas a las que debe ajustar su conducta el conjunto de los seres humanos. Y si, en caso de que así sea, la decisión de los gobiernos norteamericanos y argentino no estaría, por lo menos, medianamente justificada. Se trata, en todo caso, de una discusión de orden político e institucional y que podría resumirse en el viejo dilema acerca de los clubes a los que cada uno de nosotros quisiera o no quisiera pertenecer.
El segundo eje de la discusión; el cambio climático, es de un orden distinto. Ya no se trata de evaluar si se justifica pagar una cuota de equis millones de dólares[ii], sea por los servicios que puede brindar la organización o como una más de las acciones que confieren un cierto estatus en el orden internacional. La discusión acerca del cambio climático es, a la vez, más básica y más compleja y podría resumirse en dos preguntas: ¿cambió el clima del mundo? Y si cambió, ¿fue por causas naturales o a causa de las acciones humanas, y más específicamente, del modelo energético que sostiene esas acciones?
La respuesta a la primera pregunta parece estar razonablemente establecida; en principio y en base a una enorme cantidad de fuentes, que van desde las series estadísticas hasta los recuerdos del abuelo, el clima cambió. Pero es justo reconocer que, dado que esa conclusión se basa en registros globales y que abarcan largos períodos de tiempo, siempre habrá algún espacio disponible para aquellos que prefieren dudar. La segunda pregunta, en cambio, invita a un debate más difícil de zanjar. Es cierto que existe un cuerpo abrumador de estudios que vinculan a las actividades industriales, el transporte, la construcción, ciertas formas de agricultura y ganadería, la minería, y el uso de combustibles fósiles con el efecto invernadero y el calentamiento global. Pero también lo es que el mundo no es un laboratorio, y que es casi imposible aislar las distintas variables implicadas en el proceso de cambio climático hasta el punto de establecer, de manera fehaciente, cuál es la causa que lo provoca. En el curso del tiempo, se han registrado numerosas alteraciones climáticas derivadas, por ejemplo, de la deforestación o el desecamiento de tierras bajas; pero han sido fenómenos circunscriptos a un área limitada. Las dos oscilaciones climáticas de alcance global de las que se tiene registro —el cálido medieval de los siglos X a XIV y la pequeña edad del hielo de los siglos XV a XVIII— no parecen haber estado relacionadas con ninguna actividad humana. Y, aunque pueda resultar incómodo, corresponde atribuirlas al mismo tipo de ciclos y de procesos naturales que, según los escépticos, son la causa del calentamiento actual.
Las discusiones entre los grupos que sostienen que se avecina una crisis —y en algunas visiones, una catástrofe— ambiental y aquellos que consideran que no hay de que preocuparse; que la naturaleza tiene la capacidad de regularse y que, cuando sea necesario, la ciencia y la tecnología resolverán los problemas, no siempre transcurren por los mejores carriles. Es frecuente que, en lugar de argumentos científicos, lo que intercambien los defensores de una y otra posición sean calificaciones tan ajenas a la controversia como las de “marxista cultural” o “negacionista” (por citar dos de las más corrientes, aunque están lejos de ser las más injuriosas). Pero, de nuevo, así funciona la democracia y quizás, mientras se sostiene el debate, valga la pena preguntarse que podríamos hacer, no ya para lograr el objetivo —posiblemente quimérico— de encontrar una respuesta universal, definitiva y que deje satisfechos a todos, sino para evaluar, y si es posible, reducir los riesgos que nos depara el futuro. Y para ello, quizás valga la pena reflexionar un momento acerca del tercero de los aspectos que hay sobre la mesa; esto es, las sequías y los incendios.
En las últimas décadas del siglo XX la preocupación por el ambiente se convirtió en uno de los tópicos habituales del discurso político. Y en los primeros años del XXI, ese discurso incorporó, en un espacio cada vez más central, al cambio climático y sus consecuencias. Pero, en contra de lo que hubiera podido predecirse, bastaron unos años para que ese avance perdiera parte de su impulso. A medida que se acercan las fechas en las que se hubieran debido tomar medidas más o menos drásticas y alcanzar metas relativamente ambiciosas, algunos sectores de la sociedad empezaron a expresar sus dudas y a preguntarse si, de verdad, esos eran los problemas más serios que nos aquejan. En algunos países —y la Argentina parecería ser uno de ellos—, la respuesta fue, como mínimo, que había dudas… y en esas dudas estamos.
No hace falta que se diga que el presidente y sus millones de seguidores tienen derecho a pensar lo que les parezca sobre la OMS, los autos eléctricos, la Agenda 2030 el cambio climático en general. Pero el ambiente existe, y de hecho, vivimos en él. Y cada vez que en ese ambiente se produce una crisis, nos vemos afectados; más allá de cual haya sido el origen y quienes —si los hubo— los responsables de que esa crisis tuviera lugar. Y a veces parece que, sumergido en una especie de cruzada en la que progresismo, agendas internacionales y medio ambiente se mezclan de manera confusa, el gobierno lo olvida.
La naturaleza, y como parte de ella los recursos que hacen posible nuestra vida, constituye un sistema complejo. Y eso significa que, muchas veces, los efectos de nuestras intervenciones son difíciles de predecir. Pero eso vale para los dos lados, y aquellos que descreen de los análisis, las previsiones y los programas que ocuparon el centro de la escena hasta ahora, harían bien en dedicarle un poco de tiempo y energía a pensar en otros nuevos. Y eso no vale solo para determinar la mejor manera de enfrentar incendios, sequías o, sean cuales fueren sus causas, olas de calor, tormentas, inundaciones o cualquier otro evento climático riesgoso. La comprensión de la naturaleza y el diseño de una política ambiental pueden ser también, herramientas que contribuyan a la generación de bienestar y riqueza para la sociedad. Y sería necio que, sumergidos en una disputa acerca de quienes son más buenos o quienes saben más, dejemos pasar, una vez más, la oportunidad.
[i] El Acuerdo de París es algo así como un “contrato” establecido en 2016 y que tiene como objetivo la reducción de la emisión de los gases de efecto invernadero a fin de evitar que la temperatura promedio del planeta supere en 2 grados la del período anterior a la revolución industrial. En 2017, Donald Trump anunció que Estados Unidos se retiraba del acuerdo. La medida fue revertida por Joe Biden en 2021 y vuelta a aplicar por Trump al asumir como presidente por segunda vez.
[ii] La cifra varía según la fuente que se consulte, pero parecería ser de entre siete y diez millones de dólares al año.
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Muy bueno el análisis. Y sí, cuando las cosas son complejas (aunque en democracia todos opinemos de todo) las soluciones, también, deben ser, necesariamente, complejas. Un abrazo.
Muy buena síntesis para los que sabemos poco del tema. Bienvenido Alejandro y esperamos tus próximas contribuciones.