Fue cuando entré al secundario que me empecé a relacionar con gente de la comunidad judía: novias, chicas que me gustaban y no me daban bola, pero también amigos y personalidades de la cultura que me resultaban atractivos. Mi familia era totalmente goy pero la pertenencia al Partido Comunista de mi padre generaba alguna lejana familiaridad. Lo cierto es que me convertí en el único miembro de los Noriega que era judío wannabe. No había nada consciente en mi atracción. Para mí, eran y siguen siendo, personas como cualquier otra salvo que eran, en general y por algún motivo cultural, interesantes. ¿Si los pinchas no sangran?, decía Shakespeare. No hice la prueba pero seguro que sí.
Hoy, mi familia política, es decir, mi familia, es judía. No son religiosos pero se respetan las fiestas y sus fenomenales cenas. Los textos que se comparten en el sedar de Pesaj me los sé casi de memoria y leo junto a todos los demás. “¿Por qué esta noche es distinta a todas las noches?”. Una tradición de siglos que incluye esa frase no puede estar mal.
Sin embargo, más allá de mi judeofilia, no me interesé en los detalles de la Shoah hasta la década del 90, más precisamente cuando vi La lista de Schindler. No me pude sacar de la cabeza algunas preguntas. ¿Cómo pudo haber pasado esto? ¿Por qué los nazis hicieron lo que hicieron con los judíos? A la salida del cine lloré a lo largo de varias cuadras, desconsolado. Me pasó como a Susan Sontag cuando, siendo muchachita, vio en una casa de cosas usadas y viejas unas fotos del Holocausto:
Nada de lo que he visto —en fotografías o en la vida real— me afectó jamás de un modo tan agudo, profundo, instantáneo. En efecto, me parece posible dividir mi vida en dos partes, antes de ver esas fotografías (yo tenía doce años de edad) y después, si bien transcurrieron algunos años antes de que comprendiera cabalmente de qué trataban. ¿Qué mérito había en verlas? Eran meras fotografías: de un acontecimiento del que yo apenas sabía algo y que no podía afectar, de un sufrimiento que casi no podía imaginar y que no podía remediar. Cuando miré esas fotografías, algo cedió. Se había alcanzado algún límite, y no solo el del horror; me sentí irrevocablemente desconsolada, herida, pero una parte de mis sentimientos empezó a atiesarse; algo murió; algo gime todavía. (Sobre la fotografía, 1977).
Sontag está hablando del efecto “porno” de acostumbramiento de las fotos de atrocidades, de cómo su repetición, insensibiliza. Yo me sentí identificado con la primera parte, esa revelación de una vez y para siempre que hace que “algo gima todavía”. Algo cedió. La escritora norteamericana cambió de idea posteriormente respecto del efecto adormecedor que tenía la pluralidad de fotos de hechos atroces gracias a su viaje a Sarajevo. Esa es otra historia fascinante que será parte de Maxikiosco en una futura entrega.
El paso inmediato fue ver la monumental película Shoah, de nueve horas y media, dirigida como un cruzado por el intelectual francés Claude Lanzmann a quien también debería dedicarle una entrega del newsletter. La letanía de testimonios de sobrevivientes, verdugos y testigos a lo largo de tantas horas genera un efecto que va más allá del cine y la información: es como una ceremonia ritual en la cual el espectador se va sumergiendo y transformándose en la experiencia.
Así fue como comencé a leer libros sobre el Holocausto y ver todos los documentales posibles sobre el tema. Se me fue armando una biblioteca considerable que me provoca cierto orgullo. De esa biblioteca, en mi consideración, se destacan dos volúmenes: los Diarios de Víctor Klemperer.
Víctor Klemperer fue un escritor y filólogo judío alemán, que sobrevivió al Holocausto por estar casado con una mujer aria y, por lo tanto, no alcanzado por las medidas más extremas. En 1945, en el momento de la estampida nazi en donde el temor a la derrota exacerbaba su crueldad, Klemperer fue transportado a la ciudad de Dresden (él y su mujer vivían en las afueras) para de allí ser llevado a uno de los campos de exterminio. Lo que lo salvó in extremis, antes del último viaje, fue el famoso bombardeo de la ciudad realizado por los aliados en febrero de 1945, un arrasamiento total que fue descrito por el escritor Kurt Vonnegut en muchas de sus novelas, como por ejemplo, Matadero 5. Klemperer sobrevivió al bombardeo y aprovechó el caos resultante para volver a su ciudad original, ahora con la certeza de la derrota final nazi.
A lo largo de todo el período nazi, Klemperer había llevado un diario en donde iba registrando no solo los grandes acontecimientos políticos y bélicos de la época sino las vicisitudes cotidianas, desde los problemas hogareños hasta las dificultades crecientes provenientes de la situación de guerra y las sucesivas prohibiciones para la población judía. Aunque clandestinamente los nazis estaban masacrando a buena parte de la población judía, en la superficie se sentían obligados a sacar decretos y leyes para, por ejemplo, prohibir oficialmente que sean dueños de mascotas.
Klemperer registró cada pequeño hecho de su vida en esas condiciones de una manera extraordinaria, lleno de detalles pertinentes. Tanto Víctor como su mujer Eva eran hipocondríacos y quejosos. Los diarios tienen algo de humor involuntario cuando a los terribles padecimientos de una pareja mixta viviendo bajo el nazismo, el cronista les agrega con el mismo nivel de intensidad penurias menores como el tener que lavar los platos o caminar hasta determinado punto en busca de leña. Hay una mezcla de heroísmo extremo, tozudez inquebrantable y placer en la expresión de la queja, una combinación difícil de encontrar con esta intensidad.
La existencia misma del diario revela además otras facetas de la bravura de la pareja. Por un lado, el esfuerzo que implica escribir casi todos los días bajo esas condiciones de penuria material e incertidumbre espiritual. La energía que se requiere es extraordinaria y Klemperer no deja de escribir nunca, consciente de que su testimonio sería en algún momento valioso. Por otro lado, los esfuerzos para conseguir papel y lapiceras o lápices, insumos exóticos para el momento que vivía Alemania. Y por último, el riesgo de poner a resguardo los papeles, no perderlos agregando la posibilidad de que fueran descubiertos por las autoridades, lo que habría llevado a su ejecución inmediata.
Además de ser una lectura fascinante, los Diarios han sido tomados como fuente documental por muchos de los estudios realizados sobre el Holocausto y, especialmente sobre la vida bajo el nazismo. La obsesión de Klemperer por ser preciso y concreto provee de una enorme cantidad de detalles para fechar eventos; su sensibilidad, además, describe para cada momento el aire de la época, ya sea en el momento en que el Reich parece un imperio para el fin de los tiempos hasta el momento de la desastrosa caída.
Como si todo esto fuera poco, Klemperer utilizó sus herramientas académicas para estudiar el lenguaje utilizado por los nazis. Intercalados con las entradas cotidianas aparecen otras con las iniciales LTI, por Lingua Tertii Imperii, es decir, “la lengua del tercer imperio”. Esas anotaciones luego de la guerra fueron convertidas en un libro en donde se pasa repaso a la forma en que los nazis utilizaron y deformaron el lenguaje para ponerlo a su servicio.
Luego del final del nazismo, Klemperer, que se sentía más alemán que judío y de hecho se había convertido al protestantismo, se quedó a vivir en Alemania Oriental, recuperó sus trabajos académicos y se convirtió en una figura de renombre. Se afilió al Partido Comunista, un poco de manera oportunista y otro tanto por convicción. Con el tiempo esa nueva fe que lo sostenía se fue resquebrajando y comenzó a tomar apuntes para hacer un libro sobre el lenguaje de los comunistas, al que quería llamar “la lengua del cuarto imperio”. Murió en 1961, poco antes de la construcción del Muro de Berlín. Su diario de 1945 a 1961 se llama El mal menor. Lo compré luego de la euforia que me había producido la lectura de los dos volúmenes escritos bajo el yugo nazi. Pensé que nunca lo había abierto pero en estos días, revisando estas obras, descubrí que el diario bajo el comunismo tenía un par de señaladores en el primer tercio del volumen. Las cosas que sucedieron y no dejan recuerdo, ¿sucedieron?
Los dos volúmenes de los diarios que van de 1933 a 1945 fueron publicados en 1995 y traducidos a varios idiomas con gran repercusión. Fueron considerados un testimonio tan importante como el de Ana Frank, con aristas menos melodramáticas pero igual valentía y valor histórico. El tesón de Víctor Klemperer en mantenerse entero y lúcido en la más extrema adversidad lo convirtió en el mejor cronista de su época.
El 11 de junio de 1942 publicó esta entrada en su diario, párrafo perfecto que resume las condiciones de vida y su compromiso estricto con el testimonio.
Ayer, y hoy todo el día, he estado muy hundido; peligro de muerte cada vez más angustioso, estrangulamiento cada vez mayor, atroz inseguridad: todo me pesaba como una losa. Ahora, avanzada la tarde, estoy más tranquilo. Hay que continuar, también en estas circunstancias. Ya encontraré alguna lectura enriquecedora, y continuaré con esta osadía del diario. Quiero dar testimonio hasta el final.
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A vos te pasó con “La lista de Schindler”, a mí cuando visité el Museo del Holocausto en Washington. Terminé tan desconsolada y llorando sin parar que tuve que llamar a mi abuela desde un teléfono público del museo. Sólo ella podía comprender la emoción desbordada. Saludos!
Llamativo, que tuvieras que "esperar" a los nazis para descubrir el antiguo antisemitismo de la Europa cristiana, ya desde la invención del cristianismo de parte de un emperador romano. Dos ejemplos, al azar: Año 395, el patriarca de Constantinopla, Johannes Crisóstomos, denuncia "a los judíos" (todos), como "hostiles a dios", y agrega que "la sinagoga" es "la casa de Satán dedicada la idolatría". Mucho más grave, por sus consecuencias (hasta hoy): hacia el 435, el término "deicidio" -con todo su tremendismo "teológico"- es usado por primera vez por el obispo de Ravenna, Pietro Crisólogo, como acusación anti hebraica.