Descubrí los westerns y a John Ford con la eclosión del VHS, unos años antes de la aparición de El Amante. En julio de 1993, en el número 17 de la revista, escribí una nota sobre John Wayne. Para mi papá, comunista convencido, Wayne era mala palabra, así que con la educación cinéfila había corregido un error y con la nota ejecutaba un suave parricidio. En realidad, a la mitad de la escritura me di cuenta de que se trataba de otra cosa: lo que estaba haciendo era despedir a mi hermano Ricardo, quien había muerto un año antes.
Feo, fuerte y formal
No sabía que el hijo de puta podía actuar.
(John Ford sobre Wayne luego de ver Río Rojo. Ford ya lo había dirigido en diez películas.)
La descalificación de John Wayne como actor sobre la base de sus convicciones políticas es lo que los filósofos llaman un "error categorial". Es casi como hacerse oficialista porque Carlitos es un gran deportista o rechazar la teoría de la relatividad porque Einstein era un violinista mediocre. La ideología de un actor y su efectividad ante las cámaras deberían ser dos fenómenos independientes. y sin embargo, no. John Wayne representó una cara de EE. UU. de una forma tal que quizás no podría haber sido otra cosa que un conservador patriotero. Su rostro, sus piernas chuecas, su voz arrastrada y gangosa, su andar pesado y contundente no podrían haber contado la historia de su país con la misma convicción con que lo hizo si el Duke hubiera sido un cínico liberal o un tolerante demócrata.
Wayne resumió en su imagen el apogeo y caída de su país y del género que relató su historia –el western–. De la misma manera en que John prestó su fresco rostro juvenil para simbolizar el futuro promisorio del sueño americano en La diligencia, suya fue también la máscara que simbolizó las dudas en The Searchers y el cierre de la frontera en Un tiro en la noche. Su rostro fue el de EE. UU., en la grandeza imperial y –a su pesar o sin saberlo– en el atardecer.
Duke. Wayne recibió el sobrenombre Duke de su perro. Su nombre real es Marion Michael Morrison, lo que genera un equívoco espantoso: es como descubrir que el verdadero nombre de Federico Luppi es Dolores. A los veinte años (1927), John Ford lo descubre y lo rebautiza: John Wayne. A partir de ahí filmaría treinta y un películas con Ford y – entre otros– cinco con Howard Hawks. Lo que significa que Wayne participó de los mejores momentos de la historia del cine.
Se habla español. A pesar de ser más yanqui que el baseball y el apple pie, Wayne se casó con tres latinas – Josefina, Esperanza y Pilar– mostrando ser así un pionero en eso de las "relaciones carnales" entre EE. UU. y América Latina. De esos matrimonios salió con un par de juicios y chapurreando algo de español que aprovechaba en las películas cada vez que se topaba con un personaje mexicano. También incorporó una definición con tres efes con la que le gustaba definirse: feo, fuerte y formal (formal en el sentido de ser digno).
El rostro, el mismo. El saber común dice que el Duke era siempre igual a sí mismo. Bien, puede ser. Pero demostró ser un excelente comediante en una película descomunal (El hombre quieto), representó al héroe promisorio (La diligencia), al héroe torturado (The Searchers), al héroe trágico (Un tiro en la noche), al héroe profesional (El Dorado y Río Bravo), y otros tantos héroes. Admitimos que nunca podría haber hecho Tennessee Williams o un biopic sobre Oscar Wilde pero, ¿a quién le importa? Y por otro lado, hagamos un experimento mental imaginando una remake de The Searchers. Una familia se conmociona porque viene un jinete solitario a la distancia. Al llegar vemos que en vez del andar cargado de historia de Wayne está el conjunto de tics de Dustin Hoffman; la historia se repite pero esta segunda vez no como tragedia sino a lo cómico. Es que, si un actor quiere interpretar a un ciego puede pasarse dos meses con los ojos vendados; irse a vivir un año a una villa miseria para poder hacer de pobre pero, ¿cómo se hace para encarnar un mito?
Bonjour tristesse. Contra todos los lugares comunes, los personajes de Wayne no siempre eran superhéroes invencibles. Quizás el más desolador de sus héroes trágicos sea el Tom Doniphon de Un disparo en la noche, la película más melancólica de la historia del cine. Wayne es el hombre que mató a Liberty Valance sin que nadie –salvo Jimmy Stewart– lo sepa. El hombre que destraba la rueda de la historia sin poder evitar que ésta le pase por encima y lo aplaste. Doniphon se queda sin el Oeste y sin Vera Miles. Sin embargo desde el triste final de un cajón de pino sin ornamentos irradia más grandeza que todo el resto junto. Sólo Ford pudo filmar semejante obra maestra pero ésta no hubiera sido tal sin la presencia de Wayne. Salud, héroe triste.
Dos potencias se saludan. En 1948 Hawks filma Río Rojo, con Wayne y la presentación de un actor nuevo con el rostro fresco y hermoso y un bullicio tormentoso en su interior: Montgomery Clift. John Ireland –otro miembro de aquel elenco– recuerda que las noches anteriores a los rodajes él y Clift estudiaban las escenas mientras el Duke y sus amigotes iban a jugar naipes y emborracharse. "Era un mundo al cual no pertenecíamos", confiesa. Río Rojo funciona como una perfecta metáfora de lo que sucedería con los actores de allí en más. El personaje de Wayne, Tom Dunson, crea una enorme hacienda a partir de la nada. El joven Matthew Garth (Clift) es un protegido suyo desde niño. Abrirán la "ruta Chisholm" llevando diez mil cabezas de ganado desde Texas hasta Missouri. Wayne conduce despóticamente hasta que Clift produce un motín y cambia la ruta hasta Abilene, Kansas. En 1948 Wayne estaba en el pináculo de la fama y Clift debutaba. Tiempo después, de su mano y de la de Brando producirían un motín y cambiarían la historia de los actores. Vendrían otros con su misma carga de nervios y ansiedad pero sin su natural intensidad. Monty Clift y Brando serían una bisagra en la historia compartiendo lo mejor de ambos mundos. Wayne, que ingresaba en su etapa actoralmente más rica, se convertiría –mucho después– en un dinosaurio, imponente y moribundo, sin dejar descendencia.
Habla Bogdanovich. "Sus perfomances en esas películas (Río Grande, El hombre quieto, Más corazón que odio, The Wings of Eagles, Un tiro en la noche) están a la par con los mejores ejemplos de actuación, y su valor para cada film es inconmensurable. Sin embargo, ninguno de ellos fue reconocido en su momento como algo más que "John Wayne y su habitual trabajo sólido" si es que lo elogiaban (más a menudo lo apaleaban). La Academia sólo lo nominó una vez, por Arenas de Iwo Jima, una película arquetípica de Wayne sin la dimensión de los Hawks o los Ford, pero por supuesto no fue hasta que se puso un parche en un ojo y se hizo el borracho parodiándose a sí mismo en True Grit que lo tomaron en serio. La cualidad de una estrella de hacer que el público suspenda su incredulidad –algo que hombres como Wayne, Stewart o Fonda lograban naturalmente al hacer una escena – es desafortunadamente un logro que normalmente pasa tan desapercibido que la mayoría de la gente no lo piensa como actuación. Muchos creen que actuar es acento fingido y narices falsas. Paul Muni realizó su mejor actuación en Scarface, pero no fue hasta las posturas teatrales de la serie Pasteur–Zola–Juárez que se convirtió en Mr. Paul Muni. Bogart era inimitablemente Bogart y a menudo algo más en una cantidad de films que van de Sierra alta a The Harder They Fall, pero los académicos insisten en recordar sus actuaciones más débiles –por lo obvias–: El tesoro de Sierra Madre, La reina africana y El motín del Caine. Si hubiera hecho su carrera con papeles como ésos, habría habido más premios pero no un culto Bogart. Cuando brilla el artificio, mucho del arte desaparece. John Wayne, por lo tanto, está en su salsa precisamente cuando hace lo que se ha dado en llamar John Wayne." Peter Bogdanovich (Pieces of Time - Peter Bogdanovich on the Movies)
Coraje. Los personajes de Wayne fueron –en cualquiera de sus etapas, en el viejo Oeste o en la guerra, luchando contra los indios o contra los comunistas– valientes. El personaje John Wayne siempre hizo lo que se debía hacer y de la mejor forma posible. El menos profesional de ellos –el teniente Rusty Ryan de Fuimos los sacrificados– perdía control y disciplina por su deseo de pelear contra los japoneses antes que volver al cómodo refugio del hogar. No se puede imaginar a Wayne arrugando.
Cita con la muerte. Cuando un actor está tan pegado a su personaje, cuando su personaje tiene una característica tan constante, como en este caso la valentía, uno no puede dejarse de preguntar, ¿será tan valiente la persona John Wayne como el personaje John Wayne? ¿Cómo saberlo? La civilización –siempre puntual, como un tren que trae del Este a Jimmy Stewart– nos ha dejado sin duelos. Aquel momento de la verdad, en la polvorienta calle principal del pueblo, mano a mano con el pistolero de turno cuando el héroe sabía –como quería ese otro corajudo, Borges– si era o no era valiente, no existe más. Pero siempre hay un momento. En 1964 al Duke –fumador empedernido– le detectaron un cáncer. Le quitaron un pulmón y siguió filmando. Hizo diecinueve películas más, algunas ayudado por una mascarilla de oxígeno. En 1975 filmó su última película, El tirador, donde representaba a un viejo pistolero al que le quedan pocos días de vida debido al mismo mal que sufría el actor. Película crepuscular por excelencia donde la muerte de una persona real –John Wayne–ejemplifica la muerte de un personaje –J. B. Books– para representar la muerte de un género –el western– acompañando en su caída un ideal –el sueño americano–. En abril de 1979 se lo vio en público por última vez en la ceremonia de entrega de Oscars. Flaco, demacrado y habiendo perdido el estómago dos meses atrás, se paró ante el público que lo ovacionaba de pie en la forma en que se pensó idealmente a sí mismo: feo, fuerte y formal. Un valiente.
Despedida. A esta altura ya no me importa si un tal Marion Michael Morrison alguna vez delató políticamente a sus compañeros de trabajo; si su pensamiento político era el de un mono; si era un gran actor, un ícono o un muñeco de madera. La mediocridad de la realidad desaparece bajo el peso de la pantalla luminosa, la sala oscura, el desierto, los picos del Monument Valley, el caballo y el sombrero y me quedo con aquel personaje que resumía su filosofía de vida con un never complain, never explain. No quejarse ni dar explicaciones y ahora que recuerdo esta frase me doy cuenta de que todo este homenaje es, en realidad, para quien solía repetirla, ese otro cowboy solitario, mi hermano, a quien también el cáncer se lo llevó como en un duelo rápido. Salud, héroe triste.
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Fabuloso. Muy sentido. Gracias!!
“ never complain, never explain”, mi nuevo lema.