Hace 22 años (la puta madre) escribí en el número 106 de El Amante una nota sobre Los Beatles, a raíz del estreno de la película de Richard Lester, Anochecer de un día agitado (A Hard Day’s Night). El paso del tiempo se denota en una sola cosa: en ese momento me sorprendía descubrir que buena parte de mis interlocutores no había convivido en su infancia con ellos, como yo. De hecho, la enorme mayoría había nacido después de su separación. Hoy eso está, obviamente, mucho más generalizado y a pesar de las otras revoluciones acaecidas, los Beatles se resisten a formar parte de un museo y siguen siendo parte de la vida.
En cuanto a mis opiniones, no han cambiado mucho, salvo la valoración de Let It Be, un álbum atípico que hoy entendemos mejor gracias al extenso documental de Peter Jackson.
Comparto, entonces, la nota publicada en enero de 2001, llamada “La revolución permanente”:
Tengo más recuerdos del año 1963 que de alguno mucho más cercano, digamos, 1997. Puedo localizar acontecimientos precisos, como el asesinato de Kennedy o la asunción de Illia y hasta me queda el sonido de la formación entera de River que suena como un largo mantra: "carrizoramosdelgadoyechegaraysainzcapyvarackaonegapandoar - timedelemyroberto".
Por otro lado, para recordar lo que sucedió en 1997 tengo que hacer unas relaciones larguísimas. No se debe seguramente a uno de esos juegos que tiene la senilidad, la de permitir a quien la padece recordar teléfonos de amigos que no ve hace cinco décadas pero ignorar totalmente lo que cenó la noche anterior. Algo de eso habrá pero, además, 1963 me quedó grabado a fuego porque aquel fue el año en que entré al mundo. Había nacido seis años antes pero las llaves para disfrutarlo me fueron dadas en esa época. En el 63 aprendí a leer gracias al esfuerzo de mi hermano, comencé a ir a la cancha de la mano de mi padre y escuché por primera vez "Twist y gritos", por los Beatles.
Mis hermanos me llevan unos cuantos años –de 8 a 13– así que ellos estaban en esa época en plena adolescencia. De ellos era el obligatorio Winco y de ellos era el longplay cuyo último tema del lado dos era el frenético twist. Aprovechaba cada oportunidad en que me quedaba solo para escucharlo una y otra vez, con la inmunidad que tienen los chicos a las repeticiones. Me provocaba una excitación indescriptible. Decir que me cambió la vida es un poco redundante: la vida de un niño de seis años cambia todo el tiempo, pero el impacto que me provocó fue uno de los momentos más conmocionantes de aquel año inolvidable. Los Beatles grabaron juntos por última vez seis años después, cuando yo tenía doce. Así que mi infancia está indisolublemente unida al desarrollo de la carrera artística más impactante que tuvo el siglo XX. Los Beatles, su legado están tan inscriptos en nuestra cultura que cuesta un poco de trabajo tomar distancia y darse cuenta de que su desarrollo se dio en un lapso extraordinariamente breve. De hecho, hoy un grupo rockero de megaestrellas puede sacar un disco mediocre a lo largo de seis años y vivir tranquilamente como millonarios. Pero advertir que solo seis o siete años median entre la rusticidad de letra y música de "Love Me Do" y la complejidad del lado dos de Abbey Road no puede ser sino una sorpresa. Más aun para un contemporáneo como yo que, en aquel período, era un niño de los seis a los doce años, esa edad en la que el tiempo pasa en forma increíblemente lenta. Esos seis años fueron para mí una eternidad pero hoy los veo –sé que lo son– como una ráfaga.
La enorme mayoría de la gente que escucha hoy a los Beatles los conoció (o más sorprendentemente nació) después de que se separaron. El descubrimiento que cada uno de ellos hace de los Beatles es indudablemente un viaje personal pero no puede compararse con el hecho de haber presenciado on-line la aparición de cada uno de sus discos. El salto que hay entre cada uno de ellos es enorme y cada aparición era como una nueva revelación. No se trata simplemente de que cada uno era mejor que el anterior, lo que muchas veces sucedió, sino de que cada uno representaba una gigantesca novedad con respecto al anterior. "¿Qué van a hacer ahora?", era la pregunta que delataba la ansiedad generalizada y que nunca fue defraudada, salvo probablemente con Let It Be, no casualmente el único disco que salió desfasado respecto de su producción (fue grabado antes de Abbey Road). Las prodigiosas transformaciones abarcaban bastante más que sus canciones: la producción de los discos, sus aspectos, el pelo, la ropa, las tapas, todo cambiaba vertiginosamente. La tapa de Rubber Soul era una sorpresa pero la de Revolver quitaba el aliento, hasta que apareció Sgt. Pepper y así siguiendo. No se trataba de que mejoraban en lo que hacían, como un artista mediocre que mejora su técnica hasta convertirse en uno bueno. Lo que hacían era inventar algo nuevo –basado en las cada vez más lejanas raíces negras que aportaba el rock norteamericano de la década del 50–, algo propio, cada vez más complejo y original, pero sin perder la energía rabiosa de los comienzos. El punto más alto de esta revolución permanente fue Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band. Su llegada fue precedida por un rumor mundial, asordinado, como el fantasma que recorría Europa en la época de Marx. Estamos hablando de un tiempo menos globalizado, en el que el peso del comentario personal todavía era significativo con respecto a la publicidad institucionalizada. Tal era la expectativa que mi hermano y un amigo organizaron una excursión al Uruguay, que recibía las novedades de la civilización antes que nuestro país, para tener el disco lo antes posible. Volvieron exultantes con el trofeo en la mano, con la sensación de vivir un momento histórico, como los que acompañaron a Perón en su viaje de vuelta. La ceremonia de escuchar Sgt. Pepper por primera vez, de cabo a rabo, en un profundo silencio, tratando de absorber cada sonido nuevo mientras miraba la inacabable serie de personajes que saludaban al siglo XX desde la tapa, fue lo más parecido que tuve en mi vida a una experiencia religiosa.
Cada tema era una sorpresa, las letras, por primera vez incluidas en la presentación, resultaban extrañas y sugerentes, la increíble tapa, la música: la variedad parecía ser infinita dentro de sus cuarenta minutos. Siendo un álbum en el que predomina la influencia de Paul, culmina, en todo sentido, con" A Day in the Life", una inspiradísima muestra de la creatividad de Lennon, de la extraordinaria libertad que sentía en ese momento y de la productividad de su asociación con McCartney (de Paul es el pequeño puente que comienza diciendo: "Woke up, fell out of bed, drag a comb across my head"). Solo cinco años separan "Love, love me do, you know l love you" de I’ve read the news today, oh boy, about a lucky man who made the grade", de una tonta canción de amor a una composición que rompía cuatro o cinco reglas doradas de las canciones pop y que, al mismo tiempo, lograba transmitir una profunda angustia existencial, teñida por la experiencia lisérgica. Las puertas estaban abiertas y todo era posible.
Sgt. Pepper marca además otro triunfo para los Beatles. De ser el conjunto en vivo más exitoso de todos los tiempos, al punto de tener que dejar de dar conciertos por el griterío histérico de sus fans, pasaron a reinventar la función del estudio. Sus discos, a partir de Revolver y culminando en Sgt. Pepper y Abbey Road, se convirtieron en experimentos sonoros cada vez más audaces, imposibles de ser representados en vivo. De hecho, un intento por recuperar la frescura de los primeros años, "Get Back" tocado en la terraza de un edificio de Londres para Let It Be, deja un gusto amargo y poco festivo por la transparencia de sus desavenencias y el tormentoso clima interno de la banda. Se ha dicho muchas veces que los Beatles eran más que la suma de sus partes, y no por repetida la frase carece de sustento. Sgt. Pepper y Abbey Road son dos álbumes en los que la interacción de los cuatro (ya Harrison se había sumado en la creación de canciones y Ringo mantenía su clásico carisma) hizo maravillas, a pesar de que las relaciones interpersonales no hacían más que empeorar. Pero el álbum blanco –otra tapa de vanguardia– parece desmentir el lugar común: siendo lo más parecido a un disco compuesto por cuatro solistas sin conexión entre ellos, logra sin embargo momentos de una gran belleza. A diferencia de los otros dos, es una colección de canciones, pero de una variedad tal y de un grado de inspiración que disimulaba la inconexión existente entre los Beatles. Fue Abbey Road el disco que me hizo sentir que era la cumbre de lo que los Beatles podían ser. Sensación marcada desde la tapa aséptica y terminal, con los cuatro cruzando una calle, sin hablarse, indiferentes el uno del otro, cada uno de ellos portando una imagen lo suficientemente poderosa como para no necesitar poner carteles con su nombre (es interesante que el último gran aporte de los Beatles como grupo a la música no lleve en su portada el nombre del conjunto). La sucesión de pequeñas canciones del lado dos, las sofisticadas armonías de "Because", el alto nivel autoral al que había llegado George ("Something", "Here Comes the Sun"). y el broche de oro, terminar el disco, antes de una yapa casi escondida, con una pequeña canción que decía: "Y en el final, el amor que recibes es igual al amor que das", balance de la actitud de una época que no siempre resultó ser cierto. Era el final perfecto.
La separación de los Beatles, tantas veces anunciada, no me provocó el espanto de la noticia repentina. El lanzamiento del demorado Let It Be, un disco mediocre, con algunas buenas canciones pero arruinado por la pesadez del trabajo de posproducción de Phil Spector, había preparado el terreno para un adiós sin tantos pesares. Y hasta cierta expectativa por las carreras individuales jugaba como contrapeso de la idea de la pérdida. Por otra parte, para bien o para mal, todas las barreras ya estaban rotas: el camino que habían marcado estaba siendo transitado por innumerables jóvenes, que sentían que las viejas tradiciones ya no tenían poder de contención. Pero la excitación ya no era la misma.
Paul se convirtió en la Gran Bestia Pop; ]ohn perdió brillo al sentirse obligado a que la mayoría de sus canciones fueran himnos; George dio todo lo que pudo en un par de discos, incluyendo uno triple, y Ringo siguió siendo Ringo, solo que ahora sin contexto. Yo, por mi parte, dejé de ser un niño, y los años comenzaron a acelerarse, de tal manera que las formaciones de River se me entremezclaban. Nunca más volví a sentir la sensación de que algo increíblemente novedoso estaba por suceder. Tampoco lo extrañé. Simplemente, la sensación desapareció de mi vida.
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Habría que revisar lo de A Day in The Life, porque además del puente a Paul se deben dos cosas fundamentales en la canción: la idea de meter la orquesta a todo tren entre una sección y otra, y el piano del final. No es poca cosa.
Muchos sentimos lo mismo👍