Adiós a Edgardo Cozarinsky
Recordamos al cineasta, escritor y, sobre todo, gran charlista y amable interlocutor con un texto sobre Ernst Lubitsch.
Lubitsch como outsider
No puedo sino sentir afecto por un cineasta que murió de un infarto una tarde de 1947, en Hollywood, mientras hacía el amor con una jovencita después de haber almorzado copiosamente. Tenía 58 años.
Pero quisiera también entender por qué Lubitsch es un cineasta al que me mantengo inalterablemente fiel.
En Angel, los sirvientes de Lady Barker estudian en la cocina los platos que vuelven de la mesa para descifrar el estado de ánimo de los señores: el dueño de casa comió bien, su mujer no tocó la carne, el invitado la cortó minuciosamente pero no la probó. Sus disquisiciones evocan, antes que la actividad de augures clásicos prediciendo el futuro a partir de las visceras de animales sacrificados, el cotilleo de minor characters en una novela tardía de Henry James: el matrimonio Assingham en The Golden Bowl, por ejemplo, exfoliadores infatigables de una intriga que los ignora.
Con esa incursión en territorio ancilar, Lubitsch le ha ahorrado al espectador las miradas-huidizas-que-delatan-una-inquietud-tácita, la conversación-de-mesa-que-amenaza-tocar-en-cualquier-momento-el- tema-inabordable, y demás figuras de la convención naturalista. La elipsis, procedimiento central del arte del cineasta, nunca ornamento ni pirueta, aparece como un requisito primordial de su mirada. Es la figura de estilo que pasó a ser conocida como the Lubitsch touch, leve, fugaz nota de ironía, discreta alusión a algo que cobra peso porque no ha sido nombrado.
Dentro de la vida social, ese outsider que el cineasta nunca dejó de ser (y en quien este espectador se reconoce) va relevando puestas en escena y actuaciones particulares: lo más apto para estudiar los ardides siempre renovados de unas criaturas frágiles, que intentan eludir la autoridad de un sociedad cuya autoridad no se les ocurre poner en cuestión.
En Angel, también, tras las ventanas obstinadamente cerradas de una dudosa condesa Olga, que permiten espiarlo todo sin oír nada –colmo del artificio que el espectador consiente al director–, toda una sociedad satisfecha exhibe sus riquezas ante el travelling que la acecha: amenidades mundanas, sala de juego, joyas empeñadas, casa de citas... Del mismo modo, un ramito de violetas arrojado a tierra, índice de una cita galante que no prospera, es recogido por la florista que la cámara no ha abandonado: práctica, la anciana lo desempolva antes de devolverlo a su canasto.
Esos travellings ante ventanas indiscretas ya aparecían, mucho antes de Angel, en Trouble in Paradise, Design for Living y The Merry Widow: elipsis que permiten economizar un tejido narrativo adiposo, diálogos informativos, acciones de simple enlace. Revelan, también, una fascinación por el gesto entrevisto, por la intriga sospechada. Instauran una formalización radical de todo elemento visual y sonoro, aun más llamativa en estas comedias no cantadas que en los films propiamente musicales, como era el caso de los diálogos ritmados en One Hour With You, casi réplicas de un libreto de opereta.
Ernst Lubitsch había sido un actor cómico, que muy pronto pasaría a dirigir sus propias comedias; en ellas llegó a la pantalla un tipo humano, social, frecuentado por sainetes y revistas de la época. Su nombre podía ser Moritz (por Mauricio) o Sally (por Salomón); era, invariablemente, el “pequeño judío”, emprendedor, infatigable, agraviado por nariz y orejas enormes, excluido sin remedio de toda posibilidad de papel romántico. El negocio de “corte y confección” de la familia Lubitsch nunca quedó lejos del universo de ficción del hijo: durante la miseria de la Primera Guerra Mundial, sobre todo de su posguerra, ese hijo menor, actor, “bohemio”, iba a mantener a toda la familia de honestos comerciantes ya sin clientes para su ropa... Tengo para mí que ese “pequeño judío” berlinés, a cuyo humor desenfadado el célebre director de Hollywood nunca iba a renunciar (del mismo modo en que no había podido, dicen, liberarse de su acento), está en la base de lo que iba a conocerse como the Lubitsch touch, no solo un toque de ironía sino también una elipsis elocuente: la omisión de una bisagra narrativa o expositiva, puesta en valor por la sonrisa que la acompaña.
En aquellos films alemanes podemos hoy reconocer el esbozo de la mirada de outsider que Lubitsch iba a mantener hasta el final de su vida. Vemos al joven que mira “de afuera” la formalidad de la vida en la corte o los modales evolucionados de una burguesía adinerada. Más tarde, el cineasta iba a perfeccionar el travelling detrás de ventanas que impiden escuchar diálogos superfluos, que no podrían ser sino banales, para revelar actitudes, gestos, ambientes.
Lubitsch había hallado muy temprano un modelo para ese encuadramiento del que sus criaturas no se saben prisioneras, en cuyos intersticios intentan alcanzar la felicidad: las tiendas de sus tempranas farsas berlinesas, realizadas durante la Primera Guerra Mundial. (Títulos evocadores: Palacio del calzado Pinkus, El rey de las blusas, El orgullo de la firma.) Ese negocio reaparece no lejos del final de su carrera, en la boutique de The Shop Around the Corner, menos idealizada por la distancia que por el fatum histórico: un Budapest pequeñoburgués, recreado en 1940 en Hollywood, heroico en la observancia de las apariencias en medio de la estrechez.
Es, sigue siendo, un universo mercantil donde solo se puede ser empleado, vendedor de artículos que otros poseen, donde un aumento de sueldo o el despido deciden los destinos. Único hogar y verdadera familia de sus empleados, la tienda es también el escenario donde se enfrentan estrategias de poder que reflejan a la invisible sociedad exterior. Tan lejos del humor a veces brutal del Enrique VIII de Emil Jannings como de las efusiones lúbricas de la Catalina II de Pola Negri –figuras centrales de su filmografía alemana–, el señor Matuschek (que encarna el hoy poco recordado Frank Morgan) también es un jefe de Estado: en este caso, paternal, benévolo.
Se sabe que Lubitsch fue, antes de Murnau, el primer gran cineasta alemán que, mucho antes del nazismo, cruzó el Atlántico. Había sido invitado a Hollywood en 1923 por Mary Pickford para que la dirigiera en Rosita, tras el éxito mundial de reconstrucciones históricas como Du Barry y Ana Bolena. Las escenas de masas de estos films habían impresionado menos que la visión desenfadada de las relaciones intimas entre personajes históricos: Lubitsch no se embelesaba con los signos exteriores de prestigio monárquico y marcaba el juego de reyes y nobles y favoritas como el de los plebeyos lúbricos que mejor conocía.
La Pickford, anquilosada en “novia de América”, quedó insatisfecha con el director que había importado. Misteriosa relación de Lubitsch con sus actores... Había sacado a luz reservas insospechadas en Jeanette MacDonald y Maurice Chevalier, y al final de su carrera no les tuvo asco a Betty Grable y César Romero. Ante las grandes estrellas nunca parece haberse sometido: había revelado matices en Greta Garbo, había liberado a Dietrich de la idolatría de Sternberg. Su gloria, sin embargo, es la de haber honrado a figuras relativamente menores del star system, actores a quienes una falta de imagen publica fuerte autorizaba rupturas audaces que hubiesen estado vedadas a las estrellas. Es el caso del trío Myriam Hopkins-Herbert Marshall-Kay Francis en Trouble in Paradise. Supo, sobre todo, concertar registros esencialmente dispares, como los del dúo que forman Gary Cooper y Fredric March en Design for Living.
En el recuerdo, sin embargo, las personae gratae de su universo se llaman Edward Everett Horton, Félix Bressart, Eric Blore, Sara Haden o Leonid Kinski, siluetas que van convirtiéndose gradualmente en personajes. Al llegar a The Shop Around the Corner, Lubitsch ya había empezado a otorgar cada vez más espacio a los papeles secundarios, permitiéndoles escapar a un funcionalismo sumario. Había seguido de cerca a los tres enviados soviéticos de Ninotschka, contrapunto farsesco, shakespeariano de la protagonista, y en To Be or Not To Be iba a permitir que esas figuras habitualmente relegadas invadan el guion, ocupen el escenario, ridiculicen la oligarquía de las estrellas.
(Si un resabio de mala fe democrática parece insinuarse en esta observación, más vale desengañarse: a pesar de la visita ocasional de James Stewart a su filmografía, actor convertido en emblema del optimismo rooseveltiano por la hipocresía de Capra, Lubitsch nunca renunció al escepticismo. Tiendas o imperios, intercambiables Ruritanias centroeuropeas o el demasiado real Tercer Reich, solo son para él edificios, decorativos o sangrientos, de la vanidad ideológica. En 1942, Lubitsch iba a realizar su film más famoso: Ser o no ser. Se iba a convertir pocos años más tarde en el más políticamente incorrecto de la Segunda Guerra Mundial: una comedia por momentos farsesca sobre la ocupación alemana de Polonia. En el film, los oficiales de la Wehrmacht no son los monstruos sádicos que el cine de cualquier origen ha difundido: son los groseros, grotescos burgueses cuyo borrador el cineasta había delineado con algunos trazos gruesos, eficaces, en sus primeras farsas. Peor aún: el film, que en su momento no podía presentar el gueto de Varsovia o campos como Auschwitz, recuerda que, para una mayoría de civiles no judíos, la época era un encadenamiento de dificultades que era necesario sortear con astucia, en cuyos intersticios podía haber teatro, adulterios más o menos consentidos, más o menos disimulados, y también algún respingo de patriotismo.)
Si lo cómico surge de la percepción inesperada de algo fuera de lugar, para percibir este desplazamiento se necesita la referencia al sitio en el que hubiese debido hallarse. La mirada del outsider, tan libre de todo afán proustiano de pertenecer como de cualquier espasmo de rebeldía, es la del individuo que ante el espectáculo del sistema comprende, resignado, que hará́ carrera en él, que no tiene a su alcance otro escenario. La amargura latente del cine de Lubitsch deriva de esta aceptación. Aunque Trouble in Paradise da por sentado que el dinero de los ricos está para ser robado, al final los protagonistas necesitan empezar otra aventura en busca de nuevos ricos por desplumar. Y en Bluebeards’ Eighth Wife, donde la poligamia se paga en efectivo, la heroína que se rebela contra esta practica necesita, para devolver a su marido a la monogamia, nada menos que una camisa de fuerza.
No hay ningún moralismo “transgresor” en estas revelaciones: no se desnuda ninguna “infraestructura”, no se libera nada “reprimido”. ¿Será por esta razón que la obra de Lubitsch, tan materialista, no suscitó la atención de la crítica marxista en tiempos en que esta reinaba? Si hoy resulta evidente que Ophuls era un realista que se ignoraba, Lubitsch habría sido un romántico que callaba púdicamente...
Y sin embargo... En The Student Prince la evocación liviana de amo res juveniles se cierra con un luto: el regreso a los paisajes del amor difunto, menos cambiados por el paso de las estaciones que por la mirada del príncipe, que ya ha aceptado el lugar social ayer dejado en suspenso.
(Reescritura a partir de dos artículos sobre Lubitsch: “Le Regard de l’outsider”, en Ernest Lubitsch, ed. Bernard Eisenschitz y Jean Narboni, Paris, Cahiers du Cinéma- Cinématheque Française, 1985; y “La tiendita del pequeño judío”, Buenos Aires, revista Ñ, 28-08-2004.)
Publicado en el libro Cinematógrafos (2010), editado por el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente.
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